Imparto un curso sobre el renombrado místico san Juan de la Cruz. Como nunca es un curso obligatorio para ningún estudiante, suelo comenzar la primera clase preguntando a cada uno por qué está interesado en este curso. Las respuestas varían mucho: “Estoy tomando este curso porque mi director espiritual me dijo que lo hiciera.” “Siempre he tenido curiosidad por el misticismo.” “Me estoy especializando en lo que sea que se enseñe los martes por la tarde.” Sin embargo, una noche una mujer respondió: “Estoy tomando este curso porque soy una mística practicante.” Eso levantó algunas cejas. ¿En serio? ¿Una mística practicante?
¿Se puede ser un místico practicante?
Eso depende de cómo se entienda la experiencia mística. Si uno la equipara con lo extraordinario, con fenómenos sobrenaturales (visiones religiosas, éxtasis religiosos, estados de conciencia radicalmente alterados o la aparición milagrosa de Jesús, María, un ángel o un santo), entonces no se puede ser un místico practicante. Aunque tales fenómenos extraordinarios pueden ser de hecho experiencias místicas (y de hecho marcan la experiencia de algunos místicos clásicos), la experiencia mística normal no se caracteriza por fenómenos religiosos extraordinarios. De hecho, en general desconfía de lo extraordinario y pide que se discierna con especial cuidado.
La experiencia mística normal, la mayoría del misticismo, no se alimenta de lo extraordinario. Al contrario, bebe precisamente del mismo suelo de la normalidad. ¿Qué significa esto?
Una reconocida mística contemporánea, la carmelita británica Ruth Burrows, define la experiencia mística de esta manera: la experiencia mística es ser tocados por Dios de una forma que va más allá de lo que podemos articular, imaginar o incluso sentir conscientemente. Es algo que sabemos más que pensamos.
En esencia, un Dios inefable nos toca de un modo inefable; un Dios más allá de los conceptos nos toca de una manera que no puede expresarse en conceptos; un Dios más allá del lenguaje nos toca de una manera que nunca puede ponerse en palabras de forma adecuada; y un Dios que es fuente de todo ser nos toca en la raíz misma de nuestro propio ser, de modo que sabemos, de manera intuitiva, quiénes somos y cómo estamos ante Dios.
Esto puede sonar bastante abstracto, pero no lo es, como explica Ruth Burrows contando su propia historia.
En su autobiografía Before the Living God, Ruth Burrows (que murió en 2023) cuenta cómo, justo cuando terminaba su formación inicial y hacía planes para la universidad, una experiencia mística la marcó y cambió radicalmente su vida.
En ese momento de su vida, no era particularmente seria con respecto a su fe. Su práctica religiosa era más rutinaria que fervorosa, pero estaba en un retiro con varias jóvenes de su edad. Una de las cosas que le pidieron hacer en ese retiro fue sentarse en silencio en la capilla durante una hora, varias veces al día. Esas horas de silencio le pesaban mucho y las temía.
Sin embargo, un día, durante una de esas horas de silencio, tuvo (lo que más tarde llamaría) una experiencia mística. No hubo visiones sobrenaturales, ni éxtasis religiosos, ni apariciones de ángeles, sino solo un momento de claridad extraordinariamente agraciada; un momento en el que se conoció a sí misma con total claridad por primera vez, más allá de lo que podía pensar, conceptualizar o articular. Fue un instante en el que, despojada de toda apariencia, de toda ideología, de toda imagen falsa de sí misma, de todo fingimiento ante los demás, emocional y moralmente desnuda, simplemente supo —supo quién era y cómo estaba ante Dios y los demás.
Su momento místico fue un momento de completa sinceridad, un momento “sin cera”, como sugieren las raíces latinas de esa palabra (sine = sin y cere = cera). Como todos los místicos, luchó por expresar con palabras algo que es en gran parte inefable, pero que marcó su alma de un modo que transformó radicalmente su vida.
Dada esa definición de misticismo, todos estamos invitados a ser místicos practicantes, es decir, todos estamos invitados, en el silencio de nuestro corazón, o quizá en una experiencia de elevación del alma o de quebranto del alma, a ponernos de pie o de rodillas ante Dios en completa sinceridad, sin cera, moralmente desnudos, despojados de toda apariencia, despojados de todo lo falso, para que en ese momento podamos saber con verdad quiénes somos y cómo estamos ante Dios, los demás y nuestro verdadero yo. Necesitamos orar por esa claridad y hacer de ella una intención explícita en nuestra oración.
¿Cómo se hace eso? Lo hacemos intentando, muy conscientemente, en la oración, centrarnos en la sinceridad y desnudez del alma, pidiendo a Dios que vea a través de todo lo falso que hay en nosotros para que podamos saber cómo somos conocidos por Él.
Dag Hammarskjöld, en su oración, solía pedir a Dios: “Permíteme, con claridad de mente, reflejar la vida, y con pureza de corazón moldearla, y tener una autocrítica consciente que me ponga en camino de reflejar la grandeza de la vida.” Pedir eso en la oración es ser un místico practicante.