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Adrienne Von Speyr (1902 - 1967)

Ángel Sanz Arribas, cmf -
“Como cristianos hemos de morir
aquella [muerte] que nos es dada por el Señor”

Querida Adrienne:

Resulta imposible hablar de ti sin mentar a uno de los grandes teólogos católicos del siglo XX: Hans Urs von Barthasar. ¿Era tu maestro? ¿O más bien tu discípulo? No es fácil encontrar un caso de influencia mutua en la vida espiritual y en la misión teológica tan fuerte como el vuestro. Fueron 27 años de estrecha colaboración. Teniendo en cuenta la fecundidad y la hondura del teólogo suizo, no deja de sorprender el balance final que él hace de este largo intercambio: “Ciertamente yo he recibido más de ella que ella de mí”.

Al llegar aquí, surge inevitable la pregunta: ¿Pero quién es esta mujer? Habría que repasar el librito Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica, que él te dedica en 1978 y que tú nunca pudiste leer. No pudiste leerlo porque un decenio antes, el 17 de diciembre de 1967, habías entregado tu alma a Dios, en vísperas de cumplir tus 65 años. Volvamos, pues, a la pregunta: ¿Quién eres tú exactamente?

Habías destacado como alumna brillante; líder en el Instituto, donde en año y medio haces tres cursos y aprendes el alemán; tuviste como profesor de piano al director de orquesta de Munich mientras sentías la música como “un camino que conduce a Dios”. Luego te gradúas en medicina y llamas la atención por tu competencia y tu exquisita atención a los enfermos. Está claro que despiertas en ellos una gran confianza, y tú misma confiesas que llegaste a evitar cerca de mil abortos. No hablemos de tu cultura literaria, de tu amistad con primeras figuras del pensamiento y de tu experiencia religiosa.

Lo que ahora importa es acercarse al núcleo de tu vivencia humana, en la que el Espíritu va realizando su obra. Tu nacimiento, laborioso, deja huella en la psicología de tu madre. No se explica, si no, la tensión que ella mantiene contigo: sus reprimendas diarias, sus desplantes, aquellos conflictos que alguna vez te llevan al borde de la desesperación. ¿Incluso del suicidio? Pronto adviertes que morir sería una cobardía. Como compensación, tu alma se vuelve a Dios y se llena de una confianza sin límites.

Por otra parte, la debilidad física y la enfermedad te acompañan a lo largo de casi toda tu historia. La tuberculosis doble, marca tu adolescencia. Cuando a tus 16 años –verano de 1918–, y en el sanatorio de Langenbruck, el médico te pregunta si quieres saber la verdad y tu respuesta es afirmativa, él te lanza su pronóstico: “La próxima será tu última primavera”. Por fortuna, el doctor era médico pero no profeta. De todas formas, tu organismo sigue acusando un progresivo deterioro: cardiopatía, diabetes, artritis... Desde 1940 guardarás cama hasta mediodía, reservando la tarde para los enfermos y la noche casi exclusivamente para la oración. En 1954 tienes que renunciar a la consulta. Te quedan las manos para el bordado y los ojos para la lectura de libros franceses que versan sobre el hombre y su destino. ¿Qué sentiste cuando en 1964 quedas casi totalmente ciega? Es Hans Urs quien resume: “Su cuerpo era como un órgano en el que se habían pulsado todos los registros del sufrimiento, y registros siempre nuevos, imprevistos”.

Tu oración se hace cada vez más prolongada y universal. También se reafirma tu austeridad y tu ocultamiento progresivo. Con estos datos, ¿cómo es posible que al final de tu vida cuentes con un elenco de 37 libros publicados, del total aproximado de 60 que dejabas escritos y que hubieran podido duplicarse y aun triplicarse, en opinión de Balthasar, si hubieras tenido fuerzas para seguir dictándoselos a él como tantas veces? Resulta asombroso que tuvieras de taquígrafo a un teólogo de esta categoría. Aunque el asombrado es él, sobre todo cuando habla de tus comentarios a la Biblia: “Adrienne cerraba los ojos algunos segundos y comenzaba después a hablar con voz tranquila: frases tan preciosas que se hubieran podido enviar tal cual a la imprenta”.

Resulta desconcertante que esos libros sean de contenido teológico y bíblico, cuando apenas habías leído teología. Sobre todo si se tiene en cuenta la calidad de tus escritos a juicio del gran teólogo: “La obra de Adrienne von Speyr me parece mucho más importante que la mía.”

Que vivieras el matrimonio en primeras y segundas nupcias y que llevaras adelante, siempre con von Baltasar, la Fundación San Juan, son capítulos en que no podemos detenernos. Lo que en manera alguna podríamos dejar de lado es tu conversión. Porque naces protestante en La Chaux-de-Fonds, de la Suiza francesa [20-IX-1902] y, cada vez más, el protestantismo te parece vacío: “Dios es otra cosa”, declaras resueltamente a tus pastores. Y buscas, buscas con afán. Tu espíritu sintoniza con la confesión católica, pero no acabas de encontrar al sacerdote que pueda encender en tu interior la luz que estás necesitando. Mucho antes de dar el paso, tu palabra y tu vida, tienen ya un tono católico. Tras un diálogo contigo, Louisa Jacques confesará: “Tú me obligarás a hacerme católica” (aún no lo habías soñado para ti misma). Efectivamente, Louisa se convirtió al catolicismo, profesó en las Clarisas y murió en olor de santidad.

En otoño de 1940, el encuentro con Urs von Balthasar termina de disponerte para dar el salto a la Iglesia de Roma. En realidad, tu corazón ya era católico. Incluso había aumentado en ti la sed de una verdadera confesión sacramental. Quedaba, eso sí, un problema de conciencia tras la muerte de Emil, tu primer marido: ¿Cómo rezar en serio el Padrenuestro, incluida esa petición tan exigente del ‘hágase tu voluntad’? Bastaron unas palabras de tu director espiritual para que todo se aclarara: “Cuando decimos ‘Hágase tu voluntad’ no ofrecemos a Dios nuestra propia obra, sino que le presentamos nuestra disposición a ser asumidos por su obra y a ser transportados adonde él quiera”. ¿A qué esperar ya? El 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos de 1940, recibes el bautismo, a punto de cumplir tus 38 años.

Era de suponer que este paso produjera distancias y nuevas relaciones. Entre estas últimas, la amistad con Romano Guardini, Hugo Rahner, Erich Pzywara, Henri de Lubac, Gabriel Marcel... Con el tiempo, tu gran corazón terminaría reconquistando el de aquellos que se te habían alejado. Sobre todo, experimentas la presencia del Señor a través de una verdadera catarata de gracias místicas. Afrontas nuevas decisiones y experimentas una más íntima comunión con María.

Precisamente tu primer libro se titula ‘La Sierva del Señor’, que comienza presentando el sí de María como la mayor gracia por parte de Dios y el don incondicional de sí por parte del hombre, actitud desde la cual la creatura puede ser modelada por Dios sin obstáculo. Una disponibilidad que no puede implicar ningún tipo de reservas. Toda la existencia, incluida la muerte, se pone en la balanza. Aquí está el fundamento de tu espiritualidad. Y esto es lo que resume tu vida y tu muerte.

Como cristianos hemos de morir aquella [muerte] que nos es dada por el Señor”: muerte comunitaria, compartiendo los sufrimientos y el pecado de los hombres, y a la vez muerte individual, única. Tú vives una experiencia durísima –en lo físico y sobre todo en lo anímico, en aquellas pruebas de muerte que siguen a tu conversión- y prolongada a lo largo de varios decenios. En resumen, toda una existencia de unión mística y de misión eclesial, cuando sólo Dios es capaz de llenar tu horizonte. Sólo así se comprende una de tus últimas frases: “¡Qué bonito es morir!”, y es que vives la muerte como la frontera que hay que atravesar para el encuentro definitivo. Se explica una vez más el asombro de una mentalidad tan aguda como la del pensador cristiano y hombre de Dios que te ha acompañado durante tanto tiempo: “Estoy convencido de que, en el momento en que sus obras sean accesibles, muchos cristianos compartirán mi opinión y darán gracias a Dios conmigo por haber reservado tales gracias a la Iglesia de hoy”. Hace tiempo que tus obras son accesibles en alemán. Al fin, vamos recibiendo las “Obras completas de Adrienne Vos Speyr” en la versión española, editada por la Fundación San Juan.

¿Algo más? Tengo a la vista tu pequeño libro ‘El hombre ante Dios’. Lo abro al azar y tropiezo con este mensaje que el hombre y la mujer de hoy deberían saborear muchas veces: “El que hace oración se nutre del tesoro inagotable de la alegría divina”. Hay frases, querida Adrienne, que merecen figurar encuadradas, con letra artística, bien legible, sobre la mesa de trabajo.     
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