
Meditacion para el Domingo XXXI del Tiempo Ordinario.
Estoy seguro: si esta verdad es recibida en el corazón, más allá de la historia personal, se descubre el regalo inmerecido de la gracia y de la fe, experiencia que deseo sinceramente a todos.
Estoy seguro: si esta verdad es recibida en el corazón, más allá de la historia personal, se descubre el regalo inmerecido de la gracia y de la fe, experiencia que deseo sinceramente a todos.
La Liturgia de la Palabra de los próximos días nos centrará en la llamada a la santidad. La Iglesia nos trae a la memoria la vida ejemplar de tantos cristianos que son referencia y estímulo, y suscitan la sana emulación de su bien hacer.
Apartarse de Dios es quedarse solo, conviviendo con la propia debilidad, sin el auxilio que alcanza hasta lo más profundo del ser. Significa caer en la tentación de valerse por sí mismo, de manera pretenciosa, sin acudir a Dios.
Pocas veces encontramos palabras que apelen a tanta autoridad como las que dirige San Pablo a Timoteo. “Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la palabra”.
Uno de los ejercicios más beneficiosos en el camino espiritual es hacer memoria de los acontecimientos favorables que hemos vivido, por gracia del Señor.
Por la fe se mueven montañas, se resiste al Malo, se da testimonio, se permanece fiel en la hora recia, se saber leer todo acontecimiento en clave sapiencial, trascendente, se siente el acompañamiento de Dios, y en el límite de todos los caminos, en el creyente siempre se abre la posibilidad que le infunde la confianza que nace desde la fe.
Vivir de forma eucarística es vivir reconciliados y a la vez servidores de reconciliación, como diría San Francisco de Asís, instrumentos de paz. Hoy más que nunca es necesario el testimonio de la reconciliación social y de la reconciliación interior.
En las lecturas de hoy, encuentro tres hitos: un hecho ejemplarizante; la revelación de cómo actúa Dios; una recomendación sagrada. Con esta posible interpretación, surge una respuesta en el creyente.
La oración no es un descargo de la responsabilidad en las manos del Señor, sino un ejercicio de pureza de corazón, de honestidad, de bien hacer. Las manos alzadas deben estar limpias de ira, de discordia, de violencia, de egoísmo.
Santa María, Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros, en especial por los que son probados y se sienten más solos en su dolor.
Señor, es fácil hablar de tu cruz, extraer de los textos revelados el sentido sapiencial, luminoso, transfigurador, por el que resplandece lo oscuro, y el dolor se convierte en privilegio.
Ante la lectura de la Carta a Timoteo, del Apóstol San Pablo, a dos días del aniversario de mi ordenación, y de la solemnidad de la Exaltación de la Cruz: “Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio”.
Pidamos, al menos, que el Espíritu nos conduzca hacia el encuentro con la mirada del Señor. Santa Teresa cifró en esto su experiencia: “Mirad, que no está esperando otro cosa, sino que le miremos.”
Pidamos, al menos, que el Espíritu nos conduzca hacia el encuentro con la mirada del Señor. Santa Teresa cifró en esto su experiencia: “Mirad, que no está esperando otro cosa, sino que le miremos.”
¡Cuánto amor anónimo! ¡Cuánta entrega gratuita! ¡Cuánto gesto desinteresado, que por serlo, ni siquiera es noticia, y hasta cabe pensar que el mundo se destruye por el odio, la guerra, la infidelidad! Porque no nos acordamos de los que de manera oculta aman, de los que vigilan en la noche, de los que permanecen fieles.
Esta fiesta y verdad de fe, no sólo es el triunfo de la Madre de Jesús. En ella se ve la Iglesia, en ella nos vemos los creyentes. El cuerpo incorruptible de María, asunta a los cielos, como fruto de la resurrección de Jesucristo, es nuestra esperanza.
En latitudes occidentales, agosto evoca vacaciones, tiempo de ocio y diversión, de liberación de agobios y de legítimo descanso. Tiempo de saborear los éxitos del curso o de la carrera terminada.
Santiago es uno del grupo los doce, hijo del Zebedeo, hermano de Juan, natural de Betsaida, al Norte del Lago de Galilea. Fue uno de los íntimos del Maestro, lo acompañó en los momentos más marcados, en el Monte Alto y en Getsemaní.
El domingo pasado, la Palabra nos invitaba a ser buenos samaritanos. Hoy, las lecturas nos presentan dos ejemplos emblemáticos de hospitalidad, que tienen lugar uno, en Mambré y otro, en Betania.
Hay lecturas que son antológicas, que se han quedado en nuestra memoria para siempre, iluminan de manera especial la conducta y son referentes a la hora de discernir y de actuar. Una de ellas es la parábola del “Buen Samaritano”, del Evangelio de San Lucas.