Iniciar el trabajo organizador de la Misión fue una aventura quijotesca, desbordante, difícil. Todavía no sé muy bien cómo fui capaz de aceptar este riesgo tan intrépido. Conozco mis limitaciones y posibilidades y creo que al haber tomado arte y parte en esta ardua tarea evangelizadora, he descubierto zonas humanas sacerdotales insuficientemente conocidas aún por mí, para ofrecerlas a los demás; como si nuevos talentos hubiesen aparecido o nuevas semillas se hubiesen puesto en mi mano para hacer una nueva siembra en una tierra necesitada de cosechas de vida y esperanza.

Ahora que hago memoria guardo en la retina de mis ojos el primer encuentro con el todo el presbiterio en la casa de retiro de La Sabana. Tuvo lugar el 5 de Junio de 2005. Allí comenzó el primer hilito de este hermoso tejido que entre laicos, misioneras, religiosos y sacerdotes se fue entretejiendo. Comenzar no fue fácil. La mayoría de los sacerdotes veían la misión como algo lejano, casi irrealizable, una utopía, un bonito sueño del obispo sin apenas hacer pie en la realidad. Sólo unos pocos fueron atrevidos, pusieron todo el interés y las ganas de iniciar algo nuevo, de revitalizar sus comunidades. Éstos me invitaron a dar a conocer la misión, a informar de todo el proceso y sus etapas, del método de trabajo que ya estaba dando su primer paso.
Recuerdo que entre los meses de Mayo a Septiembre pude visitar casi toda la diócesis con el objetivo de sensibilizar, motivar y formar los equipos de misión en cada parroquia. Después, nuestro querido amigo Manolo Cabello, misionero redentorista, fue levantando el edificio de la misión con su sabiduría, experiencia, organización y creación de los talleres de visitadores y animadores de las futuras comunidades eclesiales. Sin la inestimable ayuda suya en los meses de octubre y noviembre, no hubiese sido posible llegar bien al inicio de la misión que se fijó en los primeros días de Mayo del 2006.
La acogida de los consejos parroquiales, de los sacerdotes más interesados y de muchas personas que recordaban la misión del 91 fue excepcional. La gracia pudo más que las resistencias que unos pocos pusieron para realizar el evento. La fe “movió montañas” y corazones. Todo fue posible para los que creímos en la nueva visita de Dios a su pueblo. “El Poderoso ha hecho obras grandes”. Su poder se hizo patente cuando mayor era la dificultad y la deficiencia. Nos bastó su gracia y su fidelidad. Con estos soportes humanos, vulnerables y frágiles Dios hizo sus buenas obras, sus maravillas, su iglesia.
Pasado un tiempo aparecerían nuevas dificultades, retrocesos, paralizaciones; pero la llama ya había prendido en los más audaces y el fuego del amor urgía y contagiaba con rapidez a unos y a otros. No hubo marcha atrás. El camino se fue abriendo y haciendo entre todos, sin treguas, casi sin descansos, hasta ver hecho realidad el sueño de misionar la diócesis, dando ella misma la misión y haciéndose así más misionera.
Atrás quedaron las piedras del camino, los obstáculos superados, las miradas negativas, las críticas que no aportaban nada, las cargas añadidas, las circunstancias azarosas, las pequeñas tensiones, la escasez de algunos recursos humanos y materiales. Corrimos el riesgo y la luz brilló con fuerza, con esplendor, con claridad. Se vencieron los desánimos de algunos y los miedos de otros. Lo que faltó a la organización se suplió con la buena voluntad de los que participaron arrimando el hombro y ofreciendo soluciones. Advertí entonces que existe una íntima unión entre las pequeñas tribulaciones y el gozo, y que aquellas se convierten en el camino para alcanzar la verdadera alegría, el mayor bien. Así nació la misión. No hemos quedado defraudados. La vimos nacer, y desde aquí seguimos acompañando su crecimiento. Nuestro mayor contento ha sido comprobar que a los más pobres les llegó la Buena Noticia y los gestos de cercanía y solidaridad que tanto necesitamos todos.




