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VI Martes del Tiempo Ordinario

Ángel Moreno -

Salvados por el madero


Resulta muy duro leer en las Escrituras que Dios se arrepintió de haber hecho al ser humano: “Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó al Señor de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo el Señor: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, - desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo - porque me pesa harberlos hecho».”.

Ante este sentimiento del Creador, como sucede cuando en la Biblia se describe el enfado de un rey, parece que no queda ninguna esperanza de subsistir, y que inmediatamente sonará la sentencia exterminadora. Sin embargo, cuando todo parecía irremediable, el texto continúa: “Pero Noé halló gracia a los ojos del Señor”. Este relato, que en principio puede dar razón a la figura de un Dios terrible, vengativo, destructor, lo que manifiesta es la ternura de Dios, que busca siempre una posibilidad para salvar a los hijos de los hombres.

La figura de Noé es profética, representa como ninguna otra a Cristo. Si la creación y la humanidad se salvan por un justo, cuánto más por Jesucristo. Los místicos orientales ortodoxos, cuando pintan los iconos y escogen la tabla para plasmar sobre ella la escena evangélica, veneran la madera porque les trae a la memoria el árbol del paraíso, el arca de Noé, pero sobre todo, el árbol de la cruz.

La humanidad se salva por refugiarse en el arca. La Iglesia canta: “Por un madero nos ha venido la salvación”. Noé, el justo, anticipa a quien sin haber cometido pecado, se hizo pecado para redimir a la humanidad de su culpa. El arca del diluvio, flotando sobre las aguas, anticipa el madero de la cruz, por el que hemos sido salvados.
Benedicto XVI, en su libro “Luz del mundo”, evoca el arca de Noé y aconseja, para este momento de intemperie, tener la referencia de espacios que puedan ser lugares donde resguardarse de la tormenta, del huracán, del incendio terrible que supone la vida sin Dios. “Realmente necesitamos, en cierto modo, islas en las que la fe en Dios y la sencillez del cristianismo estén vivas e irradien; oasis, arcas de Noé en las que el hombre pueda refugiarse siempre de nuevo” (p. 184).

No es una invitación al encerramiento, porque Dios mandará salir a Noé del Arca, sino saber buscar y encontrar comunidades, recintos, movimientos, parroquias… donde se testimonie la fe y se fortalezca la pertenencia a Cristo y a su Iglesia.

“Los ámbitos de la liturgia son ámbitos de refugio. Pero también las diferentes comunidades y movimientos, en las parroquias, en las celebraciones de los sacramentos, en las prácticas de piedad, en las peregrinaciones…, la Iglesia intenta brindar defensas y desarrollar también refugios en los que en contraposición a todo roto que nos rodea, se haga visible nuevamente la belleza del mundo y de la posibilidad de vivir” (p. 184).
 
Hoy no se puede subsistir en soledad, se hace necesario mantener lazos con comunidades vivas de fe, que acreciente el deseo de santidad y de vida cristiana.
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