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Arrivederci, Roma!

Josep Rovira, cmf -

Me voy. De Roma, se entiende. Después de 48 (léase, cuarenta y ocho) años de estar entre estas viejas piedras y el pueblo sencillo que las habita. Los Superiores me han destinado un poco lejos; a quien me lo pregunta le digo: “Bajando, a la izquierda”, es decir, Filipinas. Otro gran pueblo que no me es totalmente nuevo, porque, aunque en breves espacios de tiempo, he estado años atrás repetidas veces por aquellas lejanas tierras por razones de ministerio.

Se me ha pedido que, a pesar de mi edad, continúe enseñando allá. Por eso, me atrevo a repetir la oración al Maestro por excelencia, escrita por un “santo” obispo: Tonino Bello (1935-1993: “Señor, / hombre libre e irresistible amante de la vida, / infunde en mí una gran pasión por la Verdad, / e impídeme hablar en tu Nombre / si antes no Te he consultado con el estudio / y no he fatigado en la búsqueda. / Sálvame de la presunción de saberlo todo, / de la arrogancia de quien no admite dudas, / de la dureza de quien no tolera retrasos, / del rigor de quien no perdona debilidades, / de la hipocresía de quien salva los principios / y mata las personas...”.

Dado este motivo personal, ¿me permiten ser hoy un poco autobiográfico?. De esta manera me voy a despedir de todos Ustedes que una u otra vez han tenido la bondad de leer lo que he publicado en ciudadredonda. Efectivamente, no sé si desde allá me va a ser posible continuar este diálogo-reflexión-noticiero que he llevado a cabo una vez al mes (casi siempre fielmente, e incluso en alguna ocasión dos veces) desde Octubre 1999.

Llegué a esta ciudad el 18 de Septiembre 1964, con 21 años de edad (casi 22, a decir verdad), y me voy con 70: la vida del hombre, dice el Salmo 90 verso 10. El texto dice que los más robustos llegan hasta los 80; espero que me toque también a mí esta suerte. Y continúa diciendo, con un cierto tono pesimista: “... mas son casi todos (los años) fatiga y vanidad, / pasan aprisa y vuelan”. Con todo el respeto debido, yo no sería tan pesimista; me han sucedido cosas desagradables, sufrimientos..., pero también muchas cosas buenas. En lo que estoy de acuerdo es que es verdad que han pasado muy rápidos. Cuando un adolescente me dice que su padre es “viejo” porque tiene cincuenta años..., me doy cuenta de que yo podría ser su abuelo...

Cuando llegué estábamos a mitad del concilio Vaticano II. Aunque desde fuera y siendo simplemente estudiante, pudimos vivir la tercera y cuarta sesión; las más significativas y difíciles (¿?). A veces íbamos a ver la salida de los Padres conciliares de la Basílica de San Pedro al mediodía. ¡Qué espectáculo!: vestidos de todos los colores, les esperaban coches de todas las medidas (Mercedes, coches “normales”, cochecitos en que se acumulaban varios para aprovechar el pasaje, autobuses que recogían a docenas que no tenían con qué). Nunca en la historia bimilenaria de la Iglesia había habido una asamblea semejante: ¡más de tres mil representantes de todo el mundo! Recuerdo que nosotros, viéndoles, éramos conscientes de que estábamos viviendo un acontecimiento epocal (como se suele decir), que no sabíamos (¡no podíamos saberlo!) todas las consecuencias que iba a tener; pero estábamos más que seguros de que estaba comenzando un momento nuevo en la historia de la comunidad cristiana. Solamente que, con un cierto temblor nos preguntábamos, nosotros jovenzuelos de poco más de veinte años: “Pero, ¿qué va a salir concretamente de esta multitud de ancianos formados a la antigua?”. Y ciertamente que, visto desde nuestra edad, eran casi todos viejos y desde luego formados a la antigua; pero..., eran sabios y abiertos a los signos de los tiempos y a la voz del Espíritu. ¡No! El futuro no iba a ser como antes; y el futuro ¡era nuestro!, no de aquéllos que tal vez se resistían a notar el soplo suave pero decidido de Dios. ¡Nosotros íbamos a llevar a término aquel tesoro!

Entre los documentos que nos dejaron no todos tienen el mismo valor, porque frecuentemente eran fruto de un compromiso entre varias tendencias; la sustancia, sin embargo, era clara: ¡no íbamos a romper con lo esencial del pasado, pero sí que era ya inevitable una precisa discontinuidad en muchos campos (la frecuentación de la Palabra de Dios, la liturgia renovada e inculturada, una Iglesia que era ante todo una inmensa comunión de hermanos fundamentalmente iguales, todos con voz en capítulo, con derecho a hablar y obligación de escuchar, aunque con diversas misiones, carismas y ministerios; el ecumenismo, la apertura a lo que de bueno tiene nuestro mundo y el momento histórico actual, etc. etc.). Por eso, los documentos son importantes; pero, hay algo que los envuelve y nos da la “password” para entenderlos: el evento, el “kairós”, que entonces se vivió. Y eso no se iba a perder: ¡dependía de nosotros y lo íbamos a vivir y defender!

Luego vinieron años en que no faltó una cierta desilusión. Cambió enormemente la sociedad. No pocos en la Iglesia iban a entrar en crisis; creyeron que no podían digerir aquella “comida” tan abundante en un clima enrarecido... Sucedió de todo, bueno y menos bueno. No obstante, como dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Los planes de Dios no se realizan fácilmente; pero, Él sabe cómo salirse con la suya, como dice el Maestro en Lc 15: la oveja se perdió, la moneda no se supo de momento a dónde había ido a parar, de los dos hijos uno era peor que el otro; al final, sin embargo, el pastor encontró la oveja, la mujer la moneda, y el padre tuvo de nuevo a sus dos hijos en casa... ¿Será que nuestro Señor sabe cómo respetar la libertad que nos dió y salirse no obstante con la Suya? Por eso, para un creyente, no cabe más que un realismo esperanzado: porque el pecado existe, pero no tiene la última palabra ni es superior a la gracia. Los caminos de Dios –ya decía Isaías (Is 55,5-11)- nos son desconocidos, tal vez sorprendentes, y Él no tiene por qué comunicárnoslos con anticipación; lo que sabemos es que su palabra –dice el profeta- no volverá a Él de vacío, sin haber llevado a cabo lo que se había propuesto. Y Dios, que es amor (1Jn 4,8-16) y ama lo que creó (Sab 11,23-26), no vino para condenarnos, sino para salvarnos (Jn 3,16ss). ¡Y, viva Dios, si lo va a llevar a cabo!

Me ordenó sacerdote el que había sido Secretario del concilio, cardenal Pericles Felici, el 2 de Julio 1968. Desde entonces, mi vida ha estado atada al mundo académico y pastoral de Roma y, al mismo tiempo, me ha dado la posibilidad de conocer a gente de todo el mundo e incluso de ir por breves espacios de tiempo a muchos países. ¡Qué don constatar que todos somos iguales y diferentes, al mismo tiempo! Y que si el otro piensa, habla y vive de otra manera no es por equivocación, sino porque Dios ha derramado riquezas humanas y espirituales en todas partes para que nadie se crea superior a los demás. Nos ha hecho a todos y a cada uno hambre y pan.    

De ahí que, ante mi partida, la plegaria que me viene espontáneamente a los labios es el “Te Deum”; esta oración en la que alabamos a Dios, le damos gracias, le proclamamos tres veces Santo, le pedimos perdón y, al final, cuando sacamos la cuenta: “... He esperado en Tí, Señor, / yo sé que no quedaré confundido para siempre”. ¡Qué suerte tenemos los creyentes!, la suerte –¡es un don, no un mérito!- de ser, como dijera san Pablo,  “... aquellos que tienen esperanza...” ( 1Tes 4,13), una esperanza que es con mayúscula: “... Cristo Jesús, nuestra Esperanza” (1Tim 1,1).

Acabo pues con las palabras más humanas cuando nos despedimos con justificada nostalgia del lugar y de las personas que han formado parte de nuestras vidas (personas a las que hemos amado y por las que nos hemos sentido amados); palabras de una típica canción popular de esta ciudad: “... Arrivederci, Roma! /  Goodbye, Adiós, Au revoir...!”; y aquel himno que entonó hace tiempo una joven nazarena en anteprima mundial: “Magnificat...!” (Lc 1,46-55).

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