Piedad y Recato

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“Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, a quienes gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para exhibirse ante la gente… Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre a escondidas”. (Mt 6,5-6)

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Por el motivo que sea, como iglesias y como individuos, nos ha costado tiempo tomar en serio estos avisos de Jesús contra la exhibición de nuestra piedad en público. Sin embargo, Jesús es muy claro, y muy fuerte, en advertirnos de no hacer en público actos íntimos y privados de oración, de devoción y de ascetismo. Además, en esta advertencia no distingue Jesús sobre si estos actos proceden de un corazón falso o de uno sincero.

Sinceridad o insinceridad no es el único problema que le preocupa a Jesús. El despliegue público de la piedad, por más sincero que sea, es también problema.

¿Por qué? ¿Qué hay de malo en las exhibiciones públicas de la piedad? ¿Acaso no sirven de inspiración para otros?

Lo que hay de malo en exhibir públicamente la intimidad de nuestros corazones puede expresarse con una sola palabra: estética; es decir, falta de estética. Es un mal arte; arte que irrita más que inspira. Es un exhibicionismo enfermizo, morboso. ¿Por qué?

Porque la piedad es una forma de intimidad, y la intimidad requiere modestia y recato. La intimidad es un lazo íntimo, privado, entre personas, y ese lazo tan personal exige que las expresiones íntimas y profundas de afecto se realicen en privado.

Esto no es algo abstracto. Todos sabemos que el amor debería hacerse a puertas cerradas. La intimidad, por su estructura misma, exige discreción, privacidad, recato, protección contra la mirada de otros, algo que la iglesia primitiva llamaba “arcana disciplina”. Por eso nos sentimos incómodos cuando vemos a parejas que están mostrando su afecto mutuo con demasiado descaro en público. Nuestra reacción espontánea  -como apartar la vista, sentirnos incómodos, desear que eso no ocurriera en frente de nosotros- es saludable, porque lo que estamos viendo es un exhibicionismo enfermizo y morboso, aun cuando el afecto entre esas dos personas sea sano y saludable. Lo disparatado y enfermizo no es el amor, sino su exhibición pública. Es necesario que el afecto íntimo sea más sagrado; que se proteja a sí mismo con privacidad y recato.  

Lo mismo ocurre con la oración personal, las devociones particulares y los actos privados de penitencia. Sean sinceros o no, su despliegue público es exhibicionismo enfermizo. Cuando Jesús nos aconseja realizar nuestras oraciones particulares y nuestras penitencias privadas a puerta cerrada, lo cierto es que nos está advirtiendo contra la hipocresía, contra el pretender que nos vean como buenas personas en vez de serlo realmente. Pero también está previniéndonos contra el mismo alarde público de devoción privada, por más sincera que sea.

Por ejemplo, la iglesia primitiva practicó algo llamado “disciplina arcana”. Esta práctica consistía en que a cualquier cristiano que se había bautizado y participaba en la Eucaristía se le prohibía llevar a un amigo no-bautizado a la celebración eucarística, o incluso describir a otra persona lo que ocurre en una Eucaristía. El instinto aquí no era crear una especie de culto secreto en torno a la Eucaristía, sino proteger su intimidad. Para ellos la Eucaristía era como hacer el amor, algo realizado a puertas cerradas.

Yo tuve la gran suerte de ver todo esto saludablemente realizado en mis propios padres, tanto en su vida de oración como en su relación mutua como esposos. Mi madre y mi padre se tenían un profundo afecto mutuo, y claramente hacían mucho el amor, a puertas cerradas. Pero nunca exhibieron ese amor en público. De hecho  -y nuestra familia sonríe por ello ahora-, algunas veces les sorprendíamos cogidos de la mano y sentados juntos, cuando creían que estaban solos. Su vida de oración era semejante. Ambos tenían una fe profunda marcada por la piedad, pero se cuidaban mucho de guardar en privado sus actos más íntimos de oración y devoción. Ambos solían también sentirse molestos cuando veían alguna exhibición demasiado patente, en público, de afecto y de piedad. Por eso, quizás, siento yo una resistencia genética a exteriorizaciones ostensibles de piedad. 

Pero, por lo general, hemos sido reacios a  tomar en serio la advertencia de Jesús sobre esto. A veces, de hecho, ocurre precisamente lo contrario, y mantenemos como un ideal el despliegue público de devoción particular. Por citar un ejemplo: Hace unos años estuve en una misa dominical presidida por un obispo auxiliar. Justamente antes de recibir la comunión, frente a una comunidad de más de quinientos fieles, él, con toda sinceridad y reverencia, apoyó sus brazos sobre el altar, inclinó su rostro colocándolo entre sus brazos, y permaneció en esa postura de adoración durante más de un minuto, mientras los fieles no tuvieron otra cosa que hacer sino observarle en aquel acto personal de reverencia. Entonces, me irrité por algo que consideré fuera de lugar, hecho en momento inoportuno y con mal arte. Pero me quedé después más asombrado al oír los comentarios de la gente fuera de la iglesia: “¿Acaso no fue maravilloso?” “¡Qué fe tan profunda!”, decían.

Fe profunda, probablemente, maravilloso, no. Hay una buena razón por la que espontáneamente nos sentimos incómodos frente a gestos patentes de intimidad que pretenden realmente expresar emoción personal. 

 


Foto: por seyed mostafa zamani

Ron Rolheriser (en Inglés)