Abrir el día con los salmos (II)

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El silencio de Dios corre a lo largo del día, de frontera a frontera, del día a la noche, decía con anterioridad. En esos momentos se tiene la impresión de que Dios se ha tornado adverso, porque su mano pesa sobre el creyente. ¿Será ne­cesario que Dios despierte, como algo previo a su intervención?

De día, Dios me brinda su amor

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.El Dios de Israel no puede ser como el dios cananeo Baal, que se desentiende de sus fieles, mientras se entrega al sueño. No, Dios no pude desatender al pueblo que "guió durante el día con la nube" (Sal 78,14). Es necesario que Dios despierte, primero para convocar un juicio, y, se­gundo, para entonarle la alabanza. "Levántate, Señor, encolerizado, / álzate contra la furia de mis adversarios, / des­pierta, Dios mío, y convoca un juicio" (Sal 7,7). Los malvados no han de quedar impunes, ni los justos ser pisoteados. Dios no puede ser ajeno a una situación de injusticia sobre la tierra. Que Dios des­pierte e imponga la justicia en la tierra. También ha de despertar para que reciba la alabanza que se eleva a él desde la tie­rra: "Despierta, Gloria mía, / despertad, cítara y arpa; / despertaré a la aurora" (Sal 108,3). Los instrumentos musicales, silenciosos durante la noche, deben estar dispuestos para la llegada del día; que Dios, la Gloria de Israel, esté también preparado para escuchar la alabanza que está a punto de entonarse en la tierra. To­do dispuesto, Dios escuchará la voz de su fiel en cuanto se inicia el día: "A ti te su­plico, Señor, / por la mañana escucha mi voz, / de mañana expondré mi causa. / ¡Estaré pendiente de ti!" (Sal 5,4). Dios debe levantarse para juzgar. Ahora, tras la súplica que presumiblemente ha de ser escuchada por la mañana, llega hasta el tribuna] divino una causa. ¿Qué hará Dios como juez, una vez que se abra la audiencia, llegada la mañana? El salmis­ta se queda a la expectativa. El tiempo dirá si Dios actúa o no; si escucha o no, si interviene o no.

En las manos de Dios están el día y la noche: "Tuyo es el día, tuya también la noche" (Sal 74,16). Ciertamente que son suyas en cuanto creador de las mismas, como continúa diciendo el salmo: "Tú colocaste la luna y el sol". Bajo el poder divino está cuanto sucede en el ámbito creacional del día y de la noche. Todo está en su mano.

"Por la mañana sácianos de tu amor, / y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (Sal 90,14). La sed física de la tierra seca, reseca, sin agua cede el paso a otro tipo de sed: la sed de Dios como agua viva o, más directamente, la sed de su amor. Ne­cesitamos diariamente el pan y el agua; mucho más necesario nos resulta el amor fiel de Dios. Sin amor no podemos vivir. Sin el amor de Dios nuestra vida es más muerte que vida. Al contrario, el amor de Dios nos llena de una alegría incontenible, que se expresa en gritos de júbilo. Con la llegada del nuevo día, Dios nos brinda su amor: "De día Dios nos brinda su amor, / de noche nos acompaña su canción: / la oración al Dios de mi vida" (Sal 42,9). Dios y el hombre se encuentran en el es­pacio y en el espíritu. La noche se une con el día. La oración continuada, convertida en canción, es el vínculo que une las ti­nieblas con la luz; es el lugar de encuentro entre Dios y el orante. Al llegar el nuevo día, Dios envía un mensajero al orante: es el amor divino, un amor nuevamente fiel que no puede olvidar a sus hijos, que atra­viesan las oscuridades nocturnas: "De día Dios nos brinda su amor" (nos "brinda" o "nos envía"). ¿Se percatará el creyente de esta presencia divina? Responde otro sal­mo, aunque sea en forma de súplica: "Por la mañana hazme sentir tu amor / porque confío en ti" (Sal 143,8). La confianza es un buen apoyo de la súplica. Sólo Dios es digno de una confianza total, que incita al abandono absoluto en sus manos. Quien confía en Dios no quedará defraudado. Es una buena base para la súplica, insisto, pe­ro la confianza misma se sustenta en el amor de Dios: un amor que no retrocede ante la oscura noche de la prueba: "hazme sentir tu amor". No es un mero conoci­miento de oídas. Ahora, pasada la noche, quien se abandona en Dios, porque confía en él, tiene una experiencia semejante a la de Job. Antes del dolor, Job conocía a Dios "de oídas"; tras el dolor, "te han vis­to mis ojos" (Jb 42,7). Estamos cercanos al cumplimiento de la palabra divina.

Todo procede de Dios

En uno de los salmos se lee: "Hará bri­llar tu justicia como la aurora, / y tu dere­cho como el mediodía" (Sal 37,6). Lle­gará la aurora de un nuevo día, y la justi­cia del hombre fiel resplandecerá radian­te como el sol de la mañana, recién ama­necida, o con el ardor del sol meridiano. "Si diriges tu corazón a Dios, / y extien­des las manos hacia él… tu vida surgirá como un mediodía, / tus tinieblas serán una aurora", leemos en el libro de Job (11,13.17). Acaso ha llegado la hora de la justicia, cuando Dios "convoca" y el cre­yente "invoca" desde la angustia, como decía anteriormente. Dios interviene en esa hora decisiva. Ha llegado el momento de la felicidad, con la luz de la alborada. La justicia del justo tiene brillo propio, semejante al del sol. Es un brillo que pro­cede de Dios, porque el creyente es justo no tanto por sus obras de justicia, sino porque le envuelve la justicia divina co­mo un manto. En este momento de gracia, qué poco importa vigilar o madrugar, co­mo afirma con contundencia aquel otro salmo: "En vano os levantáis temprano / y retrasáis el descanso /los que coméis el pan de los ídolos, / el Dios fiel da el éxito a su amigo" (Sal 127,2). ¡Cuántos sudores por ganarse el pan de cada día! Con tal de asegurar la subsistencia, el hombre es ca­paz de recurrir a cualquier medio o inter­mediario. Si ha oído que existen otros dioses que aseguran el porvenir, otros de quienes provienen las riquezas, el hombre no duda: recurre a ellos, con tal de asegurarse bienestar y prosperidad. Empeño inútil. El pan, el vino y el aceite proceden de Dios. El trabajo y el descanso, madru­gar o trasnochar, los afanes con los que el hombre se afana bajo es sol son "vani­dad" y "vacuidad", son "nada", si Dios no actúa. Todo procede de Dios. El creyente se abandona en manos del Dios generoso y providente, olvidando todo el agobio por el futuro. Es lo que recomienda Jesús: no inquietarse por el día de mañana. Dios da de comer a los gorriones y viste los li­rios del campo, ¡cuánto más hará por sus hijos! Dará el éxito a su amigo.

Sin duda que "el amigo" de Dios ha de pasar por las inseguridades y estrecheces de este mundo, por las penalidades y el dolor común a todos los mortales, por la angustia y el aprieto, como ya hemos vis­to. El "amigo" de Dios se levanta cada día con el deseo vehemente de ver a Dios, porque está sediento de Dios. Llegará la alborada definitiva. En ese momento, ya un instante eterno, se realizará lo que ce­lebra anticipadamente un último salmo: "Yo, con mi demanda, contemplaré tu rostro; / al despertar me saciaré de tu semblante" (Sal 17,15). Ya es una inmen­sa dádiva divina que seamos admitidos a presentar nuestra súplica ante Dios. No es bueno silenciar los dolores más íntimos que corroen nuestra existencia. Es mejor invocar a Dios "el día de la angustia" (Sal 50,15), suspirar y gemir ante él, sabiendo que un día nos escuchará. Es ésta, sin embargo, una gracia inicial. El creyente acaricia el mismo deseo que tenía Moisés, cuando dijo: "Permíteme ver tu rostro" (Ex 33,18). Moisés no verá el ros­tro de Dios -nadie puede verlo sin mo­rir-, pero la belleza divina pasa junto a Moisés. Dios ha reservado a su amigo contemplar el rostro divino y saciarse de la belleza de Dios: "Al despertar me sa­ciaré de tu semblante". Cuando llegue el día en el que ya no haya noche, en el que no se necesite luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará sobre no­sotros, veremos a Dios tal cual es (cf. Ap 22,4), y no como lo vemos ahora: en un espejo; lo veremos "cara a cara" (2 Cor 13,12). Merece la pena esperar, cla­mar, gemir, orar, gustar el amor divino ya ahora, porque esperamos el día sin ocaso, la mañana sin tarde, la luz sin tinieblas. Despertaremos al amanecer y seremos sa­ciados de la belleza divina.

En una palabra, todo don procede de Dios. Si en algún momento da la impre­sión de no estar atento al clamor que se eleva desde la tierra, si parece que está dormido, se impone una convicción más profunda: "No, no duerme, ni dormita / el guardián de Israel" (Sal 121,4). Está pres­to para juzgar, cuando llegue el momen­to; él hará brillar la justicia como la auro­ra. Mientras unimos una mañana con otra, esperamos el momento en el que se­remos saciados del semblante de Dios. Mientras esperamos, caminando entre los consuelos de Dios y las tribulaciones del mundo, es tiempo de lucha.

Por la mañana se hospeda el júbilo

Aunque no me haya referido explícita­mente a las distintas tonalidades de luz matutina, el lector habrá podido compro­bar que, junto al gris intenso del castigo -"fui castigado cada mañana" (Sal 73,14)-, existen amaneceres radiantes, como éste: "Por la mañana proclamaré tu amor" (Sal 59,17). Oscura y opaca es el alba de este otro salmo: "Todo el día me impugnan y me oprimen, / mis enemigos me pisotean todo el día" (Sal 56,2-3). La agresión no conoce tregua ni pausa. El amplio espacio del día, colocado al prin­cipio y al final del verso, se torna angos­to y reducido porque no hay lugar para el respiro. Tras la guerra viene la opresión, y ésta va seguida de una acción subyu­gante y humillante: "me pisotean", como si fuera un vil gusano o una serpiente re­pelente (con este mismo verbo el libro del Génesis describe el castigo de la serpien­te). Así todo el día, sin tregua ni pausa. Este mismo salmo insiste en otra acción no menos vejatoria: "Todo el día tergiver­san mis palabras, / sus planes contra mí son malignos" (Sal 56,6). Al dolor físico se añade el psíquico o espiritual, y la he­rida es aún mayor. La palabra es defor­mada y desfigurada, retorcida intenciona­damente para calumniarme o desprestigiarme, y los planes de los malignos son adversos. Estamos ante un día de angus­tia por todas partes: opresión física y an­gostura espiritual. Ha llegado el momen­to del clamor, como oíamos antes: "Invócame el día de la angustia" (Sal 50,10). ¿Durará mucho esta situación?

Santa Teresa de Jesús nos responde: "Espera, espera, que pronto pasará". Una respuesta parecida es la que nos da el Sal 30,6: "Al atardecer se hospeda el llanto / al amanecer, el júbilo". Es cuestión de una sola noche; aunque transcurra en una "mala posada", enseguida se pasa. El llanto es viajero y peregrino necesitado de hospedaje. La noche, aun siendo larga, pasa enseguida. El llanto es tan efímero como la hierba, que "es cortada por la mañana / y por la noche se marchita y se seca" (Sal 90,6). La luz del nuevo día, y, sobre todo, la luz del rostro divino es tan poderosa que ahuyenta toda sombra. Con la presencia de la luz divina puede conquistarse el país, mucho más rápida y eficazmente que con la espada: "Conquista­ron el país… con la luz de tu rostro, / por­que tú los amabas" (Sal 44,4). Es lo que esperamos con la llegada del nuevo día: que el júbilo se albergue en la habitación donde, por la noche, se había hospedado el llanto. El júbilo será el huésped eterno del creyente.

Todo está dispuesto para entonar el úl­timo salmo matutino. "Es bueno dar gra­cias al Señor / y tañer para tu nombre, oh Altísimo, / proclamar por la mañana tu amor / y de noche tu fidelidad, / con arpas de diez cuerdas y laúdes, / con arpegios de cítaras" (Sal 92,2-4). Es bueno, bello, dulce, agradable, justo, gozoso -esto y mucho más suena en el vocablo hebreo correspondiente- dar gracias a Dios por todo: por la luz del nuevo día y por la os­curidad de la noche, por la angustia y la amplitud, por el llanto y por el gozo, por todo. Todo es obra del amor fiel de Dios. A lo largo del día nos puede dar la impre­sión de que es un Dios somnoliento o si­lencioso; en realidad es el guardián de Is­rael, que no duerme ni dormita, que ha actuado y actúa en la historia a favor de sus amigos. Todos los capítulos de la his­toria personal y comunitaria son obra del amor divino. Justo es que, llegada la mañana, abramos los ojos y dejemos que la historia y nuestra historia relaten el amor de Dios. Todo ha sucedido para el bien de sus "amigos", de sus "hijos." Ca­da actuación divina está rubricada con es­te estribillo: "porque es eterno su amor" (Sal 136). La noche ya no es tal, es clara como el día, porque está iluminada por la fidelidad divina. Todos los instrumentos musicales que suenan en el templo han de unir sus sonidos para celebrar el amor fiel de Dios: "es eterno su amor". Decidida­mente, por la mañana "se hospeda el júbilo", y éste será ininterrumpido, porque "es eterno su amor…". Este final de nues­tro recorrido por los salmos matutinos es un anticipo de la alabanza con la que se cierra todo el salterio: "¡Todo cuanto res­pira alabe al Señor!".
La alabanza es la palabra definitiva de la creación. "La alabanza no es un desa­hogo fácil de la ingenuidad, ya que es la victoria de la fe. Se dirá que el solista, el hombre que entona la alabanza, es el que realmente ha visto. Pero no que hay que olvidar que, en los salmos, el solista es el mismo que hubo de pasar por pruebas mortales" (Beauchamp). En efecto, hubo de pasar por la noche, soportar la opre­sión y la angustia, vivir las distintas tona­lidades del alba, aguantar el silencio de Dios, estimar incluso que Dios es adver­sario, etc., pero se ha mantenido en la fe. Ha esperado la llegada de la mañana de luz, recién amanecida. Desde que el Señor venciera las tinieblas de la noche para siempre, hacemos nuestro este him­no litúrgico: "¡Qué mañana de luz, recién amanecida / resucitó Jesús y nos dio nue­ va vida…!" Desde ese momento, los sal­mos matutinos adquieren tal luminosi­dad, que aun las tonalidades grises y os­curas de los mismos se suavizan y pueden ofrecer nuevas claridades. En esta hora de luz diáfana, la alabanza divina suena para siempre en los nuevos cielos y en la tierra nueva.