
Cuando la mayoría de los pueblos presumen de su calidad de autóctonos, Israel se acuerda haber sido conducido por Dios hacia una Tierra Prometida y esta idea es continuada por los cristianos: debemos considerarnos como extranjeros y viajeros sobre la tierra (Heb 11,13; 1P2, 11) y por lo tanto, no creernos instalados y no aferrarnos a nuestros privilegios y a nuestros bienes. Tenemos que trabajar en una transformación permanente del mundo y anunciar "nuevos cielos y una nueva tierra donde habitara la justicia" (2P3,13).
Además, como cristianos, nos reconocemos en aquel que es el huésped de todos, aquel que haya recibido a Cristo entre los hombres será recibido por El en el Reino (Mt 7,21-23; 10,32-33…) Jesús acogerá a los que vengan a El como extranjeros, privados de derechos, de justificación por sus obras (Mc 2, 15 – 22; He 10 – 34).
El extranjero se convierte así en alguien que se me parece; es como la parte olvidada de mi propia cara. Elie Wiesel escribía: "Cualquiera que necesite un refugio debe sentirse bienvenido allí donde yo esté. Si es extranjero en mi casa, también lo seré yo ".
La Biblia nos recuerda que el extranjero es ante todo el otro semejante que molesta quizás, pero que nos impide quedar replegados sobre nosotros mismos. Es ese otro que permite adelantar, ir a su encuentro y al mío. Desde luego eso no se hará fácilmente y sin conflicto, pero es ese el camino a seguir en el que nos precede Jesús el Cristo, quien acogía a los samaritanos, a los publicanos, a los sirio- fenicios.




