Para decir Dios no hay que elevarse hasta las nubes ni perderse en los libros y enciclopedias, en bibliotecas y sermones, en discursos y pensamientos. Para decir Dios,
 sólo basta nuestra palabra dicha desde dentro. Su nombre se repite milagrosamente en cada latido, en cada pecho, en cada nacimiento. Su presencia de asombro, de silencio,
 de protesta, de belleza, de llanto…se hace historia de un río subterráneo –caudal de dolor y piedras- A Él acudimos como eterna hoguera buscando afecto, consuelo, calor, sosiego.

     Hoy he vuelto a escuchar su palabra en el viento y en el suelo, en la música y en el silencio, en sus hijos y en el grito de los que se llenaron de duelos y desconsuelos. 
 Para decir Dios, me quedo a solas con Él solo, con su mirada, empapado de amistad, envuelto en suave amor, naciendo una vez más.                
 
				 
                    



