
Aunque la alianza bíblica tiene semejanza con el pacto pagano, Dios sin embargo siempre da la posibilidad de renovar y de restaurar la quiebra del contrato. Este es el caso que denuncia el profeta Jeremías: ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien’. Pero el pueblo se obstinó en su mal camino y desobedeció.
Cabría sospechar, ante la infidelidad y prevaricación de Israel, que Dios abandona a los suyos y que los deja a la deriva. Sin embargo, lo que en verdad acontece es la reiteración de la propuesta, que al final llega a ser una alianza nueva y eterna consumada por Jesucristo en favor de toda la humanidad, de manera irrevocable.
Si el sentido de una alianza tiene dimensiones jurídicas, también significa un pacto de amor, como se simboliza en el sacramento del matrimonio con los anillos que se entregan los esposos. Dios, en la revelación progresiva de su identidad, si en un principio se muestra más próximo a la relación legal, en la plenitud del tiempo se desborda en referencias amorosas, y el culmen de su ofrecimiento nos lo demuestra con el envío de su propio Hijo, quien por amor sella con su sangre la alianza nueva y eterna.
El salmista, teniendo en cuenta la historia del pueblo, advierte a los creyentes del riesgo de comportarse como lo hicieron los antiguos en Meribá, cuando pusieron a prueba la fidelidad divina, y les exhorta: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. No endurezcáis vuestro corazón”.
Si por lo que Dios ha hecho en la Antigua Alianza se nos pide fidelidad y reconocimiento, ¡con cuánta mayor fidelidad deberemos responder, ante la oblación de Jesucristo, quien se entrega para que jamás dudemos del amor de su Padre, y del suyo, pues Él mismo dice: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”! “Vosotros sois mis amigos”; y así es con tal que nos abramos a su ofrecimiento.




