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Diez horas más

Alejandro José Carbajo, cmf -

 

He pasado un par de semanas en Vladivostok. Está muy, pero que muy lejos de todo. El viaje en avión desde Moscú lleva 9 horas (8 horas, 55 minutos, no hay que exagerar…) He ido a dar ejercicios espirituales a las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que andan por allí desde 1998, y ya tienen vocaciones nativas. Es que la gente buena, al ver gente buena, reacciona. Lo normal.

Una de ellas, Olga, amiga de la Comunidad, iba a hacer la Profesión Perpetua, y por eso quería hacer los ejercicios. Otra de ellas, Alicia, por diversos motivos tampoco había hecho los ejercicios este año. Así que, con la bendición de mi Comunidad, puse manos a la obra, busqué un billete bueno, bonito y barato (cuesta más o menos lo mismo ir a España que a Vladivostok) y cerré el pasaje.

Cuando llegué, la diferencia horaria con España era de 9 (nueve) horas. Como pasé allí el último fin de semana de octubre, y el presidente de la Federación Rusa, Dmítri Medvédev, decidió no cambiar más la hora, al final la diferencia resulto ser de 10 (diez)  horas. Con lo cual, mientras que en España estaba acabando la jornada de la liga de fútbol, yo estaba ya levantado, duchado, rezado y desayunado. O sea, que llevaba 10 horas de ventaja. Por cierto, que el ordenador, que no atiende a los mandatos del presidente, cambió por su cuenta la hora. Tuve que quitar la señal de cambio automático, porque mientras esté en Rusia, no me va a hacer falta.

El caso es que allí estaba yo, dando la primera charla de la mañana, al lado de Japón y de Corea, mientras en España la gente se estaba yendo a la cama, o cayendo en el placer del primer sueño. Así se pasó la primera semana, dando los Ejercicios. 

Por cierto, los Ejercicios salieron bien, gracias a Dios y a vuestras oraciones. Además, prediqué en la Misa dos domingos, di dos charlitas a los parroquianos, un retiro a una tercera hermana de la Caridad, hable con varias personas y confesé a otras. Que en Rusia la gente se sigue confesando. Vamos, un viaje aprovechado. 

Además la segunda semana tuve ocasión de ver la ciudad. No muy grande, accesible, se puede ir andando a todas partes, pero con muchas cuestas. Arriba y abajo, es lo normal en Vladivostok. No quiero ni pensar qué pasará cuando haya hielo, con tantos desniveles. Esta semana, esperando la Profesión, pasó rápido. Pude conocer las actividades (múltiples) que las hermanas llevan a cabo, en la Universidad, en la Parroquia, con un hogar de ayuda a niños en situación de riesgo… La gente las quiere, no me extraña, y se vio en la ceremonia de la Profesión Perpetua de Olga.

Esos días me han dado la oportunidad de pensar sobre el tiempo y el espacio. No me voy a poner ni metafísico ni neurasténico. Pero debo decir que estar tan lejos me ha ayudado a relativizar. Es verdad que un misionero tiene que estar abierto a todo y a todos. Pero, a menudo pensamos que nuestro pequeño mundo, allí donde nos encontramos, es el centro de todo. Y resulta que, cuando nosotros estamos yendo, otros están volviendo. El mundo es grande, muy grande,  y no lo abarcamos todo.

A la vuelta a San Petersburgo, los primeros días fueron duros. Mi reloj decía que eran las seis de la tarde, hora de San Petersburgo, pero la cabeza me decía que era la una de la mañana, hora de Vladivostok y quería dormir. Tenía que hacer esfuerzos para no andar cabeceando por las esquinas. Es lo que tiene la diferencia horaria. Fue cuestión de unos días, y al final te readaptas. El cuerpo humano es más flexible de lo que pensamos. Así que pude aguantar el tirón.

Aprovecho la ocasión para dar las gracias al padre Daniel, sacerdote norteamericano, (que fue ordenado en Vladivostok) y que me recibió en la casa parroquial, y a las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, por haberme dado la oportunidad de visitar el Lejano Oriente. No sé si volveré por allí, pero ha merecido la pena. Para sentir otro ritmo, otra forma de mirar la vida, un poco a contrapié. Lejos de todo y de todos, pero en comunión con la Iglesia, con una sola fe, un solo Señor y una alegría: la de estar haciendo lo que tienes que hacer, allí donde Dios quiere. Con diez horas de ventaja.

    
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