
Domingo de Ramos
Hoy nos corresponde detenernos ante el paso de la entrada de Jesús en Jerusalén montado sobre un burro. Mientras le aclaman con cantos, Él deja que todo el pueblo conozca su identidad de enviado del Señor.
Hoy nos corresponde detenernos ante el paso de la entrada de Jesús en Jerusalén montado sobre un burro. Mientras le aclaman con cantos, Él deja que todo el pueblo conozca su identidad de enviado del Señor.
La soledad dramática acontece cuando no tenemos a quién confiar nuestro sentimiento de angustia, o cuando nadie se atreve a acercarse para decir una palabra de aliento en el momento oscuro.
El que cree se atreve a dar el paso de la confianza, en total abandono, sin más prueba que la certeza que le da la seguridad del amor de Dios, de Aquel que ha comprometido su Palabra, y es fiel.
Dios, por su cuenta, llamó a Abrán, lo eligió, lo hizo padre de un gran pueblo, su descendencia fue, en medio de todas las naciones, el pueblo escogido para testimoniar ante todas las tribus la bondad divina, la fidelidad y la misericordia de Dios.
El testimonio de fe de los tres jóvenes de Babilonia se convierte en un revulsivo frente a toda actitud contemporizadora en la que podemos sucumbir por respeto humano, por intereses personales, por especulación política.
La sabiduría de la cruz es una enseñanza que aprendieron los santos. San Pablo llega a comprender que la cruz es sabiduría de Dios, aunque para otros sea escándalo o necedad.
Tanto el texto del libro de Daniel como la secuencia que se lee del Evangelio de San Juan, tienen como acción principal la escena de un juicio que entablan unos ancianos contra una mujer; en ambos casos, se echa sobre ella el peso de la culpa, queriendo poner de manifiesto así la dignidad y justicia de los acusadores.
«¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?»
¿Puedes decir, como Jesús, que no haces nada por tu cuenta, sino por obediencia al querer de Dios?
Ante la Palabra que hoy se proclama, podemos recibir la llamada de atención por nuestras posibles idolatrías, o sumarnos a la oración de Moisés y de Jesucristo por los que padecen por cualquier necesidad.
En el pasaje que hoy meditamos, destaca la comparación que hace Dios de Sí mismo con las entrañas maternas, para afirmar la mayor declaración de fidelidad amorosa hacia sus criaturas.
Los bautizados han bebido del agua del santuario y son plantados al borde del río de la vida, la que brota del costado abierto de Jesús, el verdadero santuario de Dios.
¿De dónde puede nacer tanto optimismo? ¿A qué se debe, en el camino hacia Jerusalén, donde tendrá lugar la Pasión de Cristo, la selección de un pasaje tan exuberante?
La nueva Humanidad, nacida por la Encarnación del Verbo, acrisolada en el combate contra el Malo en las tentaciones sufridas y vencidas en el desierto; transfigurada y proclamada en el Hijo amado de Dios; con sed de amor por la humanidad, no es posible reconocerla ni acogerla sin la fe.
“Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él.
Es muy significativo el texto que, pronunciado por el mismo Jesús, nos presenta el evangelio. En él se nos recuerda una vez más el Mandamiento Principal.
Si escuchamos la voz del Señor nos irá bien. Hoy se nos revela el principio de estabilidad; quien escucha la Palabra y pone por obra edifica sobre roca, le irá bien, su vida será plena y fecunda.
Quizá en las circunstancias actuales, se pueda sentir algún gesto de indiferencia, si no es de aversión, a todo lo que signifique confesionalidad creyente, pertenencia cristiana, identidad religiosa, y que se sufra la hostilidad o la mofa.
Es el momento de la purificación, de descubrir la autenticidad de nuestra profesión cristiana, en quién hemos puesto nuestra confianza.