La actividad misionera y apostólica también ha tenido su paso por el desierto, de misión no sólo hacia “fuera”, también hacia “dentro”, abriendo espacios para el encuentro personal y la relación pausada con el Señor. La acción exterior disminuía pero la misión continuaba de otra manera. Llegaron las horas de asumir el riesgo de adentrarse en el desierto y experimentar en el camino la soledad, la limitación, la carga humana, la desnudez, la verdad, la necesidad de ser conducido porque uno mismo no puede constituirse en guía.

Con claridad se ve que la misión no es el resultado de nuestros esfuerzos, programaciones, éxitos, acciones… La fecundidad de nuestra tarea pastoral depende de la unión con Él. Sin Cristo no podemos hacer nada. Demasiadas veces ponemos la confianza más en nuestros medios, recursos y habilidades técnicas que en la Palabra de Dios. Sólo las limitaciones más sentidas y sufridas nos hacen vivir esta verdad. Los pequeños distanciamientos de la acción nos permiten reconocer nuestra pequeñez y la grandeza del que no cesa de hacer obras grandes por medio de sus amados hijos.
Al final de la jornada he vuelto a la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro, hemos estado bregando y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Éste es el momento de la fe, de la oración, del desierto de los días menos activos exteriormente pero más ricos y profundos internamente. Unos momentos y otros me han ayudado para abrir más mi pobre corazón a la acción de la gracia y permitir que la Palabra habitara en mí con toda su fuerza. En aquella ocasión fue Pedro quien habló con fe: “en tu nombre, echaré las redes”. También mis compañeros y yo, intentamos hacer lo mismo y oramos juntos pidiendo al Señor que nos aumente la fe.




