Desde El Caribe por el Evangelio.
Esta vez pido permiso para hablarles de una experiencia personal claretiana. Vuelvo de cuatro países del Caribe (Puerto Rico, Cuba, Haití y República Dominicana), donde he participado en una serie de encuentros formativos de mis hermanos de Congregación. Ante todo, desde estas líneas quiero agradecerles una vez más la invitación, acogida, fraternidad, comprensión... Ha sido para mí una experiencia extremamente enriquecedora; espero que haya sido útil también para ellos mi participación en aquellos momentos. Alguno de ellos me dijo hacia el final: “Escribe algo de esta vivencia para ciudadredonda”. No se me había ocurrido, considerándola más bien algo personal. Pero, con gusto voy a tratar de exponer algunas de mis impresiones o, si quieren, unos “flashes”, sin pretender hacer una especie de crónica de cosas que pueden interesar relativamente a los lectores; más bien manifestarles algo que en cada sitio me ha dejado una huella particular, una especie de foto-recuerdo entre otras muchas posibles.
A los dos días de haber llegado a Puerto Rico, festejamos con otras comunidades y colaboradores laicos los cincuenta años de sacerdocio de un anciano misionero, P. Cabello. Durante el almuerzo abundaron los discursos, regalos, etc. A un cierto momento, el Padre no pudo contenerse y se echó a llorar de emoción. A los pocos momentos nos dimos cuenta de que otro misionero presente se había también conmovido: era el Padre Riaño, que recordaba sus sesenta años (¡!) de sacerdocio. Las lágrimas vetustas y sinceras de los dos misioneros eran la mejor prueba de su profunda gratitud a Dios, a la Congregación y a todos los que han estado junto a ellos a lo largo de la vida; y que, contrariamente a lo que algunos piensan, hoy día la fidelidad es posible...
La segunda “foto” es todavía de Puerto Rico. Me hospedaba en una comunidad situada en una zona llamada “La Lomita”. Una parte de la casa estaba reservada a tres claretianos mayores, enfermos, estupendamente atendidos a nivel sanitario y fraterno. Las enfermeras estaban horas con cada uno de ellos, a uno escuchándole bondadosamente en sus repetitivas conversaciones, al otro cantándole las canciones religiosas que le gustaban, al otro controlándole con discreción para que no se saliera de la habitación y se perdiera... Cada día fui a visitarles y a pasar un rato con ellos. El último día, cuando me despedí, dije a una de las enfermeras –de origen cubano- : “Gracias por todo lo que hacen por mis hermanos”; a lo que ella me respondió, casi sorprendida: “Padre, ¿no dijo Jesús: amaos los unos a los otros?”. No pude sino decirle: “Sí, señora; tiene Ud. razón”.
Había estado una primera vez en Cuba en 1991. Entonces viví en La Habana; pero, fuí algún día a visitar a la comunidad de Guantánamo, y de allí quise ir a Santiago de Cuba, de donde nuestro Padre Fundador, san Antonio María Claret, fue arzobispo de 1851 a 1856. En Santiago encontré entonces en ruinas (parecía bombardeada) la que había sido la casa de una de nuestras comunidades hasta los años cincuenta del siglo pasado. En medio de aquellas ruinas me topé con un señor anciano que me dijo: “Padre, yo no me voy de aquí hasta que no vuelvan Ustedes”. Como el soldado que, en el campo de batalla, vela el cadáver del conmilitón en espera de que lleguen la ambulancia y los refuerzos. Ahora pude ver que la casa finalmente ha podido ser rehecha, habitada por una pequeña comunidad muy activa; y me enteré de que aquel señor vive todavía, en otra parte de la ciudad. Lo he oído contar otras veces: sucede que, cuando una comunidad ha tenido que abandonar un sitio de misión, el Señor provea dejando un frágil pero fiel centinela a fin de que alguien se quede velando hasta la vuelta de sus antiguos moradores. ¿No está sucediendo algo parecido hoy día en algunas antiguas misiones, en China continental?
Otra experiencia, durante la semana que estuvimos en Cuba, fue la de convivir con un par de seglares claretianos, Nancy y José, ambos padres de familia. Gente simpática, fervorosa y juvenil, no obstante que se hallen en vísperas (¡y con cuántas ganas!) de ser abuelitos. Me impactó el amor profundo por su vocación seglar y su capacidad de sacrificar tiempo y dinero para visitar a sus hermanos seglares de otro país. Un “claretianismo seglar” de laicos que se sientan con sus hermanos misioneros claretianos en la Misa y en la mesa, de tú a tú..., entendiendo que todos tenemos la misma responsabilidad como bautizados y misioneros. Sin pretenderlo, vimos cómo el Espíritu suscita la misión compartida; esta misión que se vive en los momentos de oración, de programación apostólica, de bromeo y de aventurillas por los aeropuertos...
En la capital de Haití, Puerto Príncipe, el claretiano que hallé me contó dos hechos que no se me borraron de la memoria. Sucedieron durante la guerra civil que ensangrentó el país entre los años 2004 y 2006. Una vez tuvo una fuerte (y peligrosa) discusión con un grupo de bandidos que vivían en una casa pegada a nuestra iglesia. El misionero quería que le cedieran o vendieran un pasaje estrecho entre el muro de la iglesia y la casa de ellos, para facilitar el paso de los fieles que iban al templo. Se negaron rotundamente, amenazándole incluso de muerte, si insistía. Ante dicha amenaza, el Padre les apostrofó con calma y firmeza al mismo tiempo: “Yo soy nigeriano, no haitiano. No he dejado mi país para venir a aprovecharme de los haitianos sino para darles una mano. Lo que pido es algo útil para el pueblo, no simplemente para mí”. El encuentro acabó muy tenso. Al día siguiente se presentó el jefe de los bandidos en la parroquia. El misionero creyó que había ido para llevar a cabo la amenaza del día anterior; pero, cuál no fue su sorpresa cuando le oyó decir: “Padre, vengo a decirle que esta noche no he podido dormir, pensando lo que Ud. nos dijo de que había dejado su país para venir a ayudar a nuestro pueblo. No hay problema. Vamos a ponernos de acuerdo...”. Otra vez, en uno de los períodos de más tiroteo en la ciudad, el misionero continuaba yendo impertérrito todos los días a la iglesia (distante varios centenares de metros de la casa parroquial) para celebrar la Misa a las ocho de la mañana. Una tarde recibió una llamada telefónica urgente y angustiada de parte de uno de sus fieles: “Padre, no venga mañana; hemos sabido con certeza que un grupo de bandidos le va a esperar en una esquina para dispararle”. Lógicamente, el misionero no sabía qué hacer. A la mañana siguiente, a las siete, todavía estaba dudando si ir o no. Al final, se puso en las manos de Dios, aceptó lo que pudiera pasar, y partió. Llegado a este momento de la narración, me permití decirle: “Hermano, en este momento diste ya la vida por Cristo..., porque estabas prácticamente seguro de que no ibas a volver”. Partió. Pasó por la esquina en que le habían dicho que le esperaban para dispararle (y desde la que me estaba contando el hecho), pero no encontró ni vió a nadie. Celebró la Misa y se volvió a casa. Más tarde, los bandidos le mandaron decir: “Padre, otra vez sea Ud. más puntual en acabar la Misa, porque nos impidió una acción (el secuestro de alguien)”. Hay quien da la vida por Cristo y los hermanos sin derramar su sangre...
Llegando a República Dominicana, llama enseguida la atención lo alegres que son los habitantes de aquella tierra (y no es que les falten problemas, a pesar del grande progreso que están viviendo en estos últimos años). El 30 de septiembre tuvimos una vivencia concreta de lo poliédrica que es la realidad claretiana de aquellos lugares. Dos claretianos sacerdotes y un estudiante profeso tomaron posesión de la parroquia de Jimaní, un pueblo de nativos e inmigrantes junto a la frontera con Haití. Además del obispo de la diócesis y el párroco que se despedía, estábamos presentes cinco claretianos, representantes de cinco naciones y tres continentes: un dominicano (el nuevo párroco), un nigeriano (el nuevo vicepárroco), un haitiano (el estudiante), un puertoriqueño (el superior mayor) y quien escribe (español residente en Roma). Un signo de nuestros tiempos. Lo que más me dió que pensar no fue el hecho en sí mismo, sino la naturalidad con que se vivió, como si fuera la cosa más natural del mundo. Una variedad cultural, racial, nacional..., que nos estaba dando el testimonio de cómo, más allá de cualquier diferencia, nos sentimos todos iguales, todos hermanos, hijos de un mismo Padre. ¿No lo había dicho ya el Maestro en Mt 23, 8-12? Nuestra sociedad nos hace experimentar de manera siempre actual la verdad perenne de la Buena Nueva.
Y entre las cosas más esperanzadoras que he vivido ha sido la de encontrar en La Habana a cinco jóvenes cubanos, aspirantes claretianos; más otros dieciocho (entre haitianos, dominicanos y puertorriqueños) en Santo Domingo; jóvenes modernos y llenos de entusiasmo. A los cuales hay que añadir todavía otros caribeños claretianos: cuatro ya profesos que están haciendo un año de ministerio en diferentes comunidades; tres en el noviciado de Guatemala, y nueve en el teologado de Méjico. Para que después digan que en nuestros días Dios no llama, y sobre todo que si llama no hay quien le responda...
Hermanos claretianos caribeños o venidos de otras partes del mundo y ahí residentes, sois un ejemplo y un símbolo de la Congregación y de la Iglesia actuales: tan diferentes por naciones, situaciones político-sociales, raciales, linguísticas, culturales, edades, idiosincrasias...; pero, unidos por un mismo ideal misionero. Ya sabemos que la convivencia entre personas tan diversas no siempre es humanamente fácil; vosotros dais testimonio, sin embargo, de que es posible cuando lo que une es el carisma y la misión. Eso es lo que nuestra Iglesia y nuestros pueblos necesitan. Continuad dándonos el ejemplo de vuestra fe, vuestra vocación y vuestra bulliciosa alegría caribeña. ¡Gracias!
Acabo esta redacción todavía en El Caribe, con mucho calor, abundante lluvia... y tanta, tanta gratitud.
A los dos días de haber llegado a Puerto Rico, festejamos con otras comunidades y colaboradores laicos los cincuenta años de sacerdocio de un anciano misionero, P. Cabello. Durante el almuerzo abundaron los discursos, regalos, etc. A un cierto momento, el Padre no pudo contenerse y se echó a llorar de emoción. A los pocos momentos nos dimos cuenta de que otro misionero presente se había también conmovido: era el Padre Riaño, que recordaba sus sesenta años (¡!) de sacerdocio. Las lágrimas vetustas y sinceras de los dos misioneros eran la mejor prueba de su profunda gratitud a Dios, a la Congregación y a todos los que han estado junto a ellos a lo largo de la vida; y que, contrariamente a lo que algunos piensan, hoy día la fidelidad es posible...
La segunda “foto” es todavía de Puerto Rico. Me hospedaba en una comunidad situada en una zona llamada “La Lomita”. Una parte de la casa estaba reservada a tres claretianos mayores, enfermos, estupendamente atendidos a nivel sanitario y fraterno. Las enfermeras estaban horas con cada uno de ellos, a uno escuchándole bondadosamente en sus repetitivas conversaciones, al otro cantándole las canciones religiosas que le gustaban, al otro controlándole con discreción para que no se saliera de la habitación y se perdiera... Cada día fui a visitarles y a pasar un rato con ellos. El último día, cuando me despedí, dije a una de las enfermeras –de origen cubano- : “Gracias por todo lo que hacen por mis hermanos”; a lo que ella me respondió, casi sorprendida: “Padre, ¿no dijo Jesús: amaos los unos a los otros?”. No pude sino decirle: “Sí, señora; tiene Ud. razón”.

Otra experiencia, durante la semana que estuvimos en Cuba, fue la de convivir con un par de seglares claretianos, Nancy y José, ambos padres de familia. Gente simpática, fervorosa y juvenil, no obstante que se hallen en vísperas (¡y con cuántas ganas!) de ser abuelitos. Me impactó el amor profundo por su vocación seglar y su capacidad de sacrificar tiempo y dinero para visitar a sus hermanos seglares de otro país. Un “claretianismo seglar” de laicos que se sientan con sus hermanos misioneros claretianos en la Misa y en la mesa, de tú a tú..., entendiendo que todos tenemos la misma responsabilidad como bautizados y misioneros. Sin pretenderlo, vimos cómo el Espíritu suscita la misión compartida; esta misión que se vive en los momentos de oración, de programación apostólica, de bromeo y de aventurillas por los aeropuertos...
En la capital de Haití, Puerto Príncipe, el claretiano que hallé me contó dos hechos que no se me borraron de la memoria. Sucedieron durante la guerra civil que ensangrentó el país entre los años 2004 y 2006. Una vez tuvo una fuerte (y peligrosa) discusión con un grupo de bandidos que vivían en una casa pegada a nuestra iglesia. El misionero quería que le cedieran o vendieran un pasaje estrecho entre el muro de la iglesia y la casa de ellos, para facilitar el paso de los fieles que iban al templo. Se negaron rotundamente, amenazándole incluso de muerte, si insistía. Ante dicha amenaza, el Padre les apostrofó con calma y firmeza al mismo tiempo: “Yo soy nigeriano, no haitiano. No he dejado mi país para venir a aprovecharme de los haitianos sino para darles una mano. Lo que pido es algo útil para el pueblo, no simplemente para mí”. El encuentro acabó muy tenso. Al día siguiente se presentó el jefe de los bandidos en la parroquia. El misionero creyó que había ido para llevar a cabo la amenaza del día anterior; pero, cuál no fue su sorpresa cuando le oyó decir: “Padre, vengo a decirle que esta noche no he podido dormir, pensando lo que Ud. nos dijo de que había dejado su país para venir a ayudar a nuestro pueblo. No hay problema. Vamos a ponernos de acuerdo...”. Otra vez, en uno de los períodos de más tiroteo en la ciudad, el misionero continuaba yendo impertérrito todos los días a la iglesia (distante varios centenares de metros de la casa parroquial) para celebrar la Misa a las ocho de la mañana. Una tarde recibió una llamada telefónica urgente y angustiada de parte de uno de sus fieles: “Padre, no venga mañana; hemos sabido con certeza que un grupo de bandidos le va a esperar en una esquina para dispararle”. Lógicamente, el misionero no sabía qué hacer. A la mañana siguiente, a las siete, todavía estaba dudando si ir o no. Al final, se puso en las manos de Dios, aceptó lo que pudiera pasar, y partió. Llegado a este momento de la narración, me permití decirle: “Hermano, en este momento diste ya la vida por Cristo..., porque estabas prácticamente seguro de que no ibas a volver”. Partió. Pasó por la esquina en que le habían dicho que le esperaban para dispararle (y desde la que me estaba contando el hecho), pero no encontró ni vió a nadie. Celebró la Misa y se volvió a casa. Más tarde, los bandidos le mandaron decir: “Padre, otra vez sea Ud. más puntual en acabar la Misa, porque nos impidió una acción (el secuestro de alguien)”. Hay quien da la vida por Cristo y los hermanos sin derramar su sangre...
Llegando a República Dominicana, llama enseguida la atención lo alegres que son los habitantes de aquella tierra (y no es que les falten problemas, a pesar del grande progreso que están viviendo en estos últimos años). El 30 de septiembre tuvimos una vivencia concreta de lo poliédrica que es la realidad claretiana de aquellos lugares. Dos claretianos sacerdotes y un estudiante profeso tomaron posesión de la parroquia de Jimaní, un pueblo de nativos e inmigrantes junto a la frontera con Haití. Además del obispo de la diócesis y el párroco que se despedía, estábamos presentes cinco claretianos, representantes de cinco naciones y tres continentes: un dominicano (el nuevo párroco), un nigeriano (el nuevo vicepárroco), un haitiano (el estudiante), un puertoriqueño (el superior mayor) y quien escribe (español residente en Roma). Un signo de nuestros tiempos. Lo que más me dió que pensar no fue el hecho en sí mismo, sino la naturalidad con que se vivió, como si fuera la cosa más natural del mundo. Una variedad cultural, racial, nacional..., que nos estaba dando el testimonio de cómo, más allá de cualquier diferencia, nos sentimos todos iguales, todos hermanos, hijos de un mismo Padre. ¿No lo había dicho ya el Maestro en Mt 23, 8-12? Nuestra sociedad nos hace experimentar de manera siempre actual la verdad perenne de la Buena Nueva.
Y entre las cosas más esperanzadoras que he vivido ha sido la de encontrar en La Habana a cinco jóvenes cubanos, aspirantes claretianos; más otros dieciocho (entre haitianos, dominicanos y puertorriqueños) en Santo Domingo; jóvenes modernos y llenos de entusiasmo. A los cuales hay que añadir todavía otros caribeños claretianos: cuatro ya profesos que están haciendo un año de ministerio en diferentes comunidades; tres en el noviciado de Guatemala, y nueve en el teologado de Méjico. Para que después digan que en nuestros días Dios no llama, y sobre todo que si llama no hay quien le responda...
Hermanos claretianos caribeños o venidos de otras partes del mundo y ahí residentes, sois un ejemplo y un símbolo de la Congregación y de la Iglesia actuales: tan diferentes por naciones, situaciones político-sociales, raciales, linguísticas, culturales, edades, idiosincrasias...; pero, unidos por un mismo ideal misionero. Ya sabemos que la convivencia entre personas tan diversas no siempre es humanamente fácil; vosotros dais testimonio, sin embargo, de que es posible cuando lo que une es el carisma y la misión. Eso es lo que nuestra Iglesia y nuestros pueblos necesitan. Continuad dándonos el ejemplo de vuestra fe, vuestra vocación y vuestra bulliciosa alegría caribeña. ¡Gracias!
Acabo esta redacción todavía en El Caribe, con mucho calor, abundante lluvia... y tanta, tanta gratitud.
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