Concluye el año litúrgico. Llegamos al final de nuestro camino espiritual y la Madre Iglesia nos pone ante nuestra mirada a Jesús, el Rey del Universo. Las tres lecturas nos introducen en el misterio de la realeza de Jesús: el Hijo del Rey David según el segundo libro de Samuel, el Rey Crucificado del Evangelio de Lucas y el Rey de la Luz por quien todo fue creado, según la Carta a los Colosenses.
En primer lugar, contemplamos al Rey David que reúne a las tribus hermanas de Israel. La primera lectura nos presenta cómo David congrega en un solo pueblo a las doce tribus antes dispersas y enfrentadas. Al acercarse a él, le dijeron: “Hueso y carne tuya somos”. Los ancianos lo ungieron como rey, reconociendo que era el elegido de Dios. Y Dios prometió que su descendencia permanecería para siempre. Esta promesa se cumple cuando el ángel Gabriel anuncia a María que el Señor le dará a su hijo el trono de David y que su reino no tendrá fin.
En segundo lugar, aparece ante nosotros el Rey Crucificado. El Evangelio nos muestra el tramo final de la vida de Jesús. Ante Pilato proclamó: “Yo soy rey”, y por eso fue clavada en la cruz la inscripción: “Este es el rey de los judíos”. Autoridades, pueblo, soldados y uno de los malhechores se burlaban de él. Solo un crucificado defendió su inocencia y, llamándolo por su nombre, le dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Murió mirándolo, sufriendo con él y esperando con él. Y Jesús le respondió: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ese “hoy” es estremecedor: transforma el Viernes Santo y abre el horizonte del paraíso.
En tercer lugar celebramos al Rey de la Luz. La Carta a los Colosenses nos invita a dar gracias al Padre por sacarnos del dominio de las tinieblas y trasladarnos al reino de su Hijo querido, haciéndonos partícipes de la herencia del pueblo santo en la luz. Jesús es la luz del mundo, y nosotros somos hijos de la luz. Donde reina el pecado hay tinieblas y se frustra el orden de la creación, que comenzó con un “Hágase la luz”. Cuando Jesús murió, las tinieblas cubrieron la tierra, pero con su resurrección la luz definitiva irrumpió en el mundo. Él es la imagen del Dios invisible, el modelo de toda creación, porque todo fue creado por él y para él. Sin su luz, nada existiría.
Su reino es cósmico: nada escapa a su luminosidad. Pero también es la cabeza del cuerpo, la Iglesia, porque vino a reunirnos como hermanos, igual que David reunió a Israel. Por eso, como el buen ladrón, confesemos a Jesús como nuestro Rey, nuestro Rey de Luz. Integrémonos en su cuerpo, la Iglesia, sin temor a ser reconocidos como sus seguidores y sin idolatrar a nadie. Si somos de Cristo, reinaremos con él y nos espera su misterioso paraíso.




