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¿Cuándo perdimos el respeto básico de unos a otros?

Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

¿Cuándo lo perdimos? ¿Cuándo perdimos ese sentido profundamente inculcado y sancionado para siempre de que, a pesar de lo mucho que pudiéramos disentir unos de otros o incluso aborrecernos mutuamente, aún necesitamos acordar una básica cortesía, respeto y amabilidad unos con otros?

Hemos perdido eso, al menos en su mayor parte. Desde las más altas instancias del gobierno hasta las más toscas plataformas de los medios sociales, estamos siendo testigos de la muerte del respeto, la cortesía y la honradez básica. Según parece, nadie es ya responsable ni de los más básicos modales ni de la honradez. Las cosas por las que solíamos castigar a nuestros hijos (insultos, menosprecios étnicos, vituperios, mentiras, llamativa falta de respeto hacia los demás) están volviéndose ahora aceptables en lo convencional. Incluso es más inquietante el hecho de que nos sentimos justificados moralmente al hacerlo. Ser vistos corteses, respetuosos y amables ya no se considera como una virtud, sino como una debilidad. La cortesía ha muerto.

¿Qué hay detrás de esto? ¿Cómo pasamos de Emily Post a lo que sucede hoy en los medios sociales? ¿Quién nos dio permiso, social y sagrado, para hacer esto?

Blaise Pascal escribió una vez esta famosa frase: “Los hombres nunca hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por una convicción religiosa”. Mucha gente la citó después de los ataques terroristas del 11 de Septiembre, cuando reconocieron esto en el Islamismo radical, donde el asesinato de masa estaba justificado y considerado como necesario en nombre de Dios.

Sin duda, es más fácil ver esto en algún otro porque, como dice Jesús, es más fácil ver la mota en el ojo de tu hermano que la viga en el tuyo propio. Esa misma creencia falsa que dio a los terroristas islámicos permiso moral para poner aparte todas las reglas de la decencia está tomando hoy raíz por dondequiera. ¿Por qué? La pasión religiosa por lo que uno cree que está bien y la creencia de que uno puede ponerse violento en la causa de la verdad hoy es prevalente dondequiera y nos está dando permiso moral para volvernos irrespetuosos, deshonrados y descorteses en nombre de la verdad, de la bondad y de Dios. Esto se justifica a sí mismo como profético, como armarnos guerreros por la verdad.

Nada podría estar más lejos de la verdad. El odio y la falta de respeto son siempre la antítesis de la profecía. Un profeta, dice Daniel Berrigan, hace un voto de amor, no de odio. Como Jesús, un profeta llora de amor sobre cualquier “Jerusalén” que junta su profecía con el odio. Un profeta nunca pone aparte el mandato no negociable de ser siempre respetuoso y honrado, sin importar la causa. Ninguna causa, ni social ni sagrada, otorga a uno una exención de las reglas de la elemental cortesía humana.

Mucha gente arguye contra esto señalando que Jesús mismo pudo ser muy duro con los que se le oponían. Duro lo fue; irrespetuoso y descortés, no. Además, bajo su desafío a aquellos que se le oponían, existía siempre el empático amor compasivo de un padre por un hijo alienado, no la fealdad que ves hoy en nuestros círculos de gobierno, en los medios sociales y en el odio de mirar hacia abajo que con frecuencia vemos hoy entre diferentes facciones ideológicas.

La verdad puede ser dura y enfrentarnos a un desafío muy fuerte, pero nunca puede ser irrespetuosa. La falta de respeto es una señal infalible de que uno no tiene razón, que uno no tiene la categoría moral alta y que en este asunto uno no está hablando de parte de Dios, de la verdad y de la bondad. Poner fuera las más elementales reglas del amor es ser un falso profeta, atrapado en el autointerés y el autoservicio a la verdad.

No es fácil mantener el equilibrio de uno en un tiempo amargo. La tentación de deslizarse bajo el techo ideológico en un lado o en otro y agradar a “la base de uno” parece irresistible humanamente. No obstante, al margen de a qué lado nos deslizamos, a derecha o a izquierda, siempre viene con esto una retórica prescrita, una descortesía prescrita, una falta de respeto prescrita y, no infrecuentemente, una deshonra prescrita. Junto con ese deslizamiento viene también la misma justicia de aquellos que se opusieron a Jesús y pensaron que estaban justificados de ser irrespetuosos y practicar la violencia en nombre de Dios.

Los tiempos amargos, un ambiente de odio y mentiras, y el encuentro en bandos opuestos entre sí nos tientan hacia lo que nos sale natural: el insulto, la falta de respeto, la carencia de bondad y la ausencia de honradez siempre que una verdad o una mentira nos sirve. Paradójicamente, el desafío está en la dirección opuesta. Hoy, dado el derrumbamiento de la cortesía, la llamada desde la verdad y desde Dios es ser más cuidadosos, más escrupulosos y más intransigentes que nunca en el respeto, la cortesía y la amabilidad que otorguemos a los demás.

Confiamos en pasar la eternidad juntos, comiendo en una única mesa. No nos preparamos, ni preparamos a aquellos con los que no estamos de acuerdo, para ocupar un lugar en esa mesa al enfrentarnos mutuamente con odio, falta de honradez, ausencia de respeto y coerción, como si esa mesa pudiera ser capturada por el poder y la violencia.

Al final, no todos de esa mesa se habrán querido a este lado de la eternidad, pero todos serán lo más amables, respetuosos y honrados al otro lado.

    
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