Meditación para el Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (4 de Octubre de 2009).
Coincide este domingo con el día en que también se celebra San Francisco de Asís. Las lecturas, providencialmente, nos sitúan en el espacio del jardín de la creación y nos describen a Dios preocupado porque el hombre tenga compañía.
En un primer momento el Creador le regala a Adán la compañía de las “bestias del campo y todos los pájaros del cielo”. Es fácil, con esta referencia, evocar al Hermano universal y su cántico a las criaturas: “Loado seas mi Señor, por el hermano sol, la hermana luna, la hermana madre tierra…”. El hombre tiene poder para convertir toda la creación en alabanza. Se le ha dado capacidad para poner nombre a las cosas, a las aves, a los animales. En una acción sacerdotal, puede suscitar el cántico cósmico, y sobre todo, respetar, cuidar, amar la naturaleza.
A pesar de toda la riqueza de la multitud de especies animales, el hombre se encontraba solo. Dios hizo a la mujer como compañera y a los dos les dio una vocación comunitaria, de amor, de fidelidad, de ayuda mutua. Hombre y mujer unidos en una sola carne, para prolongar la vida, para ayudarse el uno al otro, para ser expresión tangible del amor divino, vocación sagrada que no puede ser manipulada. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, va a decir Jesús en el Evangelio.
Es una bendición inigualable ver a la familia unida, rodeada de sus hijos, en respeto y amor, como canta el salmo: “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa, tus hijos, como renuevos de olivo alrededor de tu mesa”. Hoy los cristianos, y especialmente las familias, tenemos invitación explícita a ser en medio de la sociedad signo visible del amor mutuo.
La vocación a la fidelidad ha sido sellada por la opción que el mismo Hijo de Dios ha hecho al tomar nuestra carne. Y, en obediencia a la voluntad divina, el Verbo permanecerá fiel a la naturaleza humana: “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor”. Jesucristo, para siempre, será Dios y hombre verdadero.
Se nos llama a respetar la naturaleza, a acrecentar la Creación, a amar a los seres inferiores, que han sido hechos para acompañarnos y servirnos. Tenemos la vocación a la fidelidad, que atañe tanto a los que forman una familia humana como a los que han sido ungidos por el don de la consagración de sus vidas. Todos somos destello de Dios Creador.
¡Que Jesucristo, el que se ha hecho uno de nosotros, no se avergüence de llamarnos hermanos! (Hbr 2, 11)
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A pesar de toda la riqueza de la multitud de especies animales, el hombre se encontraba solo. Dios hizo a la mujer como compañera y a los dos les dio una vocación comunitaria, de amor, de fidelidad, de ayuda mutua. Hombre y mujer unidos en una sola carne, para prolongar la vida, para ayudarse el uno al otro, para ser expresión tangible del amor divino, vocación sagrada que no puede ser manipulada. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, va a decir Jesús en el Evangelio.
Es una bendición inigualable ver a la familia unida, rodeada de sus hijos, en respeto y amor, como canta el salmo: “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa, tus hijos, como renuevos de olivo alrededor de tu mesa”. Hoy los cristianos, y especialmente las familias, tenemos invitación explícita a ser en medio de la sociedad signo visible del amor mutuo.
La vocación a la fidelidad ha sido sellada por la opción que el mismo Hijo de Dios ha hecho al tomar nuestra carne. Y, en obediencia a la voluntad divina, el Verbo permanecerá fiel a la naturaleza humana: “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor”. Jesucristo, para siempre, será Dios y hombre verdadero.
Se nos llama a respetar la naturaleza, a acrecentar la Creación, a amar a los seres inferiores, que han sido hechos para acompañarnos y servirnos. Tenemos la vocación a la fidelidad, que atañe tanto a los que forman una familia humana como a los que han sido ungidos por el don de la consagración de sus vidas. Todos somos destello de Dios Creador.
¡Que Jesucristo, el que se ha hecho uno de nosotros, no se avergüence de llamarnos hermanos! (Hbr 2, 11)
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