De cómo defenderse de ciertos sermones y homilías, o el arte de no hacer perder el tiempo al pueblo de Dios.

Varias veces he aprovechado la mañana de algunos domingos, durante los días de vacaciones veraniegas, para ir a escuchar solamente la Liturgia de la Palabra, es decir, cómo se leen las lecturas y cómo se las comenta. Lo he hecho pasando de iglesia en iglesia, después de haber tratado de participar o celebrar lo más dignamente posible en una celebración por entero. He constatado (sin pretensiones de encuesta científica) que muchas veces no se logra seguir el sentido de lo que se lee; no digamos ya cuando se trata sobre todo de algún texto tomado del Antiguo testamento... Quien lee generalmente lo hace demasiado aprisa, sin pausas, o pronuncia mal, o no da el sentido justo a las frases, etc.; ¡como si lo realmente importante fuera lo que sigue después (lo que va a decir el cura), y no la proclamación de la Palabra de Dios! (¿Cómo se puede improvisar de golpe un lector que no sabe qué va a leer? Lo mínimo es prepararse, leyendo el texto antes de la celebración, y posiblemente despacio y en voz alta, para no tropezar después). Y luego... comienza la homilía. Te das cuenta inmediatamente de si quien habla se ha preparado o no, si dice lo de siempre sin un mínimo de creatividad, el acostumbrado “rollo” dominguero sin tener en cuenta, además, que no pocas veces los micrófonos o altavoces no facilitan la escucha mejor o que una cierta parte del público presente tiene problemas de oído por razones de edad, o si, antes de salir de la sacristía, ha hojeado el folio que facilita la diócesis o alguna editorial de buena voluntad..., o si, en cambio, ha puesto una buena dosis de esfuerzo para decirnos de manera comprensible algo útil... (¿Soy demasiado pesimista, o simplemente he estado de mala suerte?...).
No pocas veces, el predicador usa un lenguaje poco menos que incomprensible para el público que le debería escuchar; palabras de “nuestro mundo” clerical, que no resuenan o significan otra cosa en el de la gente que tenemos delante...Se requiere, en cambio, un lenguaje sencillo (que no quiere decir infantil o barriobajero), pero con contenido: cuando antes de comer leemos el menú no queremos que sea excesivo ni incomprensible, sino suficiente y sustancioso. Recuerdo todavía una frase que me soltó sin tapujos un adolescente en un campamento scout, antes de que yo abriera boca para soltar mi “rollo” (advierto que en aquel entonces yo estaba haciendo mi tesis doctoral y los chavales lo sabían): “Pepe, no nos hables de lo que estudias..., ¡háblanos de lo que vives!”. Sólo podemos transmitir la convicción que nos convence, el sentimiento que nos emociona, la vivencia que nos esforzamos por vivir; y luego: simplificar (¡una!, no muchas ideas, que se entienda claramente desde el principio y luego sirva de hilo conductor), personalizar (no hablar de modo impersonal, sino directo, haciendo referencia a hechos, cosas y personas –pocas- tomadas de la vida real..., ¡más que teorías!), dramatizar (que quien nos escucha “sienta” que lo que le decimos lo creemos, lo amamos y tratamos de vivirlo). Luego, claro está, los cuatro consejos que daba una madre a su hijo recién ordenado sacerdote: “Habla claro, no corras, haz pausas y... sé breve”. Yo añadiría todavía dos cosas más: un poco de sentido del humor en el modo de hablar y contar (¡no seamos siempre tan patéticos o apocalípticos!) y..., finalmente, que quien nos escuche pueda percibir el afecto que le tenemos, en vez de arremeter contra él. Y Uds., estimados fieles, procuren no bostezar, dejen la “Hoja” en el banco y no miren tan frecuentemente al reloj o al techo...; miren, en cambio, a quien se esfuerza por hablarles, y no con cara insensible, resignada o aburrida, sino demostrando un cierto interés -¡nos ayudan!- ...; no se olviden de apagar el teléfono móbil antes de entrar en la iglesia...; y si alguien llega a mitad del sermón que no atraviese toda la nave para ponerse en primera fila taconeando... ¿Es mucho pedir?
Les revelo que el “éxito” mayor que he tenido en mi vida de predicador fue el siguiente. Era yo entonces capellán de una comunidad de cinco religiosas. Iba todos los días, incluido el domingo, a celebrarles la Misa. Un domingo fuí y me encontré con una sola religiosa. Mi reacción espontánea fue: “¿Le predico o no le predico? Si no lo hago, se creerá que ella no se merece que yo me moleste en hablarle..., ni siquiera es la superiora... Pues, nada, ¡le predico!”. Total, ya me había preparado. Entre mí, como celebrante, y ella como fiel había una distancia de unos cuatro metros a lo más. Al llegar el momento, comencé mi homilía. A los pocos minutos... se me durmió... Entonces me paré; porque yo estoy de acuerdo en hablar a una persona sola, ¡pero no a las paredes! Me senté en silencio. Pasó algún minuto “ensordecedor”. Al ratito se ve que el mismo silencio la despertó, y avergonzada exclamó: “¡Ay, Padre, perdone!”. A lo que yo le respondí: “No, Hermana, ha hecho bien. Esto demuestra que Ud. necesita descansar más. Pero, ahora permítame que vayamos adelante con el ofertorio y que no tenga que comenzar la homilía otra vez...”. No hace falta decir que ella, la pobre, estuvo totalmente de acuerdo...
Un grande creyente y literato, el seglar Carlo Bo, ha hablado del “tormento de los fieles”. Otro grande escritor y creyente, François Mauriac, observaba con tono despiadado: “No hay ningún sitio en que los rostros permanezcan tan inexpresivos como en las iglesias durante los sermones”. Y el grande Julien Green: “Los gestos del predicador no varían, las modulaciones de su voz son siempre las mismas. Desde la primera palabra se adivina cuál será la última, como se sabe que la última palabra de una oración es el amén”. Un pastor protestante, muerto hace pocos años, Valdo Vinay, que apreciaba mucho a la Iglesia católica, se preguntaba sorprendido por qué muchos sacerdotes no preparan más su homilía. El grande filósofo católico Jean Guitton decía, ya anciano: “He calculado que en mi vida habré escuchado unos 3.000 sermones; de todos ellos, sólo 5 ó 6 los recuerdo y me sirven todavía...”. Y Beretta se pregunta por qué 100.000 homilías cada domingo a lo largo y ancho de la “bota” italiana no surgen mejores efectos. Es verdad que de vez en cuando oímos hablar de predicadores interesantísimos; pero, se pregunta Beretta, “¿Por qué habitan siempre lejos de mi parroquia?”. ¿Por qué no debería existir una especie de “Guía Michelin” de los lugares donde se celebra con más dignidad y participación o se predica mejor, como la hay de los restaurantes más o menos apetitosos, se pregunta alguien?
Por otra parte, que pueda haber sermones aburridos es algo viejo.Ya el libro de los “Hechos de los Apóstoles” (He 20, 7-12) nos narra que una vez san Pablo (¡!) con su sermón no impidió que se durmiera il joven Eutico, que estaba sentado al borde de una ventana (¡para que digan de ciertas actitudes de la juventud moderna...!). Se cayó de un tercer piso y se mató. Luego tuvo que resucitarlo... La diferencia positiva hoy es que las iglesias generalmente se construyen a nivel del suelo –comenta Beretta-, de lo contrario correríamos el riesgo de una hecatombe cada domingo; con el agravante de que al predicador de turno le iba a resultar más difícil que a Pablo resucitar a las víctimas...
Ya me imagino que más de uno de Uds. se estará preguntando: “Y tú, ¿qué tal predicas?”, habida cuenta de los casos personales que les he contado antes. Les confieso que personalmente dedico unas dos horas semanales a preparar los diez-doce minutos de la homilía dominical; y, a pesar dello, tengo muchas dudas acerca del éxito y fruto de mi esfuerzo..., porque sé muy bien que contentar a un público tan heterogéneo como el que tenemos delante los domingos, es todo un arte que no todo clérigo, por el simple hecho de ser tal, ya posee. Pero, reconozco que los sacerdotes tenemos que hacer todo lo posible para dar algo útil al pueblo de Dios y tratar de no abusar de su paciencia o de hacerle perder el tiempo... Y reconozco, además (también por experiencia), que es más difícil hablar diez minutos y decir algo que sirva, que no charlar o entretener buenamente a la gente durante media hora, yendo de Herodes a Pilato... Ya sé que no es cuestión de hacer disquisiciones de técnica exegética o de alta teología, con palabras altisonantes que parecen acertijos (al final de una homilía, un cristiano de a pie se preguntaba qué era aquello del “chiquinlében” y del “belchancháun”...- léase, “Sitz im Leben” y “Weltanschauung”, palabras alemanas usadas en el repertorio exegético técnico para indicar “ambiente” y “mentalidad”-), ni mucho menos “endilgar” a quienes nos miran nuestras ideas o preocupaciones puramente clericales o, peor aún, políticas; se trata de comunicarles una Palabra de Dios a la que, antes de hablar, los predicadores se supone que hemos dedicado un tiempo para entenderla, sentirla y vivirla personalmente. En fin, debería estar prohibido improvisar, o pensar que estamos ante una platea televisiva. En una palabra, como decía san Francisco de Sales, se trata de “iluminar la mente y calentar el corazón” para ayudar a transformar la vida. O, como dice Beretta: “En la homilía, habladnos del Evangelio, please...”; ayudadnos a sentarnos junto a la orilla del lago de Galilea o de la colina de Sión, para escuchar y entender al Maestro, sin olvidarnos –al mismo tiempo- de que vivimos en el siglo XXI (hay que tener en una mano la Biblia y en la otra el periódico, decía el gran teólogo protestante Karl Barth). Porque, como dijo san Pablo: “La fe depende de la predicación, y la predicación depende de la Palabra de Dios” (Rom 10, 17). La asamblea merece nuestro respeto, preparación y competencia; tiene derecho a exigírnosla, porque está sentada delante de nosotros sin nada más que hacer, en aquel momento, sino escucharnos. Si no nos escucha, se distrae o se aburre, si tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo, si sale de la celebración sin sentirse enriquecida, ¿de quién es la responsabilidad? Alguien ha dicho que “el purgatorio de muchos sacerdotes va a ser el de hacerles escuchar de nuevo sus sermones”...
Permítanme una última anécdota (¡histórica!) antes de acabar. Conocí a un buen arcipreste llamado Melquisedec (e.p.d.), que se reservaba siempre la “Misa mayor” del día de Pascua. Todos los años el tema de su homilía era el mismo: ¡el inferno! Ante la protesta de los sacerdotes que le estábamos ayudando en el ministerio de aquellos días (“Pero, Don Melqui..., por favor..., el día de Pascua...”), nos respondía impertérrito: “Muchos de los que vienen hoy no vendrán más en todo el año; si no les espanto hoy, ¿cuándo les voy a pescar otra vez?”. Sin comentarios.
Estamos en Cuaresma, tiempo de predicación “fuerte” y necesaria. ¡Ojalá sea también útil! Y, como dice la sabiduría de nuestro pueblo: Quien sea cofrade, que tome candela...
(... Todos insisten en que los curas seamos breves. Yo también he fallado en este artículo. Me he alargado demasiado. Lo reconozco. Los “viejos” llevamos demasiadas cosas dentro... Pero, me arrepiento. ¡Absuélvanme, por favor!).
¡Santa Cuaresma!
J. Rovira, cmf.
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