La silueta grácil de una iglesia o la consistencia pétrea de  un hospital de peregrinos llamaron la atención de Ortega y Gasset en sus  correrías por la meseta castellana. Juzgaba el filósofo que con el lenguaje  mudo de la piedra, las iglesias y los hospitales constituyen un espléndido y  casi intemporal monumento a la fe y a la caridad. En la iglesia se ora,  expresión suprema del creer. En el hospital se cura, manifestación inteligible  del amar. ¿Dónde, sin embargo, se yergue en nuestros pueblos un monumento a la  esperanza?
   ¿Dónde van a parar los esfuerzos que miles de personas están  haciendo por mejorar este mundo, por anunciar el evangelio, por suscitar y  consolidar comunidades vivas, por inculturar la fe, por alentar el compromiso  de transformación, por suprimir la miseria, por reconocer los derechos humanos,  por instaurar la paz, por respetar la naturaleza?
   Hay momentos en los que los mejores, heridos por un exceso  de mal o de frivolidad, indignados éticamente y religiosamente, quieren tirar  la toalla. Son conscientes de que ellos no son mesías, saben que todo anuncio  se realiza en clave de pascua, pero no siempre pueden aguantar. La aparente  desproporción entre la semilla sembrada y la exigua cosecha provoca  sentimientos de desesperanza. Voces sesudas se encargan después de poner  números y razones a los sentimientos primarios. La tristeza no se supera recordando  que, aunque solemos irnos a la cama derrotados por el telediario, a la mañana  siguiente encontramos en el rellano de la escalera el pan del día y una botella  de leche fresca. Este triunfo de los pequeños hechos de la vida cotidiana sobre  los acontecimientos magnos le llevó hace años a Manuel Vicent a condecorar a  los panaderos como la «vanguardia de la historia». Es reconfortante, pero quizá  no suficiente.
Hace más, Dios, que tan bien conoce la obra de sus manos, se «quejaba», por boca de Charles Péguy, con esta palabras: «Sé que puedo pedir al hombre mucho corazón / mucha caridad y muchos sacrificios… / Pero lo que no hay manera de lograr es un poco de esperanza… / Yo os conozco: sois siempre iguales: / estáis dispuestos a ofrecer grandes sacrificios / a condición de que no sean los que yo os pido». Y terminaba su desahogo divino con esta súplica: «Por favor, sed como un hombre / que está en un barco solo en un río / y que no rema constantemente / sino que, a veces, se deja llevar por la corriente».

    A una comunidad se le puede quitar todo: sus locales, sus  responsables, su presupuesto. Y lo mismo a un pueblo. Pero no hay nada peor que  robar la esperanza. Porque entonces la fe y la caridad tienen las horas  contadas.
				
                    



