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De inocencia, pureza y castidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -

En el rito del bautismo cristiano, existe un pequeño ritual que es al mismo tiempo enternecedor e irreal. En un momento del rito bautismal, el niño es envuelto en una vestidura blanca para simbolizar inocencia y pureza. El sacerdote o ministro oficiante dice estas palabras: “Recibe esta vestidura bautismal y consérvala sin mancha hasta el tribunal de nuestro Señor Jesucristo”.

Tan enternecedor como es decir esas palabras a un inocente bebé, uno no puede menos que pensar que, a no ser que este niño muera en la infancia, esta es una tarea imposible. A nuestras vestiduras bautismales les caen inevitablemente algunas manchas. La vida adulta se encarga de eso. Nadie va por la vida sin perder su inocencia de bebé.

Pero, admitido eso, la inocencia permanece aún como ideal que cuidar con ternura y recobrar continuamente. Y eso necesita hoy alguna defensa, porque la inocencia y sus compañeras -la pureza y la castidad- se han encontrado en tiempos duros en un mundo que tiende a valorar la sofisticación sobre todo lo demás y que generalmente ve la inocencia como ingenuidad y mojigatería.

Existe una larga historia hacia esto. Durante siglos, las iglesias mantuvieron la inocencia, la pureza y la castidad como virtudes destacadas en el discipulado cristiano y en la vida en general. No obstante, desde el siglo XVII hasta nuestros días, importantes pensadores han intentado cambiar de criterio en esto, sugiriendo que estas (así llamadas) virtudes resultan de hecho la antítesis de la virtud. Para ellos, la inocencia y sus dobles -la pureza y la castidad- son ideales fraudulentos, fantasías de los tímidos, síntomas de una hostilidad inconsciente hacia la vida. Nietzsche, por ejemplo, escribió una vez: “La iglesia combate las pasiones con la extirpación, en todo el sentido de la palabra: su práctica, su curación, es castración”. Freud sugirió que, en los ideales de inocencia, pureza y castidad, hay algo más que un indicio de narcisismo, frígida arrogancia y una fantasía de invulnerabilidad. Según estos pensadores (Ilustración), al idealizar la inocencia, pureza y castidad, la humanidad ha accedido a hacerse infeliz por el hecho de que la medicina que tomamos para purificar nuestras almas permite entrar a las toxinas morales del fariseísmo, la arrogancia, la insensibilidad, un daño que hace a la lujuria parecer benigna.

Nuestra cultura, excepto algo de la retórica severa, comulga  esencialmente con esto. Existen, desde luego, unas pocas excepciones destacadas en algunas de nuestras iglesias, pero nuestras características culturales identifican bastante la inocencia, la pureza y la castidad con la timidez, la ingenuidad y el fundamentalismo.

¿Adónde ir con todo esto? Bueno, uno no tiene muy claro adonde mirar.

Los conservadores, en su misma constitución, tienden a temer la ruptura de sus tabúes, sobre todo los que envuelven la inocencia, la pureza y la castidad. Esto tiene un intento saludable. Aquí está J. D. Salinger (The Catcher in the Rye-El guardián entre el centeno) fijándose en inocentes jóvenes que jugaban y deseaban no crecer nunca sino poder permanecer siempre así de inocentes y alegres. Los conservadores temen cualquier clase de sofisticación que destruya la inocencia. Eso resulta bien pensado, pero es irreal. Necesitamos crecer y con eso viene la complejidad, la sofisticación, el desorden y las manchas en la pureza de nuestros ropajes bautismales. Dios no intentó que fuéramos eternamente niños jugando inocentemente en un campo de centeno.

Los liberales tienen diferente constitución genética, pero luchan igualmente (bien que de modo diferente) con la inocencia, la pureza y la castidad. Tienen menos inconveniente en romper tabúes. Para ellos, los límites están para ser ampliados y las más de las veces son abatidos, y la inocencia es una fase por la que atraviesas y para la que ya pasas de la edad (como la creencia en Santa Claus y el Conejito de Pascua). Ciertamente, para los liberales, la verdadera autorrealización empieza con ser dueño de tu complejidad, reconocer su bondad y aceptar que la complejidad y la inocencia perdida es, en realidad, lo que nos hace accesible un significado más profundo. La experiencia acarrea conocimiento. Cuando Adán y Eva comieron el fruto prohibido, entonces se les abrieron los ojos, no se les cerraron. Según la estimación liberal, la ingenuidad no es una virtud, la sofisticación sí. La inocencia es juzgada como irreal, la pureza como timidez sexual y la castidad como fundamentalismo religioso.

Estos dos puntos de vista, conservador y liberal, ondean ciertas banderas de avisos saludables. La bandera conservadora de la precaución puede ayudar a protegernos de muchas comportamientos autodestructivos, mientras que la bandera liberal, invitándonos a más audacia, puede ayudarnos a protegernos de mucha timidez e ingenuidad malsanas. Con todo, cada una necesita aprender de la otra. Los conservadores necesitan aprender que Dios no intentó que hiciéramos un ídolo de la inocencia e ingenuidad de un niño. Estamos destinados a aprender, crecer y llegar a ser sofisticados más allá de la primera ingenuidad. Pero los liberales necesitan aprender que la sofisticación, al igual que la inocencia misma, no es un fin en sí misma, sino una fase por medio de la cual uno crece.

El renombrado filósofo contemporáneo Paul Ricoeur alude a algo más allá de ambos. Asegura que el crecimiento atraviesa, hasta la madurez final, por diferentes etapas. Estamos llamados a trasladarnos desde la ingenuidad de un niño -a través de la inocencia perdida, los desarreglos y la frecuente sofisticación cínica de la edad adulta- hacia una “segunda ingenuidad”, una postsofisticación, una segunda inocencia, una infantilidad que no sea pueril, una simplicidad que no sea simplista.

En esta segunda ingenuidad, nuestros ropajes bautismales emergerán de nuevo sin mancha, lavados en la sangre de una nueva inocencia.          

    
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