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Diálogo matrimonial

Bonifacio Fernández, cmf -

El matrimonio es un proyecto de amor entre un hombre y una mujer; es aventura de amor. Como tal, se vive en un proceso de desarrollo y de crecimiento. El amor va pasando de la posesión a la donación. Es un largo itinerario biográfico. Ese proceso no se improvisa; tampoco es un destino. Está hecho a base de pasión y de decisión. El amor conyugal requiere verbalizar lo que se siente y sentir lo que se verbaliza desde el fondo del alma. Marca un hito el día en que solemnemente se dicen: te quiero a ti como esposo/a. La relación conyugal incluye un profundo nivel de comunicación personal. Para ello es preciso tener en cuenta:

1. Saberse a sí mismo

Para una buena comunicación es requisito previo el conocimiento de sí mismo. Se requiere dejar la ignorancia y la autocomplacencia narcisista. Si uno no está reconciliado y en contacto con su propia realidad, si no está conectado consigo mismo, mirará al otro como rival, como amenaza. Comunicarse requiere relacionarse de adulto a adulto. La posición de padre crítico suscitará el niño rebelde o sumiso. Y a la inversa. Comunicarse es dar pasos para salir de la autosuficiencia individualista para encontrarse con el otro. En lugar de autoprotegerse, uno se hace vulnerable.

2. Saber dar y recibir

La comunión es expresión de la identidad humana; estamos hechos para el encuentro y la relación. Existir es un proceso de dar y recibir. Nuestros padres nos han dado la vida. La hemos recibido. Nos han enseñado a vivir. Es así desde los estratos más materiales de nuestra vida como el comer, beber, hasta los estratos más afectivos y espirituales: dar y recibir amor. Se aprende a ser persona bajo la mirada amorosa del otro. La sexualidad humana es relacional. Cada cónyuge ha aprendido a dar y recibir la ternura desde la infancia.

3. Saber hablar

Una buena comunicación comienza por una buena emisión de los mensajes, sean estos meramente rituales, informaciones, opiniones, sentimientos. Consiste en hablar sin censurar, sin juzgar ni culpabilizar. Requiere poner entre paréntesis los propios prejuicios. El emisor tiene que mantenerse en el mensaje yo; reconocer la alteridad del otro y mostrarse auténtico y congruente. Necesita discernir la oportunidad, el cuándo y el cómo de la comunicación que va a hacer. La comunicación fracasa si el mensaje no es claro y diáfano.

4. Saber callar

Callar cuando el otro habla. Es la forma de prestarle toda la atención. No cortar ni interrumpir. En la comunicación no es solo importante el mensaje explícitamente codificado en palabras; forma parte de la ella, también la comunicación no-verbal, es decir, los gestos, las miradas, las distancias, los tonos de voz. Así mismo, los silencios constituyen un elemento importante en el proceso de la comunicación. De suyo no son enemigos de la comunicación, sino que sirven para prestar atención a las palabras y a las personas.

5. Saber oír

Es un elemento primario de la buena comunicación. Se trata de oír bien el mensaje en su contenido real. Ya sabemos que no se da la pura objetividad; que la comunicación sucede en un proceso de interpretación y de proyección. Para contralar estas trampas de la buena comunicación es menester el esfuerzo de oír los mensajes en su materialidad. Ello requiere favorables condiciones externas de lugar, de cercanía física, de tiempo sosegado. El cónyuge es diferente, tiene experiencias e ideas diferentes. Oír y comprender lleva a enriquecer la parte de verdad que ya sabía.

6. Saber escuchar

Escuchar es mucho más que oír; se escucha con la mente y, sobre todo, con el corazón. La buena escucha evita las interrupciones, los juicios y los prejuicios. No trata de consolar ni de educar al otro dándole consejos y soluciones. Escuchar es diferente, es permitir que la persona que se comunica se sienta libre e invitada a expresarse a un nivel profundo de su vida. Una buena escucha evita los bloqueos; no se pone a la defensiva. No confunde su verdad con la verdad. Expresa el interés por el otro incluso en las posturas, el porte, los gestos. Una buena escucha no consiste en dar la razón al cónyuge, ni en hacer lo que el hijo adolescente se empeña en hacer. Una buena escucha consiste en acoger a la persona en la situación en que se encuentra.

7. Saber confiar

Es un momento esencial de la buena escucha y comunicación. Confiar es creer que tu cónyuge te ama. Cuando realmente confiamos, no fijamos al otro según nuestros prejuicios o las etiquetas que la persona llega consigo. Dicho negativamente: no confiar en el otro es reducirlo a objeto; es decirle: tú eres así; tú no puedes cambiar. Tú no tienes futuro. Por el contrario, confiar implica amar al otro. Y eso le da la posibilidad de crecer, de madurar la propia existencia. Aquí tenemos grandes posibilidades en nuestras manos para acompañar al cónyuge en su crecimiento. Para darle estímulo y motivación.

8. Saber sentir (empatía)

El objeto del diálogo no es ni convencer ni dejarse convencer. No consiste en una lucha por ver quién tiene la razón. Los pensamientos son importantes. Pero los sentimientos representan la fibra y vibración de cada persona. Dialogar es hacerse transparente. Es ver la realidad a través de los ojos del otro. En la comunicación lo más importante no es lo que se dice, sino el hecho de que las personas hablen y se expresen.

9. Saber cambiar

El proceso de comunicación no deja a la persona en la misma situación; no la deja en actitud de espera, mano sobre mano. La manera de hacer que el otro no cambie es pretender obligarle a cambiar. Supone acoger las diferencias; superar miedos y agresividad personales. La empatía es imprescindible para que la persona se sienta escuchada. Excluye las órdenes y los mandatos.

10. Saber celebrar

Tener la oportunidad de compartir la intimidad del cónyuge produce unidad y gozo. Genera momentos memorables. Hace resonar las palabras bíblicas: serán “dos en una sola carne”. Además, la comunicación matrimonial tiene otra fuente de gozo. Se trata de la Gracia. La fe cristiana sana el amor humano que había quedado herido por la inclinación al egoísmo. Lo redime y lo libera. Lo expande. Le confiere significación sacramental en el pueblo de Dios. Lo convierte en grito de resurrección y vida para siempre. Anticipa la fiesta definitiva del gran encuentro.

    
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