Hace treinta años, antes del secuestro aéreo del 11 de septiembre de 2001, antes de bomba en el zapato y otros como él, era sencillo viajar en avión. No necesitabas quitarte los zapatos para pasar el puesto de seguridad, podías llevar contigo líquidos, ordenadores portátiles y otros aparatos electrónicos; si tenías alguno no tenías que sacarlos de los bolsos de mano que llevabas, la puerta de la cabina del piloto no estaba blindada, y había mucha menos paranoia en general respecto a la seguridad. Incluso lograbas ver al piloto ocasionalmente.
Recuerdo una ocasión, hace treinta años, cuando vi al piloto coversando con un pasajero. Era un vuelo a primeras horas de la mañana, de Dublín a Londres, en un avión pequeño, tipo viajero, sin ninguna sección de clase preferente. Yo ocupaba el asiento del pasillo de la primera fila, y directamente al otro lado del pasillo mirando desde mi puesto, en la primera fila de asientos, se sentó una mujer de mediana edad que, muy pronto, dejó claro que tenía fobia a volar. Poco después de sentarnos, llamó a la azafata y le dijo que su familia le había persuadido de que cogiera ese vuelo, pero que ella se encontraba terriblemente asustada y estaba pensando si era mejor permanecer en el avión o no. La azafata trató gentilmente de asegurarle que todo estaba seguro; y por cierto, según las estadísticas, estaba más segura en el aire que en tierra. Pero la lógica no calma tan fácilmente una fobia. La mujer se tranquilizó de momento, ayudada por el hecho de estar sentada solo a diez pies de la puerta, que aún estaba completamente abierta, y que nuestro avión, de momento, no estaba volando, como es obvio.
Pero una vez que las puertas fueron cerradas y el avión empezó a retirarse de la entrada empezó a estar cada vez más dominada por el pánico . La azafata reapareció para calmarla y, de nuevo, durante unos pocos momentos, su aplacamiento dio resultado. La mujer se calmó y nuestro avión ocupó su lugar en la fila de aviones que esperaban para despegar. De pronto, la mujer estalló en un gran ataque de ansiedad, gritando a la azafata que necesitaba bajarse del avión. La azafata, habiendo fracasado ya dos veces en su intento de calmarla, abrió la puerta de la cabina para comunicárselo al piloto; y, en un minuto, apareció este y empezó a hablar a la aterrada mujer.
El piloto podía haber sido un consejero profesional, dada la paciencia y empatía con que la trató. La tomó de la mano y la calmó gentilmente. “De acuerdo con que sienta esto. Mucha gente tiene estos temores, pero usted está perfectamente segura aquí. Yo he volado esta ruta incontables veces en este mismo avión; le garantizo que es seguro. Además, su familia estará esperándola en Londres; piense qué felices estarán. Y, en cuanto haya hecho esto, se encontrará libre de este temor para el resto de su vida. ¡Yo mismo la acompañaré personalmente hasta que se halle fuera del avión en Londres!
Pareció que sus palabras habían producido magia: la mujer se calmó y le indicó con la cabeza que estaba dispuesta. Sí, iba a hacerlo. El piloto volvió a su puesto en la cabina, y yo me quedé con una sensación de respeto y admiración por su paciencia.
Pero una fobia es lo que es. Después de varios minutos, justo cuando nos tocaba movernos con el fin de despegar, la mujer entró en otro ataque de ansiedad, peor que el primero. La azafata se levantó y abrió rápidamente la puerta de la cabina, compartiendo la situación con el piloto. La puerta se cerró sin la menor palabra, y nuestro avión dio la vuelta y rodó a nuestra entrada. Al llegar, el piloto anunció que habíamos vuelto a la entrada porque un pasajero estaba sufriendo una “emergencia”, pero que no permaneceríamos demasiado tiempo. Un puente de desembarque salió de allí y la puerta del avión se abrió. La azafata abrió la puerta de la cabina, y yo pude oír claramente la voz del piloto. Irritado, enfadado, hiriente en el tono, dijo a la azafata: “¡Llévala afuera, llévala fuera de este avión!
Se había agotado su paciencia, amabilidad, cordialidad y empatía. Ya lo había probado, pero en vano. La mujer había tenido su oportunidad. Era el momento de seguir. “¡Llévala afuera, fuera de este avión!”.
Todos nosotros simpatizamos con su pérdida de paciencia. También nosotros la habríamos perdido. Después de todo, necesitábamos llevar a cabo el viaje. Sí, había perdido la paciencia, se había cansado, había sido demasiado para él. Eso era comprensible y perdonable. Pero lo había hecho bien, de hecho bastante bien… aunque, al fin, no lo suficientemente bien.
Últimamente se había sentido cansado, pero las Escrituras nos dicen que nunca nos debemos cansar de hacer el bien. Por supuesto, la mayoría de nosotros no tenemos la fuerza para hacer eso. Por lo general, hacemos el bien hasta que nuestra paciencia se agota, y entonces gritamos: “¡Llévala fuera de este avión!”.