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El amor: medio y fin, al mismo tiempo

Josep Rovira, cmf -

Estamos comenzando un nuevo año y una vez más me ha venido a la memoria una exclamación que he oído frecuentemente y que siempre me ha interrogado; cuando alguien te dice: “¿Qué significado y fin tiene la vida cuando no hacemos más que correr, correr..., trabajar (¡y ya es estar de suerte poder trabajar hoy día!), algún momento de descanso, tantos momentos empapados de dolor, o en los que la salud vacila o se quiebra y, al final..., la muerte?”. Ya sé que para quien tiene fe todo tiene sentido en aquel Dios que nos espera para acogernos en sus brazos de Padre. Pero, ¿para quien no ha recibido el don de la fe o duda, e incluso para quien la posee pero se pregunta por un significado inmediato de la vida de cada día?

He buscado una respuesta, ante todo a nivel humano en el río de la vida para acabar desembocando en el mar de la fe. Y la respuesta me ha parecido la siguiente, que les comparto.

Yendo en profundidad, hay una pregunta que nos hacemos contínuamente, consciente o inconscientemente, a nosotros mismos: “¿Qué sentido tiene mi vida? ¿vale la pena que yo exista? ¿estoy solo? ¿existo para alguien? ¿existe alguien para mí?...”. Una pregunta que nos ponemos en todo lo que vamos haciendo, experimentando, viviendo, porque nos sentimos indigentes, separados, solos, injustificados... Una pregunta a la que cada uno de nosotros, solo, no puede darle una respuesta: nos parecería algo así como una tautología o un modo más o menos disfrazado de autoengaño. La respuesta nos tiene que venir de fuera. Nos la tienen que dar. Y la respuesta nos la dan cuando alguien nos dice, explícita o implícitamente con sus gestos o palabras: “Sí, tu vida vale la pena. ¡Me alegro de que existas! ¡Menos mal que existes! Tu vida es importante para mí. No estás solo. Tú cuentas para mí, y si quieres yo existo para ti, puedes contar conmigo, yo cuento contigo...”. Eso es lo que –repito- consciente o inconscientemente nos dice quien nos acoge, nos respeta, nos escucha; en una palabra, nos ama... Por eso estamos contínuamente hablando de amor, tanto en el ámbito profano (las canciones de amor humano: “Yo te amo..., tú me amas..., nos amamos...”) como religioso (las canciones religiosas: “Dios nos ama..., amemos a Dios..., amémonos los unos a los nosotros...”). Y no hay contradicción sino complementariedad entre lo humano y lo religioso porque es el mismo el Dios que nos creó como somos, y nos ha revelado cómo es Él, qué piensa de nosotros y qué tenemos que pensar nosotros de Él. Una pregunta y una respuesta que no son algo simplemente emotivo, sentimental..., sino profundamente existencial, yo diría “metafísico” (y perdonen la “palabrota”). Son la pregunta y la respuesta que nos empujan o nos bloquean día tras día, que nos dan fuerza, nos entusiasman, o nos deprimen. El suicida (pensemos en el Judas de los Evangelios) es uno que cree que su vida, después de haber traicionado a Jesús, no vale la pena y prefiere irse, retirarse, ni estorbar ni ser estorbado...; por eso el suicida más que un pecador (¿quién lo puede decir?) es una persona que no ha encontrado respuesta suficiente a su razón de vivir.

Permítanme citar algunos autores que han hablado con sencillez y profundidad sobre esta realidad: “Tú estás hecho para el encuentro, la sonrisa, la mirada. Quieres escapar de la soledad, tienes necesidad de ser reconocido por otro, para no ahogarte solo dentro de tu piel” (J. Lafrance). “Este es el dolor de la vida: que para ser felices hay que ser dos” (E. Lee Masters). “El amor es la pasión más natural del hombre; por eso cada día nos entretenemos discutiendo de amor” (B. Pascal). “El amor es por excelencia lo que nos hace ser” (M. Blondel)”. “Amar a alguien significa: ¡qué bien que tú existas!” (J. Pieper); por eso el amor es el mejor antídoto contra la muerte, porque es decirle a la persona que amamos: ¡tú no puedes morir! ¡tú no debes morir!. “El amor es voluntad de promoción del otro” (M. Nedoncelle). Así como es verdad que: “No se puede amar impunemente; quien ama se hace vulnerable: amor y sufrimiento no son incompatibles; incompatibles son, en cambio, amor e indiferencia, amor e impasibilidad” (J. M. Cabodevilla).  De ahí que amar no es siempre fácil; porque amar es fatiga, conlleva perdón porque todos prometemos más de lo que podemos dar. Amar es: gozosa fatiga, “cruz y delicia” (G. Verdi).

Por eso necesitamos encontrarnos con el amor, al menos en alguna medida. Escribía Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no encuentra el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo, si no participa en él vivamente” (RH 10); “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1, 26ss): llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor (1Jn 4,8.16) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola contínuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y por lo tanto la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por lo tanto, la fundamental y nativa vocación de todo ser humano” (FC 11; CIC 2331, 2392). Claro está que luego el hombre ama a su manera, y la mujer a la suya, según la psicología de cada uno; y, en el fondo, cada persona tiene su modo de manifestar y vivir el amor. A veces impone compartarse de una manera o de otra; otras, basta un gesto, una mirada, una palabra, un tono de voz, un toque suave,  silencioso pero sincero... 

Ya había dicho un pagano como Cicerón (160-43 aC): “Todo el fruto del amor está en el amor mismo”; y un cristiano como san Bernardo (1091-1153): “El amor es suficiente por sí mismo, gusta por sí mismo y es razón de sí mismo. Es en sí mismo mérito y premio. El amor no busca razones, no busca ventajas fuera de sí mismo. Su ventaja está en existir. Amo porque amo... amo para amar...”. El Señor Jesús dirá que el amor es “su” mandamiento, el único (Mt 22, 36-40; Jn 13, 34-36; 15, 12-17).

En fin, el amor no es algo que hallaremos en Dios al final de nuestras vidas, sino algo que necesitamos encontrar en alguna medida cada día. Por eso se convierte en el medio que “usamos” (o debemos/deberíamos usar) todos los días, y la meta de cada día: sentirnos justificados en nuestra existencia, es decir, que vale la pena vivir, a pesar de todas las dificultades que podamos encontrar. Necesitamos que sea contínuamente medio y fin en la cotidianidad. No podemos solamente esperarlo..., necesitamos encontrarlo; percibir su brisa en el calor, a veces sofocante, de la rutina de cada día. No basta, por lo tanto, dar amor, ¡necesitamos también recibirlo! Así lo escribe un personaje no sospechoso como Benedicto XVI en una de sus últimas encíclicas: “El hombre no puede vivir exclusivamente de amor oblativo, descendiente. No puede siempre sólo dar, necesita también recibir. Quien quiere dar amor, debe también él recibirlo como don...” (DCE 7). La doble experiencia de amar y sentirse amado es pues una  realidad absolutamente necesaria en la vida de todo ser humano, de cada uno de nosotros: no es algo opcional, sino imprescindible. Por eso, cuando la persona se siente amada es capaz de hacer cualquier cosa, incluso heroica, por la persona amada; y, en cambio, si no se siente amada por nadie, es capaz de cualquier tipo de maldad: cuántas veces un atentador, un homicida, un borracho, un suicida, un “duro”, un amargado de la vida..., en el fondo no son más que personas que necesitan afecto, que gritan –de manera tal vez equivocada- su dolor de no ser amados... Su venganza, su frialdad, no son en el fondo más que una súplica dirigida a los demás... “El amor –en cambio- todo lo vence”, decía ya el antiguo poeta pagano Virgilio (70-19 aC), y un siglo más tarde san Pablo: “... el amor es paciente, es amable, no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe, no toma en cuenta el mal, todo lo excusa, todo lo soporta...” (1Cor 13, 4ss).

¿Palabras más o menos bonitas y nada más, puro romanticismo trasnochado, “música celestial”...? ¿poesía irreal en la dureza de cada día...? Comprendo que haya (quizás no pocos) quien piense así. Pero aquí tratamos de un amor “serio”, si se puede hablar así; que ha superado un sentimentalismo epidérmico, más o menos adolescencial, y se ha convertido en serena acogida, respeto incondicional, responsabilidad mutua... Por eso, me vuelven siempre a la memoria las palabras de otro cristiano, san Juan de la Cruz (1542-1591); un hombre que sufrió el odio y la persecución, incluso por parte de algunos de sus correligionarios (entre otras cosas, le encarcelaron en el calabozo de un convento durante nueve meses...), y que sin embargo escribió cosas sublimes sobre este tema. Recordemos una de sus frases: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor...”; porque “el amor es un perfume que no puedes derramar sobre los demás sin que te caiga encima alguna gota” (Th. Mann, 1875-1955). ¿Por qué, en vez de mirar tal vez con aire de fría (¿falsa, hipócrita, nostálgica? ) superioridad  o indiferencia estas afirmaciones, no intentamos probar si son verdad en la práctica?. De hecho escribía aquel santo carmelita: “Al atardecer de la vida / te examinarán del amor”. Lo mismo había dicho Jesús en el Evangelio de San Mateo (25, 31-46), y A. De La Torre: “Al final de la vida sólo me dirán: ¿Has amado? Y yo no diré nada, abriré mis manos vacías y el corazón lleno de nombres”. Así pues, como decía el poeta ruso A. Tvardovskij (1910-1971): “Apresuraos en amar a la gente, porque se va muy pronto...”.

¡Feliz Año Nuevo!

 

J. Rovira, cmf.

    
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