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Una Equiparación Obsesionante: Sufrimiento y Valía

Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz) -

En su novela “Final Payments” (Pagos Finales), Mary Gordon expresa una ecuación o equiparación que ha influido durante mucho tiempo en la espiritualidad cristiana, tanto para bien como para mal.

Su heroína, Isabel, es una joven en cuyo interior conspiran conjuntamente una fuerte formación católica, un padre demasiado estricto y una profundidad natural de alma para dejarla excesivamente reservada y reflexiva. Ella mira a la vida desde fuera, demasiado consciente de sí misma y, en general, demasiado absorta e introspectiva como para ponerse espontáneamente a bailar o confiar en cualquier clase de alegría y regocijo.

Una noche va a una fiesta de estudiantes universitarios, pero casi inmediatamente se siente fuera de lugar dentro de la juerga, de las bravuconadas juveniles, del beber y del bailar. Entonces cae en un viejo hábito: “Yo me quedaría buscando entre las caras de los estudiantes un rostro que me gustara, al que pudiera amar. Buscaría algo original, algo que diera testimonio en la forma de su barbilla o de sus ojos, algo que sugiriera la creencia de que allí había un dolor residual que la legislación no pudiera tocar. Pero todos los jóvenes de la fiesta parecían tan implacablemente felices y rebosantes de salud que no me interesaban. Me di cuenta de que estaba buscando a alguien que estuviera triste, y yo estaba enfadada conmigo misma por hacer la equiparación entre sufrimiento y valía –equiparación de mi padre y de la Iglesia–”.

Esa equiparación entre sufrimiento y valía tiene una larga historia dentro de la espiritualidad y nos ha afectado, tanto positiva como negativamente. Y –tengo que confesarlo– ésta ha sido también, por regla general, mi propia situación. Como la Isabel de la novela de Mary Gordon, también yo tiendo a buscar en la sala de una fiesta el rostro triste, en la creencia de que la tristeza es un signo de profundidad, de sustancia, de peso. De vez en cuando he acertado y, en efecto, un rostro cargado de tristeza surgió realmente de una profunda interioridad; pero con frecuencia me he equivocado también. Algunas veces esa tristeza es simplemente una indicación de depresión, de timidez y de enfado no reconocido. Por el contrario, a veces me he encontrado con personas fuertemente extrovertidas al manifestar su felicidad y alegría y que, por debajo, en el fondo, gozaban de auténtica profundidad de alma y eran todo menos superficiales.

Pero todavía la equiparación me ronda y obsesiona, como ha obsesionado a la espiritualidad cristiana a través de los siglos. Hemos tendido siempre a equiparar el sufrimiento y la tristeza con la valía y la profundidad. Recuerdo a mi Maestro de Novicios, que nos retaba con la idea de que en la Escritura no hay ningún episodio registrado en que veamos a Jesús riendo; la idea que quería recalcar era que toda la profundidad de Jesús echaba sus raíces en su sufrimiento. Las risas o carcajadas y la liviandad de corazón hay que mirarlas como superficiales. Esto contribuyó a reforzar una idea que me inculcaron y que me marcó profundamente cuando yo era niño, al crecer en una familia y comunidad de inmigrantes católicos. Se nos catequizaba prácticamente con la siguiente expresión: “¡Después de las risas, vienen las lágrimas!” La idea estaba clara: La risa, la carcajada, son superficiales y en el fondo son sólo un intento de mantener a raya la realidad y la tristeza de la vida. Lo real es la tristeza, por tanto no nos engañemos demasiado montando fiestas y riendo a carcajadas.

¿Qué hay que puntualizar en todo esto? Evidentemente, la equiparación entre valía y sufrimiento es correcta y verdadera. Cualquier buen sicólogo, director espiritual o mentor de espíritu te dirá que casi siempre el sufrimiento profundo y el dolor en nuestra vida provocan crecimiento real y madurez de espíritu. No se trata tanto de que Dios no nos hable tan claramente en nuestras alegrías y éxitos –que también nos habla–, sino que tendemos a no escucharle en esos momentos. El sufrimiento provoca nuestra atención. Como el escritor C.S. Lewis dijo alguna vez, “el dolor es el micrófono de Dios para un mundo sordo”. Hay, sin lugar a dudas, una conexión entre sufrimiento y profundidad de espíritu.

Cundo miramos a Jesús, y a muchas otras personas admirablemente sanas, vemos que la profundidad de espíritu está también conectada con los momentos alegres y festivos de la vida. Jesús escandalizó de igual forma, tanto con su capacidad de conectar con el sufrimiento y renunciar a las alegrías mundanas, como con su capacidad de disfrutar muchísimo de un momento dado, como resulta evidente en el episodio en que una mujer unge sus pies con un perfume muy costoso. Su profundidad de espíritu surgió de ambos: de su sufrimiento y de su alegría. Y me sospecho que sus sentimientos de gratitud surgieron más de la segunda que del primero.

En su novela más famosa, “The Unbearable Lightness of Being” (La Insoportable Levedad del Ser”), el afamado escritor checo Milan Kundera sopesa la equiparación: “¿Qué tiene más valor, la pesadez o la levedad?” Y responde: “La pesadez puede aplastarnos, pero la levedad y ligereza pueden hacerse insoportables”:

“La más pesada de las cargas nos aplasta, nos ahogamos bajo ella, nos inmoviliza contra el suelo. Pero… cuanto más pesada sea la carga, más cercanas a la tierra se vuelven nuestras vidas, llegan a ser más reales y más auténticas. Y a la inversa, la ausencia absoluta de una carga pesada hace que el hombre sea más ligero que el aire, que remonte el vuelo hasta la altura, que se despida de la tierra y de su ser terreno y llegue a ser real sólo a medias, y que sus movimientos sean tan libres como insignificantes. Entonces, ¿cuál de las dos elegimos? ¿Pesadez o liviandad?... Esa es la cuestión. La única certeza que tenemos es: La oposición levedad/pesadez es la más misteriosa, la más ambigua de todas”.

Realmente lo es.

    
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