El evangelio de san Juan nos describe hoy la piscina de Betesda. El ambiente y la vida. Grupos de amigos y afines que, ante la necesidad y el dolor, también saben ayudarse. En medio de esa escena, Jesús repara en alguien que está solo. Su parálisis no solo es incapacidad para moverse, sino incapacidad relacional: no tengo a nadie que me meta en la piscina, le dice a Jesús. Y esa es la cuestión. La opción de vida cristiana que construye fraternidad no permite que nadie esté solo, se sienta solo o se sepa solo. La soledad es, paradójicamente, una de las consecuencias más evidentes de nuestra sociedad híper-comunicada. Infinidad de hombres y mujeres en nuestro mundo esperan la salvación que se manifieste en una palabra amiga, un gesto cercano, una caricia o una mirada de apoyo. Así un día y otro. Así cada instante. Los cristianos que escuchan la Palabra y la hacen vida encuentran en ella el impulso para ofrecerse como signo, real o impostado, de una fraternidad universal que recuerde a cada enfermo de soledad que su vida es importante y tiene sitio en la comunión.
Oración
Un día escogí ser reflejo sin sol, agua sin fuente, voz sin garganta y me perdí en mí. Tú me guardaste, sol en tus ojos, agua en tus manos, voz en tu oído y me encontré en ti. Desde entonces, Tú me iluminas, Tú me fecundas, Tú me pronuncias y te encuentro en mí. Yo solo, ¿qué puedo ser?