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Amor conyugal en tiempos de covid-19

Bonifacio Fernandez, cmf -

La pandemia que estamos sufriendo, entre otras muchas cosas, nos mete por los ojos la fragilidad de nuestra condición humana personal, social y política.  Pone palmariamente de manifiesto las heridas más hondas de nuestra condición humanas: su finitud y contingencia. El número de contagios y de muertes nos muestra insistentemente cada día que estamos amenazados de muerte, que nuestros seres más queridos pueden ser los enemigos de nuestra vida. Se generaliza la sospecha de que incluso el más cercano puede ser un “apestado”.

Esa fragilidad radical la grita cada uno de los enfermos y los fallecidos. Es un grito ensordecedor. Constituye una potente advertencia global que nos recuerda que no somos autosuficientes, que no estamos seguros y no podemos vivir disimulando la condición humana precaria, pero llamada a la plenitud. Todas las personas humanas somos seres de necesidades y deseos. Nacemos menesterosos.  Las necesidades tienen dos dimensiones fundamentales: son carencia y son potencia, ausencia y anhelo. La carencia la podemos caracterizar como una herida. Implica dolor; anhela y requiere curación. Como toda herida se va curando en una lucha por la regeneración de las células. Al mismo tiempo, todos llevamos la “cicatriz umbilical”. Nos muestra que venimos de otros, que hemos nacido, que la relación nos constituye como personas. Y una relación que nos remite más allá de nosotros mismos. Es el sello de nuestro origen y de nuestro destino. Y también del camino. Las profundas carencias con las que todos nacemos, podemos reducirlas a tres, siguiendo el conocido poema de Miguel Hernández: La del amor, la de la vida, la de la muerte.

La vida matrimonial, por su parte, es una forma específica de vivir en relación. El amor conyugal es la esencia de esa relación. Pero se vive con esas tres heridas abiertas. En el momento de romance, las tres quedan como disimuladas. Da la impresión de que el amor llena del todo la vida y supera la soledad y la muerte, es un enamoramiento que durará para siempre. Pero ellas siguen ahí año tras año a lo largo de la vida.

  1. La herida del amor

La realidad personal y viva del matrimonio es la relación de amor. Tiene sus tiempos de génesis, de crecimiento y maduración. Es un amor conyugal, es decir, que une; que expresa el deseo de unión en el ejercicio de la afectividad, la ternura, la sexualidad. Es un don de sí mismo/a al otro, inspirado por la totalidad, la intimidad y la incondicionalidad.  Pero tiene que correr el camino de la superación de la condicionalidad, del do ut des, te doy si me das. La actitud mercantil de dar y exigir el 50% alivia la carencia, y nada más, no cura la herida del amor. Es persistente la herida en forma de egoísmo, de limitación, de temporalidad. El deseo insaciable sigue estando ahí; la carencia sigue haciéndose notar como se hacen notar el hambre y la sed en nuestro cuerpo. La herida del amor se cura con la experiencia de la gratuidad, del amor incondicional. Te quiero porque te quiero. Esa experiencia, sin embargo, parece que sólo se da como un aperitivo en esta tierra. Nos remite al amor que es Dios mismo, siempre gratuito, íntimo e incondicional.

  1. La herida de la vida

La herida de la vida busca curación a través de la comunicación. La soledad, la incomunicación, la precariedad terminan secando las motivaciones de la existencia. El deseo de vivir plenamente se expresa en la búsqueda de compañeros de camino que estimulen a encontrar el verdadero rumbo de la vida, el rumbo que conduce hacia la felicidad. Sentir la pasión por ser feliz haciendo feliz a otra persona es ya una manera de experimentar la propia satisfacción. Ser abierto y transparente es una manera de intentar curar la propia soledad. Compartir el territorio de la propia intimidad con el cónyuge forma parte de esa búsqueda de unión y pertenencia, de ser dos en una sola carne. Acontece, sin embargo, que la herida de la vida inclina a esperar que sea el otro el que te haga feliz. La herida de la vida se traduce en la espera de recibir la compañía y pertenencia que palíe la soledad, las dudas sobre sí mismo y los temores. Que el cónyuge te haga vivir, vibrar, más allá del desgaste y de la limitación, no te exime de la responsabilidad de gestionar activamente tu vida. Ello implica asumir que la herida de la soledad sigue estando ahí. Y duele. Y no termina de cicatrizar. Y sigue estando ahí la herida de la vulnerabilidad y fragilidad de la misma vida. Las amenazas sibilinas del covid-19 acechan cada día sobre la pertenencia conyugal y la relación interpersonal.

  1. La herida de la muerte

La herida de la muerte se hace visible como amenaza: puede acabar con todos los sueños y todos los planes en cualquier momento. Puede truncar la relación amorosa, por muy intensa y gratificante que sea. El covid-19 nos lo hace terriblemente patente cada día. Estamos amenazados de muerte. Estos días lo sentimos masivamente. La muerte describe un gran interrogante sobre la vida y su sentido.  La verdad es que la vida quiere prolongación, expansión. Busca la curación de la herida de la muerte en las múltiples formas de fecundidad, como pueden ser, las obras de arte, el descubrimiento científico, la puesta en marcha de una empresa cultural, económica etc... También la paternidad y la maternidad van en este se sentido. Por eso tienen tan gran atractivo. Se trata de una lucha contra la muerte en medio de la vida; implica la superación personal.  El sueño de vida conyugal es una gran apuesta contra la mortalidad de la muerte.  Amar para siempre, continuar el apellido en los hijos y en los nietos, dejar una huella en la vida social que no se olvide, ser reconocido y recordado, son aspiraciones que constituyen potentes motores en la lucha contra la herida de la muerte.

Amar a alguien es decirle: tú no morirás para siempre. La gran esperanza de la resurrección y la vida eterna traerá la curación definitiva de las tres heridas. Es la buena noticia para el matrimonio.

    
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