La búsqueda apasionada de Dios.

Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email

¡Busca al Señor, tu Dios, y le encontrarás! (Dt 4, 29). He aquí la exhortación y la promesa del Deuteronomio. La exhortación apremiante: ¡Busca al Señor, tu Dios! Y la consoladora promesa: ¡Le encontrarás! Se trata de una búsqueda que no termina en la soledad o en el vacío, sino en el encuentro y en la plenitud. A condición, por supuesto, de que sea una búsqueda sincera, valiente, apasionada; una búsqueda constante, sin desmayo, inaccesible al desaliento. "Si le buscas de todo corazón y con toda el alma" (Dt 4, 29), afirma el texto sagrado. Sólo entonces tendrá la garantía de convertirse en hallazgo y en encuentro personal. ¿No son, acaso, estas palabras, preludio y profecía de la exhortación y de la promesa de Jesús? "¡Buscad, y hallaréis!", dijo el Maestro1.

Abordar el tema de la búsqueda de Dios es, si bien se mira, abordar el núcleo mismo de la vida humana y de la vida cristiana; y, de un modo particular, el núcleo mismo de este modo original de vida humana y cristiana, que es la vida consagrada.

¿No es acaso la persona humana -hombre o mujer- en su más honda entraña, precisamente en cuanto persona, un ser abierto al Misterio, buscador de horizontes ilimitados y, por eso mismo, en última instancia, esencial buscador de Dios?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

El hombre, en cuanto persona —ser inteligente y libre—, está orientado desde dentro y de forma ineludible al Misterio. Más aún, esta orientación, que brota de sus raíces más hondas le constituye precisamente como persona, como espíritu en el mundo. El conocimiento y el amor hacen posible y eficaz esta tendencia innata y fundamental del hombre al Misterio. Ya que, por el ejercicio de estas facultades interiores, inteligencia y voluntad, que son como un remedio a la imperfección que nace de la esencial finitud de la criatura intelectual, alcanza su autorrealiza­ción y consigue su perfeccionamiento.

El ser humano -varón o mujer- se posee a sí mismo y tiene un grado de independen­cia que le separa definitivamente del resto de los seres, haciéndole distinto y colocándole a distancia de todos ellos. Pero, a la vez, está abierto -consiste en estar abierto- a toda posible comunión exterior y especialmente abierto a toda comunión interpersonal. Los mismos principios interiores que le constituyen y le hacen ser ‘persona’ le ponen en relación necesaria y directa con el mundo y, de manera especial, con los demás hombres, y, en definitiva, con Dios. Es un ser esencial­mente religioso, porque es un ser esencialmente religado al principio y al fin de su misma esencia. Por ser espíritu, el hombre se trasciende a sí mismo y trasciende todo lo creado y está abierto al infinito. Pero el ‘infinito’ para él no puede ser un objeto impersonal, sino una Persona libre que le llama y que se le entrega en un acto gratuito de amor.

La persona humana, más aún que toda otra criatura, es ‘ser’. Pero también es ‘límite’. Es constitutivamente un ser temporal, es decir, un ser en devenir y siempre en camino de realización. Y como ser limitado, en el que el ser es más fuerte que el límite, el hombre tiene necesidad de trascenderse a sí mismo: saliendo de sí hacia las cosas y hacia las otras personas y, saliendo princi­palmente sobre sí mismo hacia Dios. El hombre es, sobre todo, pura apertura y aspiración radical a ese Misterio que se llama Dios. Tiene un anhelo incoercible, aunque no siempre consciente, de Dios. Porque resulta que en Dios se salva mejor que en sí mismo. Y a él le busca siempre que busca su propia perfección. De una manera muchas veces implícita, pero real. Santo Tomás lo afirma expresamente2. No son los bienes particula­res los que nos atraen. En último término, es Dios quien está al fondo de nuestras mejores aspiraciones. Las cosas creadas no nos mueven por sí mismas, sino sólo en cuanto reflejos y semejanzas de la bondad divina3. "Todos los seres, cuando apetecen sus propias perfecciones, apetecen al mismo Dios"4.

Dios, propiamente, no es "el Otro" para el hombre ni tampoco un fin que esté más allá del hombre mismo y al que se ordena como un ‘medio’. Por eso, Dios no ‘aliena’ nunca al hombre. Dios es un "Tú" que llama al hombre y le hace "responsable", es decir, capaz de respuesta, o sea, persona. Dios es la suprema afirmación del hombre, porque es el principio, la garantía y el término absoluto de su ser, de su libertad y de su amor. La relación interpersonal es siempre una relación de amistad basada en la personal libertad. Sin libertad no hay amor. Y sin amor no hay libertad. Y sin libertad ni amor no hay comunión interpersonal. La libre afirmación de Dios es la mejor afirmación de sí mismo que puede hacer el hombre.

El incoercible anhelo de buscar a Dios responde, pues, a las más secretas y profundas aspiraciones de la persona humana y, en especial, del verdadero creyente. Por eso, vivir humanamente es buscar las raíces y el sentido último de la propia existencia; y vivir cristianamente, que es creer en Jesucristo, es buscar y encontrar en El esas última raíces y ese definitivo sentido: es buscar y encontrar a Dios-Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo.

Buscar a Dios -al Dios, que se nos ha revelado y comunicado en Jesucristo- ¿no es, sobre todo, la razón de ser y el supremo anhelo del creyente-religioso? De un impulso vigoroso -carismáti­co- del Espíritu Santo, surgió y sigue vivo, en la Iglesia, el deseo ardiente de buscar a Dios, convirtiendo esta búsqueda en estilo y en profesión de vida, en las distintas formas de vida consagrada. Juan Pablo II, hablando de la vida consagrada, recuerda que "el testimonio profético exige la búsqueda apasionada y constante de la voluntad de Dios" (VC 84).

¡Buscar a Dios, sabiéndonos, ante todo y sobre todo, buscados (y encontrados) por El! Porque es El quien nos sale al encuentro, quien tiene la iniciativa, quien suscita en nosotros el deseo de buscarle y de encontrarle. Es El quien se nos hace el encontradizo, y lo único que nos pide es que "nos dejemos encontrar".

En la Persona de Jesucristo, el Verbo Encarnado, el "Enmanuel", el Dios-con-nosotros, Dios ha establecido para siempre su tienda entre nosotros (cf Jn 1, 14) y se ha hecho El mismo definitiva presencia salvadora. Ha venido a buscar al hombre, que estaba perdido (cf Lc 19, 10) y ha suscitado en el mismo hombre el vivo deseo de buscarle a El.

"No me buscarías, si no me hubieras ya encontrado"5, hace decir Pascal a Jesús. Verdad que ha sido traducida por Unamuno con su habitual vigor y fuerza expresiva, en aquel conocido soneto, escrito en Salamanca, en junio de 1911, e inspirado en una visita a La Granja de Moreruela (Zamora), donde "se resisten a acabar de caer las espléndidas ruinas del primer monasterio de Cistercienses en España"6. Ambientan el soneto estas palabras: "Mejor que buscarse a sí, es buscar a Dios en sí mismo. Y, cuando andamos dentro nuestro a la busca de Dios, ¿no es acaso que nos anda Dios buscando? Pues que le buscas, alma, es que El te busca y le encontraste"7.

"Si me buscas, es porque me encontraste,
mi Dios me dice. Yo soy tu vacío:
mientras no llega al mar, no para el río
ni hay otra meta que a su afán le baste.
Aunque esta busca tu razón desgaste,
ni un punto la abandones, hijo mío;
pues que Yo soy quien con mi mano guío
tus pasos por el coso donde entraste.
Detrás de ti te llevo a darme cara,
y eres tú quien te tapas para verme;
pero sigue, que el río al cabo para;
cuando te vuelvas, ya de vida inerme,
hacia lo que antes de ser tú pasara,
descubrirás lo que en tu vela hoy duerme"8

Y Amado Nervo, en un pequeño poema, titulado Le tienes, escrito el 11 de mayo de 1917, traducía el mismo pensamiento con estos versos: "Alma, llega hasta el final / en pos del Bien de los bienes, / y consuélate en tu mal, / pensando como Pascal: / ¿Le buscas? ¡Es que Le tienes!"9.

Aunque, a decir verdad, las palabras que Pascal pone en labios de Jesús deberían ser otras: “Tú no me buscarías, si Yo no te hubiera salido al encuentro”. Porque es Jesús el que tiene siempre la iniciativa. Y el mismo deseo de buscarle y de encontrarle, lo ha suscitado él, por medio de su Espíritu. Y lo único que nos pide es que “nos dejemos encontrar”, que no huyamos, que no seamos fugitivos.

Se trata, además, de una búsqueda que ha de ser apasionada e incansable y que ha de durar toda la vida. Una búsqueda que ha de estar animada por la certeza del encuentro e impulsada por la seguridad de que habrá que seguir buscando, como afirmaba San Agustín: "Busquemos como quienes van a encontrar, y encontremos como quienes han de buscar. Pues, cuando el hombre ha terminado algo, entonces es cuando comienza"10. Es decir, busquemos con la certidumbre y la seguridad de que vamos a encontrar lo que buscamos; y encontremos con el convencimiento y la certeza de que vamos a tener que seguir buscando. Pues cuando el hombre cree que ha llegado hasta el final, entonces es cuando comienza de verdad. Y concluye el mismo santo: "Pues se busca para que sea más dulce el hallazgo, se encuentra para buscar con más avidez"11.

"¡Salí tras Ti clamando!"12, reza, poéticamente, la palabra encendida de Juan de la Cruz. Y es el mismo autor del Cántico Espiritual y de la Llama y de la Subida, quien da esta seria y consoladora advertencia: "Es de saber que, si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella"13 . "En este negocio, es Dios el principal agente y el mozo de ciego que la ha de guiar con la mano adonde ella no sabría ir…"14. Afirmando que "el alma…salió, sacándola Dios"15.

El Concilio pidió con apremiante insistencia a los religiosos y religiosas volver continuamente a las fuentes ("reditus continuus ad fontes": PC 2), al hontanar primero, a la raíz viva de donde brota y de donde sigue recibiendo su savia vivificadora toda vida cristiana y, de manera especial, la vida consagrada.

Y esta fuente primera y esta raíz viva y vivificante es la Santísima Trinidad

La Trinidad no es sólo el ‘misterio’ de Dios, sino también el ‘misterio’ más profundo y radical del ser humano, ya que el ser humano -varón y mujer- es imagen viva del Dios Trinitario. "Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza" (Gén 1, 26) "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó" (Gén 1, 27). Nos ha creado el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Somos, pues, imagen viva de la Trinidad y llevamos su impronta en lo más profundo de nuestro ser. Más aún, hemos sido ‘estructurados’ trinitariamente, y no sólo desde el punto de vista espiritual y psicológico, sino también a nivel ontológico.

Misterio no es sinónimo de enigma y ni siquiera de problema. Es la dimensión más profunda de todo lo que existe y el núcleo último de toda realidad. El hombre menoscaba su dignidad y grandeza cuando trata de eliminar toda perspectiva de misterio, no sólo al contemplar a Dios, sino incluso al tratar de compren­der la misma realidad creada. Se empequeñece a sí mismo y recorta sus propios horizontes siempre que intenta hacer desaparecer de su vida la conciencia de misterio. Por el contrario, alcanza nueva dignidad y hasta una nueva forma de juventud cuando acoge, en tembloroso amor el misterio y vive en perpetua actitud de asombro frente a sí mismo, frente a las cosas todas del universo frente a cada persona humana y, sobre todo, frente a Dios.

El cristiano, y singularmente el cristiano religioso, tiene que ser un testigo del Dios vivo. Un testigo que ha experimentado, en la certidumbre inviolable de la fe, la realidad infinita de ese Dios incomprensible  siempre mayor , como el verdadero misterio de la propia existencia. Sólo se puede ser testigo desde una experiencia viva, personal e inmediata. En este campo, nadie puede suplir a otro, porque cada persona es irreemplazable, y tampoco se puede vivir de herencia. Porque Dios es incomprensible, no hay que pretender abarcarle. Más bien, hay que dejarse invadir por él y sumergirse en su absoluta infinitud.

¡Ser testigos! Toda la teología del testimonio -lo sabemos, pero hay que recordarlo- arranca de Cristo, y sólo puede entenderse desde él. Cristo es el ‘Amén’, el gran Sí del Padre, el Testigo fiel y veraz, como le llama el Apocalipsis. Cristo vino precisamente para dar testimonio de la verdad16. El Espíritu del Señor resucitado convierte a los apóstoles y discípulos en testigos de Cristo : testigos de su vida, de su palabra, de su muerte y, sobre todo, de su Resurrección17. Es significativo que, cuando los evangelistas sinópticos emplean la palabra evangelio, San Juan emplea la palabra testimonio. De donde se concluye que dar testimonio equivale exactamente a evangelizar.

"La Buena Nueva, nos recordó Pablo VI, debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio" (EN 2l). "Para la Iglesia, el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, consagrada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez entregada igualmente al prójimo con un celo sin límites" (EN 4l). El Código mismo ha recordado que "el apostolado de todos los religiosos consiste primariamente en el testimonio de su vida consagrada" (can. 673).

Y, en la Encíclica "Redemptoris Missio", del 7 de diciembre de l990, Juan Pablo II volvió a repetir: "El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros (cf EN 4l); cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituíble forma de la misión : Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el Testigo por excelencia y el modelo del testimonio cristiano" (RMi 42).

El verdadero testimonio no es nada distinto de la vida. Sino la vida misma vivida en cierta plenitud, que irradia hacia fuera la plenitud interior. Sólo viviendo con elegancia, y en creciente fidelidad, nuestra configuración con Cristo virgen pobre obediente, en comunidad de vida y misión, según nuestro propio carisma en la Iglesia, seremos de verdad testigos y toda nuestra vida personal y comunitaria será verdadero testimonio evangelizador. Porque sólo se puede ser testigos desde la experiencia.

El religioso, en cuanto seguidor radical de Cristo, tiene que afirmar existen­cialmente la primacía absoluta del Dios vivo y verdadero, misterio primordial, fundamento y sentido último de todo, siempre mayor, mayor que nuestra razón y que nuestra conciencia. Y, por eso mismo, infinita Presencia y Amor inconmensurable para todos. El religioso es testigo de que Dios merece ser buscado, amado y adorado por razón de sí mismo, aunque no nos diera nada, y de que, por él, vale la pena dejarlo y perderlo todo.

El religioso es -tiene que ser-, en virtud de su misma vocación, un buscador incansable de Dios "en todos y en todo" (DCVR 1): De manera expresa y frecuente en el ejercicio explícito de la fe, en la Palabra de Dios, en los sacramentos y en la oración; pero también en los signos de los tiempos, en los retos y necesidades de los hombres, en la acción apostólica, en la creación entera, en las relaciones interpersonales, en la verdadera amistad; y, de un modo especial, en los más pobres.

Karl Rahner, con evidente sorpresa para los progresistas de turno, señaló "la experiencia del Dios incomprensible" como el rasgo más destacado e importante de la espiritualidad cristiana del futuro. Y dijo textualmente:

"La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios"18 .

En realidad de verdad, esto es lo que cons­tituye "la esencia eterna de la espiritualidad cristiana", como advertía el mismo Rahner. Pero cobra espe­cial relieve en un mundo marcado por la ausencia y el silencio de Dios, incluso por una teología de su muerte, y por un ateísmo existencial. O, más bien, como ya he dicho, por una superstición generalizada. Porque, cuando no se cree en Dios, se termina creyendo en los ídolos. Ya dijo en el siglo pasado Ernesto Hello: "El que rechaza el Misterio, cae en la superstición"19.

Karl Rahner sacaba una primera y fundamental conclusión de su estudio sobre la espiritualidad cristiana del futuro: "El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano"20.

Y hablaba del ‘descrédito’ de la palabra mística. Pero la consideraba como la más apta para definir la característica esencial de la espiritualidad cristiana, que consis­te en una "relación inmediata con el Dios indecible", y en aceptar la "manifes­tación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia". Y hablaba también de una necesaria ‘mistago­gía’ personal o iniciación a esta experiencia religiosa.

* * *

Los discípulos, desde la certidumbre inviolable de la Resurrección del Maestro, experimentan en sí mismos una asombrosa transformación: su miedo se ha convertido en coraje; su pusilanimidad, en valentía; su cobardía, en decisión e intrepidez; su egoísmo, en decidida entrega. El Espíritu que les ha comunicado el Resucitado les ha hecho testigos, convencidos y convincentes, de esta Persona viva y vivificante, que se llama Jesús, y les hace "dar testimonio con gran fuerza de la Resurrección" (cf Hech 4, 33) y obrar "muchos signos y prodigios en medio del pueblo" (Hech 5, 12). Por eso, fueron suscitando a su alrededor una verdadera y numerosa comunidad de "creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor" (ibíd. 14).

Con la Paz y con el Espíritu (Aliento) de Jesús, los apóstoles se saben enviados al mundo entero para proclamar a todos los vientos "lo que han visto y oído" (cf Hech 4, 2O)21. Su propia experiencia les va a servir de base irrenunciable e insustituible para su testimonio.

El apóstol Tomás no se halla con los demás en el primer encuentro con Jesús, no da crédito a sus palabras, pide y exige signos. También él quiere ver personalmente a Jesús, tener la misma experiencia inmediata que los demás tuvieron. Y Jesús, benignamente, accede al deseo de su apóstol, para arrancar de su mente la duda, para confirmarle en la fe, rogándole que "no sea incrédulo, sino creyente" (cf Jn 2O, 27). Y aprovecha el momento para proclamar la mejor de las Bienaventuranzas evangélicas, compendio y epílogo de todas las demás: la Bienaventuran­za de la fe total, de la fe sin escorias, la Bienaventuranza de la amistad, que consiste en fiarse del Amigo sin otra garantía que el Amigo mismo: "Bienaventurados los que crean sin haber visto" (Jn 2O, 29). Que comenta San Pedro, escribiendo a los primeros cristianos y, en ellos, a nosotros: "No habéis visto a Cristo, y le amáis, no le veis y sin embargo creéis en El; por eso, rebosáis de una alegría inefable y gloriosa" (1 Pe 1, 8).

Nosotros, discípulos y seguidores de Jesús, seremos de verdad bienaventurados si somos de verdad creyentes en El, como lo fueron los Apóstoles, después de la Resurrección y de Pentecostés, como lo fue, sobre todo, María, la Creyente, "bienaventurada por haber creído" (Lc 1, 45). Y si esta fe viva nos basta para vivir, porque apoyamos en ella toda nuestra existencia, y si nos hace proclamar y gritar, con el testimonio de nuestra vida consagrada y también con nuestra palabra, la Buena Nueva de Jesús a todos los hombres.

Si la teología es la fe de un hombre que piensa, es decir, la fe pensada, toda reflexión teológica debería ser un acto y hasta una profesión de fe. Y la profesión de fe , que es oración confiada y que debe convertirse siempre en un verdadero compromiso de vida y de misión:

Jesús, nosotros creemos que Tú eres la Verdad y el Amor, la Libertad y la Vida… Nuestra Verdad y nuestro Amor, nuestra Libertad y nuestra Vida. Creemos que eres la Resurrección y nuestra Resurrección; y que tu Resurrec­ción es modelo y principio, ejemplar y causa de la nuestra. Nosotros, creyentes en Ti, sabemos -en la certeza y, al mismo tiempo, en la oscuridad de la fe- que resucitaremos y viviremos para siempre, como Tú resucitaste y porque Tú resucitaste; como Tú vives y porque Tú vives. Sabemos, con una certidumbre inviolable, que la muerte no es lo definitivo, que las más hondas y secretas esperanzas y aspira­ciones de los hombres no caen en el vacío, que todo tiene y encuentra un último sentido en tu Resurrec­ción, signo y garantía de nuestra propia resurrec­ción gloriosa. Creer en Ti lo ilumi­na todo, el dolor y la alegría, el amor y la soledad, la vida y la muerte, porque tú transformas los problemas en misterios, y el ‘misterio’ es un ‘problema’ que tiene solución, aunque nosotros no sepamos qué solución tiene. Todo, desde Ti y en Ti, adquiere nuevo y definitivo sentido. Tú suprimes el absurdo. Creer en Ti, Muerto y Resucitado por nosotros, es afirmar y proclamar que puede más la Vida que la muerte y el sentido que el absurdo. Por eso, nosotros, creyentes en Ti y decididos seguidores tuyos, somos enemigos declarados del absurdo y profetas apasionados del sentido.

Haz, Jesús, que, por la fuerza de tu Espíritu, nuestra vida consagrada:

  • sea un signo que atraiga a todos demás miembros de la Iglesia a la creciente fidelidad a su respectiva vocación;
  • manifieste que los bienes futuros se hallan ya presentes en este mundo, y anuncie la ciudad futura hacia la que todo el Pueblo de Dios camina;
  • testimonie la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo;
  • prefigure la futura resurrección y la gloria del Reino celestial;
  • imite más de cerca y represente permanentemente en la Iglesia el género de vida virgen, pobre y obediente de Jesús y de María;
  • proclame solemnemente la trascendencia del Reino de Dios sobre todo lo terreno, y sus exigencias supremas;
  • muestre ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la fuerza infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en su Iglesia22.

1 Mt 7, 7; cf Lc 11, 9; etc. "El hombre es de tal condición, que si no está moralmente dispuesto a buscar a Dios, no le convertirá el más sensacional de los milagros" (Charles Moeller, El silencio de Dios, en "Literatura del siglo XX y Cristianismo", Gredos, Madrid, 1961, 4ª ed., p. 24). 2 Contr. Gent., 3,21.
3 Cont. Gent., 3,24.
4 Sum. Theol., 1, q.6, a. 1, 2m.
5 B. Pascal, Le mystère de Jésus, Paris, 1917, pp. 10-11: "Console-toi, tu ne me chercherais pas, si tu ne m’avais pas trouvé".
6 Miguel de Unamuno, Recuerdo de La Granja de Moreruela, en "Por tierras e Portugal y España – Andanzas y visiones españo­las", Aguilar, Madrid, 1962, p. 323.
7 Id., ibíd., p. 326.
8 Id., ibíd., pp. 326-326. (Cf también Miguel de Unamuno, Poesía, en "Obras completas", Escelicer, Madrid, 1966, t. IV, p. 498).
9 Amado Nervo, Le tienes, en "Obras completas", Aguilar, Madrid, 1972, t. II, p. 1787.
10 San Agustín, De Trinitate, IX, 1, 1: "Sic ergo quaeramus, tanquam inventuri; et sic inveniamus, tanquam quaesituri. Cum enim consumma­verit homo, tunc incipit"
11 Id., ibid, XV, 2, 2.
12 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canc. 1, en "Obras Completas", BAC, Madrid, 1982, 11ª ed., p. 436.
13 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, canc. 3, 28, en "Obras Completas", ibíd., p. 817.
14 Id., ibíd., canc 3, 29, en "Obras Completas", p. 818.
15 Id., Subida al Monte Carmelo, I, 1, 4, en "Obras Cople­tas", ibíd., p. 93
16 Cf Apoc l, 5; 3, l4; Jn l8, 37; 2 Cor, l, l9 20; etc.
17 Cf Hech l, 8; l, l5 26; 5, 32; l0, 4l; 22, l5; 26, l6; etc.
18 K. Rahner, S.I., Espiritualidad antigua y actual, en "Escritos de Teología", Madrid, 1967, t. VII, p. 22.
19 E. Hello, El siglo, los hombres y las ideas, Buenos Aires, 1943, p. 122.
20 K. Rahner, S.I., ibíd., p. 25.
21 Hech 4, 2O :"No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído". Cf 1 Jn 1, 1-3.
22 Cf LG 44 y 46; etc.