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Meditación para el domingo XXIX del tiempo ordinario

Angel Moreno -

Pocas veces encontramos palabras que apelen a tanta autoridad como las que dirige San Pablo a Timoteo. “Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la palabra”. Ante esta recomendación, es difícil sustraerse al mandato evangelizador.

Si el Apóstol apela a la autoridad de Cristo para insistir a tiempo y a destiempo en la enseñanza de la sana doctrina, cuánto más debiéramos asumir el encargo si lo hace el mismo Señor. Él nos apremia a “orar siempre sin desfallecer”. Y como mejor ejemplo de lo que significa permanecer en oración, se nos presenta la escena en la que Moisés, por mantenerse con los brazos levantados en lo alto del monte, obtiene la victoria para su pueblo.

Al unir la Liturgia de la Palabra las dos recomendaciones, la de Jesús sobre la oración y la de San Pablo sobre la predicación con el pasaje que hace referencia al efecto social que tiene orar por los otros, según el relato del Éxodo, se comprende mejor la fecundidad de la oración como acción evangelizadora. Más aún cuando para que no decaiga Moisés en su actitud intercesora, se le presta ayuda.

A pesar de tanta claridad del mensaje, Jesús adelanta un temor, que se convierte en verdadero revulsivo: “Cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” En los tiempos actuales la sospecha del Maestro debería alertarnos.

Es muy importante la profesionalidad, el trabajo responsable, mantener el empeño en las tareas, sacar a flote los proyectos, llevar a cobo los programas, realizar los planes; pero nunca hay que olvidar que el auxilio nos viene del Señor. De lo contrario, pereceremos en el agotamiento pretencioso y estéril.

La tarea de la evangelización no se realizará de modo adecuado si no se lleva a cabo desde la relación con Dios. No es indiferente lo que, al principio del cristianismo, dijeron los apóstoles: “Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”. ¡Cuántas victorias y frutos del trabajo de los evangelizadores se deberán a quienes de manera oculta permanecen en oración! A los que se nos conjura para anunciar el mensaje del Evangelio a tiempo y a destiempo, no por ello se nos exime de orar.

El poder de la oración viene avalado por el Evangelio: “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?” ¿Acaso Dios va a ser peor que el juez injusto de la parábola, que atiende la petición de la viuda?

Tres llamadas nos hacen hoy los textos: Proclamar la palabra, orar sin desfallecer, y sostener a los orantes para que no decaigan en su misión intercesora en favor de toda la humanidad.

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