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Verano, entre el bullicio y la soledad (un consejo: si lo logran..., lean hasta el final)

Josep Rovira, cmf -

La muchedumbre estamos seguros de encontrarla (en la playa, en las ciudades, a veces incluso en la montaña...); ¿y si probáramos con la soledad? ¿Qué sentido cristiano puede tener la soledad, si lo cristiano es la comunión (cf. 1Jn 1, 1-3)? ¿incompatibilidad o complementariedad?

Dicho sea de paso, es curioso constatar que en estos últimos decenios ha aumentado de manera insospechada en la Iglesia el número de ermitaños y ermitañas. Con características para muchos inesperadas. Los hallamos sobre todo en los países más secularizados de Occidente; la mayoría vive en las ciudades; son personas más o menos de media edad, que pueden sobrevivir con un mínimo de pensión o de trabajo (dedicando la mayor parte del tiempo a la oración) y, claro está, en gran sobriedad. El número se da casi por igual entre hombres y mujeres. Pero no se sabe exactamente cuántos son porque, cuando se ha querido investigar, muchos no han respondido a las encuestas para no ser encasillados; de todas maneras se calcula que son varios centenares, si no millares, y en constante aumento. Hay laicos, sacerdotes, religiosos... Otra curiosidad que demuestra la novedad del hecho es que el Código de Derecho Canónico del año 1917 ni siquiera los mencionaba; en cambio, la insistencia del concilio Vaticano II sobre la variedad de carismas en la Iglesia, fue un elemento que suscitó el resurgimiento de esta vocación. De hecho han hablado claramente de ella Pablo VI en el documento “Mutuae Relationes” (1978), y el nuevo Codigo de Derecho Canónico promulgado por Juan Pablo II en 1983 (canon 603).

Por otra parte, como decía recientemente un autor (Luis de Ayala Valva), no hay que olvidar que la soledad no es una exclusiva de los eremitas, sino que forma parte de la vida humana. Nuestro cuerpo nos permite ponernos en contacto y, al mismo tiempo, nos separa de los demás. En este sentido, el hombre nace solo y muere solo, y logra tener auténticas relaciones personales precisamente a través de la acogida de su soledad. La vida solitaria de los monjes no hace más que asumir de manera radical esta dimensión humana.

Los antiguos decían que la soledad no es huída motivada por desprecio de los hombres, ni por la búsqueda de un aislamiento como si fuera un fin en sí mismo. Si el monje o el ermitaño busca la soledad es para encontrarse a sí mismo, sus raíces, para encontrar a Dios, y para entrar en un contacto diverso con el resto de la humanidad. Y, como decía el poeta R. M. Rilke (1875-1926): “Dios nos espera en las raíces”. Efectivamente, la palabra “monje”, que deriva de la lengua griega “monos”, significa al mismo tiempo “solitario” y “unificado”. Y lo que busca el monje es precisamente sentirse unificado, unido y dirigido hacia Dios, pero para sentirse libre y disponible para comprender y amar a los demás. De ahí que, como escribía el primer teórico de la vida solitaria, Evagrio (345-399): “Monje es aquel que está separado de todos y unido a todos”.

En efecto, al principio el ermitaño parece renunciar a todo lazo humano para amar a Dios con corazón no dividido. Pero, la prueba de que ha entendido y vive quién es Dios tiene lugar cuando se da cuenta de que el amor a Él no es exclusivo ni totalitario, no lo separa, sino que lo acerca a los hermanos. Lo explicaba, de manera sencilla y profunda al mismo tiempo, Doroteo de Gaza (siglo VI): “Imagínate un círculo dibujado en el suelo; un círculo que represente al mundo y cuyo punto central sea Dios, y que las líneas que van del perímetro hacia el centro sean los varios caminos o modos de vivir los hombres. Ahora bien, el monje o ermitaño, empujado por el deseo de acercarse a Dios, camina hacia el centro; y, actuando así, cuanto más se acerca a Dios, tanto más se da cuenta de que se le acercan las líneas de los demás hombres”. 

De esta manera, la soledad se convierte en “soledad plural” (san Pier Damiani, 1007-1072), soledad habitada por la comunión, aunque esta comunión se exprese con un lenguaje diverso del que solemos usar. Separado de todos, pero unido a todos: he ahí la prueba de la madurez humana y cristiana de la soledad. Por eso, el fruto maduro de la soledad es: ”el incendio del corazón en favor de toda  criatura” (Isaac el Sirio, + 700 ca.);  levanta la vista para abrazar a todo el mundo, llevarlo en el corazón y presentarlo al Señor. Como afirmaba el monje católico André Louf (1929-2010), uno de los grandes maestros de espíritu de nuestro tiempo, ermitaño en los últimos años de su vida: “Quien toma en serio la parte de soledad contenida en toda existencia, o que incluso la escoge como parte preferida y razón de vida, no abandona al mundo,  ni al mundo de los demás hombres ni al de la Iglesia, sino que penetra por algún sitio hasta el corazón del misterio del hombre y del mundo”. Nuestra soledad cristiana es siempre una “soledad habitada”; así como en nuestro estar en medio de los hermanos continuamos manteniendo un “claustro interior”.

Lo dice poéticamente un himno de la “Liturgia de las Horas”: “Padre nuestro, / Padre de todos, / líbrame del orgullo / de estar solo. / No vengo a la soledad / cuando vengo a la oración, / pues sé que, estando contigo / con mis hermanos estoy; / y sé que estando con ellos, / tú estás en medio, Señor. / No he venido a refugiarme / dentro de tu torreón, / como quien huye a un exilio / de aristocracia interior. / Pues vine huyendo del ruido, / pero de los hombres no. / Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón.  Y dice siempre «nosotros», / incluso cuando dice «yo»”.

Y, si me permiten, añadiría todavía algo más. Para llegar a la paz y profundidad de nosotros mismos, el lugar donde nos encontramos con Dios y con todos los demás, hay quien aconseja un cierto tipo de música. La Biblia dice que cuando Saúl se sentía mal, el joven David sonaba la cítara y el rey encontraba calma y bienestar (1Samuel 16, 14-23). Y un eslogan de la casa “Sony”, especializada en sonidos musicales: “Sony: lo mejor, ¡después del silencio!”. El poeta místico musulmán Jalal ed-Din Rûmî, contemporáneo de Dante Alighieri, escribía: “Fuego es el grito de la flauta y no viento, fuego del Amado divino que ha invadido toda partícula de mi ser, por lo cual de mí no queda más que el nombre, ¡todo lo demás es Él!”. Y el hebreo Elie Wiesel, premio Nobel de la paz 1986, recordando la escalera de la visión de Jacob, por la que subían y bajaban los ángeles (Génesis 28), concluía: “Pues bien, cuando los ángeles subieron definitivamente al cielo, se olvidaron de retirar la escalera. Desde entonces ésta ha quedado entre nosotros y es la escala musical, que nos hace subir de la tierra al cielo”. A su vez, el cristiano del siglo VI, Aurelio Casiodoro, amenazaba: “Si continuamos cometiendo injusticias, Dios nos va a quitar la música”. Por eso, concluía recientemente el cardenal Gianfranco Ravasi introduciendo un concierto ante el Papa: “... Si Dios nos deja todavía la música, es señal de que no se ha cansado de amar a la humanidad”. Beethoven, con su “Silencio” (que pueden escuchar Uds. a continuación) ha sabido unir ambos aspectos: silencio y música..., camino hacia Dios y hacia los hermanos.  

En conclusión, no se trata de que este verano nos volvamos todos monjes o ermitaños...(¡!). Pero, si nos lo podemos permitir, aprovechemos algunos días o al menos algunos ratos para encontrarnos con nosotros mismos y con la música... y, desde esta profundidad, subir hasta Dios y darnos cuenta de que es allí donde encontramos a todos los demás hombres. Quien sabe si no volveremos del bullicio de las vacaciones más humanos, más cristianos... e incluso más descansados...

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