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Viejos y nuevos forcejeos con la Iglesia

Ronald Rolheiser (Trad. Carmelo Astiz, cmf) -
Hay cantidad de gente que está forcejeando o luchando con la Iglesia. Y esto es más complejo de lo que a primera vista parece.

Las estadísticas muestran que en los últimos 50 años no ha habido un gran bajón en el número de gente que dice creer en Dios. Sorprendentemente también, tampoco ha habido un gran bajón en el número de personas que dicen pertenecer a una iglesia o a una denominación religiosa. El enorme bajón se ha dado sobre todo en un área concreta: en la asistencia real a la iglesia. La gente cree todavía en Dios y en su iglesia, aun cuando no frecuente la misma. Los cristianos no han abandonado a sus iglesias; simplemente, no se acercan o no asisten a ellas. Somos más post-eclesiales que post-cristianos. El problema no consiste tanto en el ateísmo o en la afiliación religiosa como en la participación activa en la Iglesia.

¿Por qué? ¿Por qué nuestra cultura forcejea y lidia tanto con la iglesia?

A los liberales les gusta pensar que es porque la iglesia ha sido demasiado lenta en cambiar y que, de forma más bien enfermiza, no va al paso con el mundo de hoy. Pero los conservadores prefieren pensar lo contrario, a saber, que la gente está desencantada de la iglesia porque ha cambiado demasiado y ha sido demasiado complaciente con la cultura. En ambos puntos de vista hay algo de verdad, pero los analistas apuntan a que hay otras razones que tienen que ver con la crisis general de la familia y de la vida pública.

Lo que está en juego y en apuros hoy no es solamente la vida de la iglesia y de la parroquia. El descenso de asistencia a la iglesia es semejante en todas partes y en todas las instituciones: Las familias y los vecindarios se van desvaneciendo y viniendo abajo en la medida en que la gente protege cada vez más su privacidad e individualidad. A las organizaciones civiles y a los clubs les resulta difícil funcionar como antes, y, simplemente, hay en todas partes menos sentido de comunidad que en otro tiempo.

No es de extrañar, pues, que nuestras iglesias estén luchando y forcejeando. Las iglesias y las parroquias son, por definición, comunidades que no se basan en intimidad personal, es decir, no están compuestas por personas que eligen relacionarse entre sí basadas en ser del mismo parecer. Más bien las iglesias y parroquias se componen, por definición, de personas que, a pesar de sus diferencias, se sienten llamadas a encontrarse y convivir juntas en torno a Cristo y a una serie de valores que los moldea para formar una comunidad por encima de preferencias personales. Pero esto no se comprende fácilmente en una cultura que cree que sólo puede formarse una comunidad con sentido sobre la base de una elección personal y de una necesidad personal de intimidad. Hoy no sólo jugamos a los bolos en solitario; también "vivimos la espiritualidad" en solitario.

La gente, hoy en día, tiende a tratar a sus iglesias de la misma forma como trata a sus familias, a saber, quieren que estén allí dispuestas para ellos, para ritos funerarios, para ocasiones especiales, y para la seguridad de saber que se puede volver a ellas cuando se las necesite, pero no quieren que las iglesias se interfieran mucho en su vida real y quieren participar en ellas sólo según sus propios criterios.

La gente ya no tiene la sensación de necesitar a la iglesia. Los hombres y mujeres de hoy admiten si es caso la necesidad que tienen de Dios y de espiritualidad, pero no necesitan de la iglesia. Por lo tanto, nos encontramos con la noción popular que afirma: Quiero espiritualidad, pero no Iglesia.

Finalmente, circula también la noción de que la iglesia como institución es demasiado defectuosa, demasiado condescendiente y sobrada de componendas, demasiado estrecha, demasiado crítica, y demasiado hipócrita como para ser creíble en cuanto institución que hace de mediadora de salvación. Jesús es puro y aceptable, pero la iglesia es defectuosa -esa es la lógica-. Por lo tanto, cantidad de gente opta por relacionarse con la iglesia de forma muy selectiva y muy esporádica.

Nunca he encontrado mejor respuesta a esa lógica paradójica que la que nos ofrece Carlo Caretto, el conocido escritor espiritual italiano, que amó profundamente a la iglesia, aunque fue lo bastante honesto como para admitir los defectos de la misma. Hacia el final de su vida escribió esta oda a la iglesia:
 
"¡Cuánto debo criticarte, iglesia mía, y, sin embargo, cuánto te quiero! Tú me has hecho sufrir más que nadie, y, sin embargo, te debo a ti más que a ningún otro. Me gustaría verte destruida, y, sin embargo, necesito tu presencia. Tú me has escandalizado tanto, y, sin embargo, solamente tú me has hecho comprender la santidad. Nunca he visto en este mundo nada tan falso, tan condescendiente, y, sin embargo, nunca me he topado con nada más puro, más generoso y más hermoso. ¡En innumerables ocasiones he sentido ganas de darte con la puerta de mi alma en las narices, y, sin embargo, todas las noches he rogado para que un día pueda yo morir seguro en tus brazos! No, no me puedo liberar de ti, porque soy uno contigo, aun sin ser plenamente tú. Además, también, ¿a dónde iría yo? ¿A formar otra iglesia? Pero no sería capaz de formarla sin los mismos defectos, ya que son mis defectos. Y de nuevo, si yo hubiera de formar otra iglesia, ésa sería "mi" iglesia, no la iglesia de Cristo. No, soy suficientemente viejo, no me voy a equivocar".

Esa actitud de Carlo Caretto puede ayudarnos a todos, tanto a los que asistimos a la iglesia como a los que no.     
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