A una servidora le gustaría que los curas fueran como dice el Evangelio de la Virgen, esos creyentes que oyen la Palabra de Dios y la ponen en práctica -con algunos matices-, naturalmente. Porque han recibido una llamada especial, una vocación, a vivir el Evangelio desde un amor a Jesucristo que se comunica a toda la comunidad y, especialmente, a los más pobres (y hay muchas clases de pobreza); a esos a los que no es fácil que nadie mire si Dios no mira.

La idea de un cura «personaje» es absolutamente trasnochada. Una imagen que corresponde a pasados, y afortunadamente pasados, tiempos. Los cristianos estamos para servir y no para servirnos de los demás y cuando no lo hacemos así, mentimos y almacenamos frustraciones.
El mejor servicio que los curas pueden hacer a la fe propia y ajena es vivir con entusiasmo su vocación por el Reino. En la medida en que la viven, también las comunidades somos más fraternales, más evangelizadoras y más creativas. Todos nos preocupamos más de todos y buscamos ser esa iglesia-comunión, sal y luz, que construye con otros hombres y otras mujeres de otros credos o sin credo un mundo más justo y más humano.
Algunos curas no tienen en cuenta a los laicos para nada, no han «entrado» por la comunidad y posiblemente tampoco por lo que dice el Nuevo Testamento de los carismas de la comunidad. Los curas posconciliares sí han hecho un esfuerzo de actualización en este sentido y se nota. Por otra parte, no nos engañemos, el no parecer como fac totum reclama de ellos mucho trabajo oculto, mucha elegancia y sencillez, y los laicos no somos tan tontos que no nos demos cuenta y no lo valoremos. Lo valoramos, como valoramos la generosidad y el desprendimiento de las personas que viven la madurez de una donación constante desde las Bienaventuranzas. Ellos son los «santos» de nuestras comunidades y, entre ellos, a veces se encuentra el cura!.




