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¡Nuevos sacerdotes, sacerdotes nuevos! Dios todavía se acuerda de nosotros…

Josep Rovira, cmf -

He leído muchas veces aquella frase que más o menos dice así (¡y tiene razón!): “En cada niño que nace Dios nos está diciendo que todavía se acuerda de nosotros y nos ama...”. En un tiempo de secularización como el actual, casi casi nos sorprende que haya jóvenes que se entreguen a Dios y al servicio de los hermanos con la consagración sacerdotal. ¡Pero, los hay! En este período del año un grupo de ellos, que he tenido el privilegio de su amistad y de acompañarles en alguna medida en sute camino hacia el altar y hacia la comunidad, ha sido o va a ser ordenado presbítero. No son personajes abstractos, sino jóvenes de nuestro tiempo, “de carne y hueso”, que conocen bien lo que dejan y lo que reciben. He ahí sus nombres: Antonio, Jesús, Marcos, Salvatore (Totò, para los amigos), François, Vitus, Lawrence, Amal, Bakthis, Johnson... (¡y que me perdone si en este momento me olvido de alguno!).

Hace poco tiempo leí unas frases que uno de ellos colgó en Facebook, y que vale la pena recordar por su profunda y auténtica verdad. Decía así: “Cada sacerdote es un mensaje de Dios,/  un grito que nos recuerda lo mucho que nos ama. / Tendrá miedo, / temblará ante lo que empieza. / Alguno, tal vez no será digno, / quedará herido en el camino. / No importa. Dios está a su lado. / Desde su corazón y desde su vida, / también Dios besará las heridas de los hombres, / aliviará sus dolores, / y curará, como buen samaritano, / corazones que han apagado la esperanza / y han perdido el norte de sus vidas. / Un nuevo sacerdote / ... un nuevo susurro del Señor”.

El sacerdote es el “sosia” de Cristo cuando anuncia al pueblo la Palabra de Dios, cuando celebra los Sacramentos, cuando trata de dar un buen consejo sin perderse en abstracciones ni exigir cosas imposibles... Humanamente es compañero de viaje, sencillo, cordial, amigo del cual sabes que te puedes ciertamente fiar porque por tí daría la vida (Jn 15,13-14), y, dentro de lo posible, competente por lo que se refiere a la vida y a la fe. Es padre, hermano, amigo, como lo era Cristo para la gente que encontraba. No es una especie de carabinero o de policía, ni un juez que distribuye sentencias y condenas, ni un inquisidor..., y ni siquiera el jefe del pueblo; sino, un hombre entre los hombres, un cristiano entre cristianos, que necesita –como todos- el contacto humano con los demás y el testimonio de fe de los creyentes, porque no es ni un ángel ni una piedra (Heb 5,1-4). Y, al mismo tiempo, está llamado a ser, como su Maestro, “el hombre para los demás”; alguien cuya misión es la de acoger con un corazón abierto de par en par, escuchar y perdonar, acompañar, animar, alegrar, felicitar.... Siempre dispuesto, como el Maestro, a lavar los pies (Jn 13,2-15); convencido de que no ha sido elegido para ser servido, sino para servir y dar la vida (Mt 20,25-28; 23,8-12); tierra de encuentro, pero tierra de paso; puerta siempre abierta para que todo el que lo desee pueda entrar, y para que el que está dentro si lo desea pueda salir. Alguien, en fin, que tiene siempre los brazos abiertos (“Cualquiera que venga a mí, yo no lo rechazaré”, Jn 6,37), pero que –como María- señala a todos el camino a seguir: “¡Haced lo que Él os diga!” (Jn 2,5). Como decía un santo obispo, Don Tonino Bello (1935-1993), el sacerdote es “estola y delantal”; y añadía con tono provocatorio: “El delantal es el único ornamento sacerdotal que trae el Evangelio (Jn 13,4-5); el cual para la misa solemne celebrada por Jesús en la noche del Jueves Santo, no habla ni de casullas, ni de amitos, ni de estolas, ni de pluviales: habla sólo de un paño rudo que el Maestro se ciñó con un gesto exquisitamente sacerdotal...”. O, como dijo Benedicto XVI (11/06/2012), el sacerdote es imagen de la premura de Dios en favor de la humanidad, signo de la audacia de Dios que confía a un hombre débil un don tan grande; un tesoro en vasija de barro (2Cor 4,7).  

Es hombre de esperanza y de serena alegría, no ingenuo sino bueno, confiado y confidente, mensajero de un mundo más fraterno y posible; que se da a los demás sin pertenecer a nadie en exclusiva; que goza haciendo el bien sin preferencia de personas (Rm 2,11; Ef 6,9); más feliz en dar que en recibir (He 20,35; Rm 12,8; 2Cor 9,7); que se esfuerza por vivir de tal manera que un día se puedan cumplir en él los versos de otro sacerdote (J. L. De La Torre): “Al final del camino / sólo me dirán: / ¿Has amado? / Y yo no diré nada, / abriré mis manos vacías / y el corazón lleno de nombres”.

Hermano sacerdote, eres uno de nosotros; como dije, sé bien que no eres ni un ángel ni una piedra; pero, con una misión particular: hacer actual la presencia de Dios entre nosotros: ser imagen de la paternidad del Padre, de la fraternidad del Hijo, del estímulo constante del Espíritu. No te preguntes por qué Dios te ha escogido a tí, y no a otro que tal vez te parecía mejor: te ha escogido a tí, y basta. Si fueras el mejor, nos parecerías lejano, nos sentiríamos tal vez avergonzados de venir a contarte nuestras miserias y problemas. Nos acercamos a tí, no porque eres perfecto, sino porque eres hermano y, al mismo tiempo, padre y amigo..., imagen, dentro de los límites humanos, de lo que es Dios. Por eso nos hacemos cargo cuando tus limitaciones se hacen patentes y nos recuerdan las nuestras, y, al mismo tiempo, te animamos a no cansarte (¡te comprendemos!), a limpiar contínuamente tu imagen para que la de Cristo en tí sea más transparente (¡nos comprometemos a ayudarte!), a continuar dándonos una mano (¡te ofrecemos la nuestra!), a interceder por nosotros ante el Señor (¡también nosotros lo hacemos por tí!). ¡Somos comunidad, somos hermanos! Por lo tanto, ¡responsables los unos de los otros! Tú respondes de nosotros y nosotros de tí ante el Padre común, ante el Hermano del cual eres continuación en la tierra, ante el Espíritu que a todos nos empuja.

Hermano sacerdote, aunque seas todavía joven, eres ya “presbítero”: palabra que significa “anciano”. Porque, como dice el libro de la Sabiduría: “... la ancianidad venerable no consiste en larga vida / ni se mide por los años. / Que las canas del hombre son la prudencia / y la edad avanzada, una vida intachable...” (Sab 4,8-9). Efectivamente, no importa la edad, sino el espíritu. ¡Admiramos tu entrega y tus dones, y por eso te estamos y estaremos siempre agradecidos! ¡Comprendemos también tu flaqueza, tus momentos de cansancio cuando ves que no respondemos como quisieras a lo que nos exhortas, pero necesitamos tu ánimo! ¡Tú nos enriqueces y nosotros te enriquecemos! ¡No olvides nunca que no solamente das, sino que también recibes, y quién sabe si a veces mucho más de lo que das! Y ¡no hagas caso de quien tal vez se ríe de tí, o te mira con desprecio o indiferencia (¡ponlo en el presupuesto de tu vida y misión, y no le dés más importancia!): quién sabe si en el fondo no es por malicia, sino por ignorancia, porque no comprende la grandeza de tu vocación; vete a ver si incluso te admira y quisiera pedirte ayuda, pero no se atreve, o no comprende que la podría necesitar! ¡Lo hacemos nosotros por él! Y, sobre todo, Dios sabe lo que hay en el corazón de cada uno: de aquel hermano, de nosotros, y de tí. ¡Qué grande es el Señor que nos da a tí a nosotros, y nosotros a tí! ¡No estás solo, no estamos solos!        

Y permíteme concluir con unos consejos anónimos que creo que se pueden aplicar tanto a tí como a cada uno de nosotros: “Los  errores no se niegan, se asumen; / los pecados no se juzgan, se perdonan; / la tristeza no se llora, se supera, / y el amor no se grita, se demuestra. / Sé fuerte para que nadie te derrote, / sé noble para que nadie te humille, / sé humilde para que nadie te ofenda / y sigue siendo tú / para que nadie te olvide”. QueMaría, Madre del primer Sacerdote, Cristo, nos lo consiga en este mes de Octubre, a Ella dedicado.

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