
Desde luego que los pastores no gozaban de prosperidad ni de tranquilidad, compañeras, decía de la Paz. Mal se podía pedir por ellos y para ellos «el bien sea para ti», cuando, ante los ojos ortodoxos, eran gente abyecta, ignorantes de la Ley y conculcadores de la misma. Su misma vida era un fracaso; se hacía tan poco recomendable que ningún padre querría que su hijo fuera pastor. El destino que les esperaba, siempre según la ortodoxia del templo, era la gehenna. La tranquilidad y el bienestar, la calma y la bonanza no eran su patrimonio. Los pastores, sin embargo, son los primeros oyentes del evangelio de la Navidad: La gloria de Dios ha bajado del cielo y ahora proclama en la tierra, «Paz a los hombres que Dios tanto quiere.» «Al oír al coro celeste, el lector se siente inclinado a proclamar, él también, la gloria de Dios, porque el nacimiento de ese niño es la gran efusión de paz sobre todos los predilectos del Señor. Y esa paz es la fuente de una alegría que ha de inundar a todo el pueblo» (J. A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas, II: Traducción y comentario; capítulos 1-8-21, Madrid 1987, 204). La paz, en todas las acepciones antes mencionadas, es un don divino, como pueden ver. Incluso, el don de una persona: del Señor, que es «nuestra paz.» Ahora podemos acercarnos a Dios los que estábamos o estamos lejos y también los que están cerca, porque el Señor es nuestra paz: «él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su vida mortal la Ley de los minuciosos preceptos; así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad» (Ef. 2,14-16). ¡Qué bien suena el anuncio del coro angélico, rotas las barreras divisorias y quebrada toda hostilidad! ¡Paz a los hombres que Dios tanto quiere!




