Una muchacha está encinta...
Una muchacha está encinta en una pequeña aldea desconocida, Nazaret. La llaman María. Ella tenía sus planes, se había casado con un joven bien plantado y trabajador, llamado José. Según la costumbre, todavía no convivían (Mt 1,18); pero ése era su plan en un futuro muy cercano, pensaba la gente.
He ahí que de golpe sucedió lo que nadie esperaba. Dios se había asomado a la ventana de la vida de la joven. El Omnipotente quería llevar finalmente a cabo algo inesperado. Se quiso, sin embargo, someter a lo que la doncella decidiera; y ella, después de dudar un momento (“... Se conturbó... ¿Cómo será posible...?”, Lc 1,26-28), se fió de aquel extraño mensaje y aceptó que –como diría santa Teresa de Jesús- Dios andara entre los pucheros de su casa.
En ella se va a realizar lo que muchos siglos atrás había anunciado un profeta recalcitrante, Isaías. También él había dudado cuando Dios entró en su vida: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros...!” (Is 6,5).
Pero, tanto el rudo profeta como la muchacha nazarena dijeron sí a Dios: “La voz del Señor decía: ¿A quién enviaré?... Entonces dije: Heme aquí, ¡envíame!” (Is 6,8); “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra...” (Lc 1,18).
Al cabo de un tiempo, el profeta vaticinó: “... El Señor va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa: Dios con nosotros)” (Is 7,14; Mt 1,22-23). Y la palabra anunciada se hizo carne y plantó su tienda en medio de nuestro campamento...” (Jn 1,14). Resultado: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado... Se le llamará Consejero maravilloso, Dios fuerte, siempre Padre, Príncipe de paz...” (Is 9,5-6).
Luego, llegará la noche en que aquella joven dará finalmente a luz, ayudada por otra mujer llamada con urgencia, mientras que pudoroso el joven esposo se retirará de su lado hasta que el llanto del bebé no demuestre que ha nacido vivo. Noche en la que unos pastores de los alrededores, que huelen a leche cuajada, corral y ovejas, vendrán trayendo requesones, a ver lo sucedido y a alegrarse de que una nueva vida haya venido al mundo..., sin haber entendido todo el misterio que se esconde detrás, pero intuyendo que aquel nacimiento no es uno de tantos; en efecto, les habrán anunciado que aquel niño va a ser algo grande, nada menos que el Salvador de Israel. Y en lo alto del cielo, alguien que sí sabrá lo que está sucediendo entonará por primera vez el “Gloria” (Lc 2,8-20). “¡Dios ha visitado a su pueblo!” (Lc 1,68), “... Se ha acordado de su misericordia –como había anunciado a nuestos padres- en favor de Abrahán y su descendencia para siempre...” (Lc 1,54-55.72-73). ¡Qué noche de paz...!
Mientras tanto, Adviento: tiempo de gozo porque vivimos en espera de la Esperanza (1Tim 1,1). Navidad: donde la sencilla profundidad del hombre se encuentra con la profunda sencillez de Dios. La “Buena Noticia”, que es el Evangelio, se hace carne, historia. Por eso, para el cristiano la alegría es una cosa seria, porque: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20); “...Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres” (Tt 2,11); “...El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros...” (Jn 1,14). De ahí las palabras de san Pablo, que canta la liturgia del tercer domingo de Adviento: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca” (Fil 4,4-5); de la misma manera que a mitad de la seriedad (¡que no tristeza!) de la Cuaresma estallará incontenible la alegría de la comunidad cristiana con las palabras del profeta Isaías: “Alegraos con Jerusalén, regocijaos con ella todos los que la amáis; llenaos de alegría todos los que estábais tristes: saciaos de la abundancia de consolación” (Is 66,10-11).
Se comprende entonces lo que dijo un ateo a un sacerdote: “Yo necesito veros siempre tristes. Entonces me siento tranquilo y me convenzo una vez más de que Dios no existe. El único momento en que dudo y comienzo a sospechar de que tal vez no son todo patrañas lo que contáis en las iglesias, y que puede ser que Dios exista, es cuando os veo alegres...”.
La noche lleva en su seno la aurora, el invierno la primavera, la cueva de Belén la montaña del Calvario, la muerte la resurrección, la noche de Navidad la noche de Pascua, nuestra flaqueza la redención.... Hay más que de sobras para saltar de gozo y dar gloria a Dios, como hicieron José y María, los pastores y alguna vecina curiosa, durante la primera Nochebuena. “Del Verbo divino / la Virgen preñada / viene de camino / ¡si le dais posada!” (san Juan de la Cruz); “Y la madre estaba en pasmo / de que tal trueque veía: / el llanto del hombre en Dios / y en el hombre la alegría; / lo cual del uno y del otro / tan ajeno ser solía” (san Juan de la Cruz). Tan sencillas las palabras, tan profundo el misterio, tan desbordante la alegría, tan radiante la esperanza, tan inmenso el amor... Navidad, lo inimaginable tiene lugar. “Belén: el comienzo de la gran locura”, sentenció un sacerdote poeta (J. L. Martín Descalzo). El Señor, que no tuvo dificultad en hacerse pequeño siendo grande, nos ayude a comprender que somos pequeños cuando nos creemos grandes...
En fin, como escribía un anónimo:
A quien le gusta dormir, pero se despierta siempre de buen humor,
a quien todavía saluda con un beso,
a quien es más feliz dando que recibiendo,
a quien tiene prisa yendo en coche pero no suena el clacson en los semáforos,
a quien llega tarde pero no busca excusas,
a quien apaga la televisión para charlar un rato,
a quien se levanta pronto para ayudar a un amigo,
a quien tiene el entusiasmo de un niño y pensamientos de hombre,
a quien ve negro sólo cuando oscurece,
a quien no espera la Navidad para ser mejor...
a quien reconoce humildemente que le falta algo o mucho de todo eso...,
¡FELIZ NAVIDAD!