Magnificat: Maria habla de Dios

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    El título es más bien pobre. Debiera decir: María canta a Dios, porque nos estamos refiriendo al magníficat. Que esta composición es un himno lo sabían de sobra grandes creadores como Palestrína, Cristóbal de Morales, Tomás Luis de Victoria, Antonio Vivaldi, Juan Sebastián Bach, y otros músicos más humildes que compusieron melodías para esta letra. Y el hecho de que sea un canto da a entender que no se está refiriendo a algo prosaico e intrascendente.

Un cantar de gesta

Conectamos con el artículo anterior. Gabriel y Simeón, un ángel y un anciano, le traen a María sendos recados de parte de Dios; por el cauce de estas mediaciones, Dios ha hablado a María. A su vez, María, en cierto modo, ha hablado a Dios a través de sus palabras de consentimiento al anuncio de Gabriel: "he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra". El mensajero no vuelve a Dios de vacío; recoge la respuesta de la joven de Nazaret y se retira discretamente. No quiere que desviemos la atención hacia su "viaje de vuelta"; deja que nuestra meditación descanse en María, convertida ahora en espacio de salvación.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.María, en el magníficat (Lc 1,46-55), habla de Dios. No es, la suya, una palabra lanzada al viento: en ese instante cuenta al menos con una oyente y testigo, Isabel. Pero el evangelista tiene presentes a todos los lectores, a todas las generaciones de oyentes en cuyos oídos resonará esta palabra. San Lucas sabe que la historia no está boqueando y que el evangelio se tiene que comunicar a todos los pueblos. Una mujer ungió a Jesús en vísperas de su sepultura, y, frente a quienes criticaban aquel derroche, Jesús repuso: "en cualquier punto del mundo entero en que se proclame el evangelio, se contará también lo que ha hecho esta mujer, en memoria de ella" (Me 14,9); con tanta o más razón hay que recordar la obra de Dios en María, en cuyo seno fue concebido Jesús. La memoria de su concepción y nacimiento se asocia así a la de su muerte y sepultura.

Consideremos primero la forma en que María ha-bla de Dios. El magníficat no es un discurso, ni un tratado de teología; ni siquiera es una simple efusión lírica, aunque María expresa su sentimiento de gozo. Es un himno a Dios, algo así como un cantar de gesta. Entona las proezas de Dios, las "obras grandes" que ha realizado y realiza en favor de ciertos grupos humanos y en favor de Abraham y su descendencia. El magníficat viene a ser, en suma, un canto épico.

Este canto nace de la vida. María habla desde su condición y su experiencia personal y desde la experiencia del pueblo. Lo hace con palabras y frases de su tradición israelita, pero se dice a sí misma y dice el tiempo que ella vive. Ha bebido en su propio pozo, en las fuentes que manan del pasado de Israel; pero también en ese otro pozo que es la experiencia vivida en carne propia. María convoca todo un enjambre de palabras y experiencias del pasado que revuelan en su memoria para decir ahora su propia experiencia, lo que ella vive, lo nuevo que está haciendo Dios.

¿Qué dice María sobre Dios?

Conocer y actuar son dos rasgos propios de las personas. Dios es una realidad máximamente perso-nal, y María le atribuye esos dos rasgos. No lo hace con lenguaje filosófico, sino con expresiones simbó-licas y concretas de su tradición: habla de la mirada de Dios y del brazo de Dios. La mirada simboliza el conocimiento; el brazo, la acción.

Siglos atrás había visto el Señor la aflicción de su pueblo sometido al poder de Egipto y había oído su clamor (Ex 3,7); la mirada de Dios a aquel estado de opresión y sufrimiento del pueblo no fue indiferente, como tampoco ahora lo ha sido con María: Dios ha mirado la humillación de su esclava. Él no se tapa los ojos para ignorar la situación de las personas que ama, para no ver sufrimiento ni alegría, maldad ni bondad. Tiene los ojos bien abiertos y los oídos muy atentos; de lo contrario, o no actuaría, o intervendría dando palos de ciego. María ha experimentado esa mirada de Dios, que ha vuelto sus ojos de misericordia sobre su sierva y la ha colmado haciendo obras grandes por ella.

Gabriel le había recordado en la anunciación un artículo de fe del pueblo israelita: «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Rimando con ese acento de fe, María llamará a Dios "el Poderoso" y apuntará las proezas de su brazo: dispersa y enaltece, colma de bienes y despide vacíos. El Dios que había separado las aguas superiores y las inferiores, los mares y la tierra seca, la luz y las tinieblas, ahora también separa. El evangelista Lucas lo remacha una y otra vez, escribiendo variaciones sobre un mismo tema: la parábola del pobre Lázaro y el rico que banqueteaba espléndidamente cuenta en lenguaje narrativo lo que María celebra en lenguaje hímnico y lo que las bienaventuranzas expresan en lenguaje profético y sapiencial: «Dichosos vosotros, los pobres… ¡Ay de vosotros, los ricos, los violentos!».
María nos dice que las vidas humanas no están entregadas a la fatalidad, al dominio de los astros, al capricho de poderes anónimos. Dios no se queda cruzado de brazos, víctima de una indolencia sin límites, o sometido a una anestesia total. Al Dios vivo le duele la humillación de los pequeños, la afrenta hecha a sus fieles. Si su nombre es santo, él no puede pactar con lo negativo y tenebroso, con la injusticia y el crimen, con la soberbia y la indiferencia humana.
Para entenderlas más a fondo, las palabras del magníficat hay que leerlas a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. El sufrió la humillación del madero, suplicio cruel e infamante y, tras sumergirse en el bautismo amargo y anegador de la muerte, entró en la gloria de Dios. Si la misericordia de Dios llega a sus fieles, Dios no podía dejar que su Fiel, es decir, Jesús, conociera la corrupción (cf Hch 2,27).

Un himno modelo

El magníficat de María nos enseña a cantar a Dios. Ella toma como punto de partida su propia experiencia, pero no se queda encerrada en su pequeño ego; desde lo vivido personalmente remonta el vuelo, o dilata la mirada, para contemplar la actuación de Dios en la historia humana y en su pueblo Israel.

María no dirige a Dios una oración de súplica; como los otros cantos del evangelio de la infancia (el benedictus de Zacarías, el padre de Juan Bautista, y el breve texto de Simeón), la petición y la esperanza dan lugar al gozo y a la celebración, porque Dios ha actuado, y el tiempo de la espera ha dado paso al cumplimiento. Si la misericordia de Dios llega a sus fieles de generación en generación, también nosotros nos vemos invitados a abrir los ojos para advertir la actuación de esa misericordia en nuestro tiempo y a componer nuevos himnos que la celebran.     

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