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Cerrad la distancia, no la puerta

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Toni Morrison, autora que ganó un Premio Nobel, valorando los tiempos que corren, se hace esta pregunta: “¿Por qué deberíamos querer hacernos cargo de un extraño cuando es más fácil alejar al otro? ¿Por qué deberíamos querer acercarnos cuando podemos cerrar la puerta?” Esto no es una pregunta, es un juicio.

Es un juicio negativo, tanto en nuestra sociedad como en nuestras iglesias. ¿En dónde están, de hecho, nuestros corazones? ¿Tratamos de acercar la distancia entre nosotros y lo extranjero, o de cerrar puertas para mantener a los extraños alejados?

En justicia, se podría señalar que esto siempre ha resultado un conflicto. No ha habido una edad de oro en la que la gente acogiera de corazón al extranjero. Ha habido excelentes personas y aun excelentes comunidades que fueron acogedoras, pero nunca la sociedad ni las iglesias en conjunto.

Muchas cosas como este problema son el frente y  el centro de nuestra política hoy, mientras los países luchan por doquier con sus programas políticos de inmigración y con lo que hacer con millones de refugiados e inmigrantes que quieren entrar en su país. Quiero aceptar el desafío que Morrison presenta a nuestras iglesias para acercar la distancia más bien que cerrar las puertas: ¿Estamos invitando a entrar a los extranjeros, o estamos contentos de dejar a los extraños permanecer fuera?

Hay un motivo de desafío en la parábola de Jesús que nos habla del super-generoso dueño de la viña, que puede perderse fácilmente a causa de la lección global de la historia. Se refiere a la pregunta que el dueño de la viña hace al último grupo de trabajadores, aquellos que sólo trabajarán durante una hora. A diferencia del primer grupo, no les pregunta: “¿Queréis trabajar en mi viña?” Más bien les pregunta: “¿Por qué no estáis trabajando?” Su respuesta: “Porque nadie nos ha contratado”.  Notad que no responden diciendo que su falta de empleo es porque son perezosos, incompetentes o desinteresados. Tampoco la pregunta del dueño de la viña implica eso. Simplemente, no están trabajando porque nadie les ha invitado a trabajar.

Tristemente, creo que este es el caso de tanta gente que es aparentemente fría o indiferente con la religión y nuestras iglesias. Nadie les ha invitado a entrar. Y esto sucedió también en tiempos de Jesús. Grupos enteros de gente fueron vistos como indiferentes y hostiles a la religión y fueron considerados simplemente como pecadores. Esto incluyó a prostitutas, recaudadores de impuestos, forasteros y criminales. Jesús los invitó a entrar, y muchos de ellos respondieron con una sinceridad, contrición y devoción que avergonzó a aquellos que se consideraban verdaderos creyentes. Para los así llamados pecadores, todo lo que se situó entre ellos y la entrada en el reino fue una genuina invitación.

¿Por qué no practicáis una fe? ¡Nadie nos ha invitado!

Precisamente en mi propia y limitada experiencia pastoral, que reconozco, he visto algunos a individuos que, desde la niñez hasta la mediana edad temprana o tardía, fueron indiferentes -e incluso de alguna manera paranoides- a la religión y la iglesia. Fue un mundo del que siempre se habían sentido excluidos. Pero gracias a alguna persona bondadosa o circunstancia afortunada, en un momento, se sintieron invitados a entrar y se entregaron a su nueva familia religiosa con apaciguante entusiasmo, fervor y gratitud, tomando frecuentemente un apasionado orgullo en su nueva identidad. Siendo testigo de esto varias veces, ahora entiendo por qué las prostitutas y los recaudadores de impuestos, más que la gente de iglesia en el momento, creyeron en Jesús. Fue la primera persona religiosa que los invitó de verdad a entrar.

Tristemente, también,  hay un lado contrario a éste, donde -todo demasiado frecuente- en toda sinceridad religiosa, no sólo no invitamos a algunos otros a entrar sino que positivamente les cerramos las puertas. Vemos eso, por ejemplo, algunas veces en los Evangelios, donde los que están alrededor de Jesús bloquean a otros de tener acceso a él, como se da el caso en esa más bien colorida historia donde algunos tratan de traer a un paralítico a Jesús pero están bloqueados por la muchedumbre que hay a su alrededor, y consecuentemente tienen que hacer un agujero en el tejado con el fin de bajar al paralítico a la presencia de Jesús.

Demasiado frecuentemente, ignorante, sincera pero a ciegas, somos esa multitud que está alrededor de Jesús bloqueando el acceso a él a causa de nuestra presencia. Este es un peligro ocupacional especialmente para todos nosotros que estamos en ministerio. Tan fácilmente, con toda sinceridad, en el nombre de Cristo, en el nombre de la teología ortodoxa y en el nombre de una sana práctica pastoral, nos colocamos como guardianes de la puerta, como guardianes de nuestras iglesias, por las que otros deben pasar a fin de tener acceso a Dios. Necesitamos recordar más claramente que Cristo es el guardián de la puerta -y el único guardián de la puerta- y nosotros necesitamos renovarnos en lo que eso significa, fijándonos en por qué, en el Evangelio de Juan, expulsó a los cambistas fuera del templo. Ellos, los cambistas, se habían colocado como un medio a través del cual la gente tenía que pasar para ofrecer culto a Dios. Jesús no haría nada de eso.

Nuestra misión como discípulos de Jesús no es ser guardianes de la puerta. En vez de eso, necesitamos trabajar cerrando la distancia más bien que cerrando la puerta.

    
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