Tanto si 85 años son muchos como si son todavía pocos..., ¡Felicidades!
El pasado 16 de Abril, el papa Benedicto XVI cumplió 85 años (1927- ). Es ya el papa más anciano del último siglo, desde los tiempos de León XIII que murió en 1903 a los 93 años de edad. Ha superado, por lo tanto, la edad de Juan Pablo II. Hablando con algunos que le habían asistido como monaguillos en la misa pontifical de Pascua en la Plaza de San Pedro el día 18 del mismo mes, les pregunté qué tal le habían encontrado: “¡Muy cansado...!”, fue la respuesta unánime. Y pensar que hace diez años, al cumplir los 75, siguiendo la norma general, pidió a Juan Pablo II que le permitiera dejar el cargo que tenía desde hacía más de veinte años (Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe) y poder retirarse a su casita de Marktl am Inn (Baviera, Alemania), y allí poder dedicarse a descansar, leer, rezar, tocar el piano y cuidar el jardín... ¡No sabía lo que le esperaba!
Como se podía suponer, también esta vez, con motivo de su cumpleaños, la prensa ha hablado de su posible dimisión. No sería la primera vez en la historia del papado. Incluso varios de los últimos papas han pensado seriamente en la posibilidad de dimitir para el bien de la Iglesia, si se veían imposibilitados. De hecho está previsto en el canon 332 del Código de Derecho Canónico actual.
Cuando, durante la segunda guerra mundial, Hitler invadió Italia y Roma, y se sabía con fundamento que quería ocupar el Vaticano y llevarse prisionero a Alemania a Pío XII, el papa convocó a los cardenales presentes en Roma y les dijo que si el Führer le hacía prisionero, automáticamente le consideraran dimitido. A continuación, se convocara un cónclave para elegir un nuevo papa en algún país no comprometido o lejano, como Portugal o Estados Unidos.
Pablo VI dijo en un discurso en Anagni (1975) (patria de Celestino V, que dimitió en 1294) que había pensado en dimitir, dado su estado de salud. Había consultado con varias personas de confianza sobre cómo proceder, y le habían aconsejado que no dimitiera, al menos por entonces. En realidad, ya el 2 de febrero de 1965, había escrito una carta en la que decía que, en caso de enfermedad incurable y larga, que le impidiera ejercer su ministerio, renunciaba a su oficio como Obispo de Roma y Cabeza de la Iglesia católica. Dejaba en manos del cardenal decano, junto con los demás cardenales, la facultad de aceptar y hacer efectiva su dimisión.
Con Juan Pablo II se comenzó a hablar de su dimisión con motivo del atentado de 1981. Más tarde, en 1995, con ocasión de sus 75 años. Luego, cuando la enfermedad de Parkinson le estaba haciendo cada vez más difíciles los más sencillos gestos cotidianos. A partir del año 2000 se volvió a hablar con insistencia del tema, dada la dificultad creciente en su estado de salud. De esta hipótesis hablaron en aquel momento varios cardenales: el alemán Karl Lehmann, el belga Godfried Danneels, en 2002 el alemán Joseph Ratzinger y, en el mismo día, el hondureño Oscar Andrés Rodríguez Madariaga. Al final, tanto Pablo VI como Juan Pablo II no dimitieron para no crear una posible situación conflictiva en la Iglesia. Lo que se ha sabido solamente con motivo de su proceso de Beatificación es que Juan Pablo II ya el 15 de febrero de 1989 había firmado una carta en la que renunciaba previamente a su ministerio, en caso de grave imposibilidad física. En 1994 reafirmó esta misma voluntad. Mandó estudiar el tema desde el punto de vista histórico y teológico y consultó en particular al entonces cardenal Ratzinger. En el texto de 1994, destinado probablemente a que se leyera en voz alta (¿al Colegio de cardenales?), dado que encima de algunas palabras había señalado con la pluma el acento tónico para facilitar la lectura, decía: “Ante Dios he reflexionado mucho sobre qué tiene que hacer el papa en su caso, cuando cumpla los 75 años. A este respecto, os confieso que cuando hace dos años se presentó la posibilidad de que un tumor del que me operaron fuera maligno, pensé que el Padre que está en los cielos quería proveer Él mismo a resolver anticipadamente el problema. Pero, no fue así. Después de haber orado y reflexionado largamente sobre mis responsabilidades ante Dios, creo que es mi deber seguir las disposiciones y el ejemplo de Pablo VI, el cual, ante el mismo problema, juzgó que no podía renunciar al mandato apostólico a no ser que fuera ante una enfermedad incurable o un impedimento tal que obstaculizara el ejercicio de las funciones de Sucesor de Pedro. También yo, por lo tanto, seguiendo las huellas de mi Predecesor, he dejado ya por escrito mi voluntad de renunciar al sagrado y canónico oficio de Romano Pontífice en el caso de enfermedad que se crea incurable y que impida ejercer (suficientemente) las funciones del ministerio petrino. Fuera de esta hipótesis, advierto como grave obligación de conciencia el deber de continuar llevando a cabo la tarea a la que Cristo Señor me ha llamado hasta que Él, en los misteriosos designios de su Providencia, quiera”.
Durante los últimos años, Juan Pablo II era plenamente consciente del deterioro progresivo de su salud. Una vez en que uno de sus colaboradores trataba de animarle, le respondió: “¿Pero Usted cree que no me veo en televisión como estoy?”. Después del Jubileo del 2000, escribía en su testamento: “... Espero que el Señor me ayudará a reconocer hasta cuando tengo que continuar este servicio...”.
Benedicto XVI, por su parte, después de haber leído un par de artículos que aparecieron en la prensa el pasado mes de marzo, no ha dado la impresión de que esté meditando si dimitir o no; al contrario. De todas maneras, en su libro “Luz del mundo” (2010), afirmaba una idea que había expresado ya antes cuando era cardenal: “Si un papa se da cuenta con claridad de que no es capaz, física, psicologica y espiritualmente, de llevar a cabo los deberes de su oficio, entonces tiene el derecho y, en algunas circunstancias, la obligación, de dimitir”.
El pasado día 16, al final de una exhibición folclórica por parte de un grupo de niños de su amada Baviera, dijo a los presentes: “Me encuentro frente al último trecho de mi vida, y no sé lo que me espera... Pero sé que la luz de Dios existe, que Él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad, que la bondad de Dios es más fuerte que cualquier mal de este mundo. Y esto me ayuda a continuar con seguridad...”.
Nosotros, por nuestra parte, le deseamos de corazón la salud suficiente para el bien del Pueblo de Dios y del mundo, y todo el tiempo que el Señor crea oportuno. Mientras tanto, ¡Felicidades!.
¿Qué regalo, por lo tanto, podemos hacer a nuestro pastor universal, vicario de Cristo, sucesor de Pedro? (San Bernardo [1091-1153], viendo el fasto pontificio, dijo a su amigo el papa Eugenio III [1145-1153]: “Acuérdate de que no eres el sucesor de un emperador, sino de un pescador...”), siervo de los siervos de Dios: así nos lo recordó el mismo Benedicto XVI en su primera homilía papal en abril del 2005). El mejor regalo es rogar por él, mirar de no crearle más problemas y..., con un profundo sentido de fraternidad, recordarle los versos de aquella gran mujer que fue Santa Teresa de Ávila: “Nada te turbe, / nada te espante, / Todo se pasa, / Dios no se muda. / La paciencia, / todo lo alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta: / ¡sólo Dios basta!”.