Dios es Santo, pero también Juguetón, Ingenioso y Erótico

16 de junio de 2025

Dios es el objeto de todo deseo, aunque a veces nuestros deseos parezcan demasiado terrenales o incluso poco santos. Todo lo que deseamos está, en realidad, dentro de Dios. Tanto Jesús como los Salmos nos lo recuerdan.

Dios es el centro de todo anhelo, y solo en Él se colman nuestras más profundas aspiraciones. Lo decimos en nuestras oraciones, aunque muchas veces no seamos plenamente conscientes de lo que estamos diciendo: “Mi alma te desea en la noche”; “Solo tú, Señor, puedes llenar mi corazón”. Pero, ¿realmente es a Dios a quien deseamos por las noches, cuando sentimos esa necesidad profunda? ¿De verdad creemos que Dios es el objeto último de nuestros deseos?

Cuando vemos algo hermoso, lleno de vida, atractivo, sensual o placentero en este mundo, ¿creemos de verdad que todo eso existe de manera aún más intensa y plena dentro de Dios, y en la vida a la que Él nos llama? ¿De verdad creemos que las alegrías del cielo superarán los placeres de la tierra, y que incluso aquí, en esta vida, la alegría de vivir con virtud es más profunda que las emociones que nos da el pecado?

No es fácil creerlo, porque nos cuesta —casi desde siempre— volver nuestra atención de verdad hacia Dios. Muchas veces, la oración o la práctica religiosa nos parecen más bien una interrupción de la vida que una forma de entrar en ella; más una obligación que un gozo; más una especie de sacrificio que algo placentero; algo que nos aleja de la vida real en vez de ayudarnos a vivirla con más profundidad.

Y si somos sinceros, tenemos que reconocer que muchas veces sentimos una especie de envidia secreta por quienes viven sin freno, buscando solo su propio placer con una energía que en el fondo es sagrada. Muchos de nosotros cumplimos con nuestro deber, intentando ser fieles a algo más grande, pero —como el hermano mayor del hijo pródigo— lo hacemos por obligación, y en el fondo nos molesta que otros no lo hagan. En esta vida, la virtud a veces envidia al pecado, especialmente (siendo honestos) cuando se trata de la sexualidad.

En parte, esto es natural y hasta sano. Nuestro cuerpo y el peso del momento presente se imponen con fuerza. Eso puede hacer que las cosas de Dios o del espíritu nos parezcan lejanas o poco reales. Es parte de la condición humana, y Dios, sin duda, lo comprende. Solo en momentos especiales de gracia o experiencia mística podemos elevarnos por encima de eso.

Por eso, puede ayudarnos recordar con más claridad algo que decimos creer, pero que muchas veces nos cuesta sentir de verdad: todo lo que aquí en la tierra nos atrae, nos parece bello, irresistible, erótico o placentero… todo eso está de forma más plena en Dios, que es quien lo ha creado.

Si creemos que Dios es el autor de todo lo bueno, entonces también tenemos que creer que Dios es más hermoso que cualquier estrella de cine, más inteligente que el científico o filósofo más brillante, más gracioso que el mejor comediante, más creativo que cualquier artista, escritor o inventor, más sabio que cualquier erudito, más alegre y juguetón que cualquier niño, más dinámico que cualquier estrella de rock y, sí, también más erótico y sexualmente atractivo que cualquier persona en la tierra.

No solemos pensar en Dios así, pero la verdad está en la Escritura y también en la enseñanza oficial de la Iglesia. Se nos enseña que Dios es Uno, Verdadero, Bueno y Bello, y que es la fuente última de todo lo que es uno, bueno, verdadero y bello. Eso significa también que Dios tiene ingenio, es juguetón, y hay en Él una dimensión erótica. Todo lo que nos seduce en este mundo ya está, en realidad, dentro de Dios.

Ahora bien, saber esto no hace que los atractivos de este mundo pierdan fuerza, ni tendría por qué hacerlo. Hay muchas cosas que pueden conmovernos profundamente: una persona bella, una puesta de sol, una pieza de música, una obra de arte, la alegría de los jóvenes, el juego de un niño, la inocencia de un bebé, la chispa en el humor de alguien, la intimidad compartida, la nostalgia, una copa de vino en el momento justo, el despertar de nuestra sexualidad, o —más aún— ese sentimiento profundo de que la vida humana es algo único y valioso.

Todo eso merece nuestro aprecio. Son regalos de Dios, y deberíamos dar gracias por ellos. Al mismo tiempo, es bueno recordar que todo eso está, en mayor plenitud, dentro de Dios. Y que no perdemos nada cuando la virtud, la fe o un compromiso más grande nos piden renunciar a algo por algo más alto. El mismo Jesús lo prometió: todo lo que dejemos por Él, nos será devuelto multiplicado por cien.

Sabiendo esto, podemos vivir disfrutando plenamente de lo que es terrenal y humano. Las bellezas y placeres de esta vida son un regalo de Dios, pensados para que los gocemos. Y si reconocemos su origen, también seremos libres para aceptar los límites que la vida pone a nuestros deseos. Mejor aún: no necesitaremos tener miedo a la muerte, porque todo lo que perdamos será superado, y con creces, por lo que recibiremos.

Artículo original en inglés

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