Un Instituto de vida consagrada es una verdadera comunidad.

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    Una Congregación religiosa -un Instituto de vida consagrada-, a semejanza de la Iglesia misma, con la que guarda una estrecha relación y analogía -y en la que sólo tiene verdadero sentido-, no es una simple institución. Ni siquiera una institución con fines específicamente religiosos, asistenciales o benéficos. Una Congregación es, ante todo, un acontecimiento de gracia, un verdadero carisma, suscitado en la Iglesia -para ella y, en definitiva, para el mundo- por el Espíritu Santo. Es un acontecimiento de gracia, un carisma que se encarna e ‘institucionaliza’, expresándose visiblemente en la Iglesia -que es el gran Carisma institucionalizado- para bien de la humanidad entera.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. En la Iglesia, lo humano y lo divino, lo visible y lo invisible, lo jurídico y lo teológico, lo institucional y lo carismático, lo social y lo místico, no constituyen dos realidades distintas y separables, sino que son dos dimensiones constitutivas y, por eso, irrenunciables de una misma y única realidad (cf LG 8). Lo mismo, análogamente, acaece en una Congregación o Instituto de vida consagrada. Más aún, lo visible y lo jurídico, lo institucional y lo social han de estar siempre ordenados y subordinados a lo invisible y a lo teológico, a lo carismático y a lo místico, como explícita y seriamente advierte el Concilio (cf SC 2).

Al hablar de la comunidad religiosa, se corre el peligro de reducirla a la comunidad local. Habría que destacar que, dentro de esa gran Comunidad primordial, que es la Iglesia, el Instituto entero es la suprema realización de la Comunidad religiosa. Porque en ella se salvan -mejor que en la Provincia o en la Región y que en la Casa- el concepto teológico y hasta jurídico de Comunidad. Algunas Constituciones renovadas, al hablar de la estructura orgánica del Instituto o Congregación, tienen una afirmación similar a ésta: "Nuestra Congregación, a semejanza de la Iglesia, es una Comunidad, a la vez carismática e institucional…". La verdadera vida comunitaria consiste en vivir siempre ‘unidos’, estando algunas veces ‘juntos’.

Convendría señalar, deivamente, los principales elementos teológicos (y jurídicos) que hacen que el Instituto entero sea de verdad, y en sentido propio y primordial, una Comunidad. Por ejemplo:

  • La común vocación, recibida por todos y cada uno, que se convierte en convocación.
  • La capacidad activa y la urgencia de responder a la llamada de Dios, o "responsabilidad", que se convierte en corresponsabilidad.
  • La comunión o común-unión de todos y de cada uno con uno solo que es Jesús y, en él y desde él, con los demás: Vivir con Cristo, viviendo con los otros seguidores de Cristo (cristocentrismo y fraternidad).
  • El mismo carisma o don de gracia, vivido por el Fundador como "una experiencia del Espíritu Santo, (y) transmitida a todos sus discípulos para que vivan según ella, la conserven en fidelidad, la hagan más profunda y la vayan desarrollando constantemente, en sintonía con el Cuerpo de Cristo, siempre en crecimiento" (MR 11).
  • La misma consagración o real configuración con Cristo, no sólo en su virginidad-pobreza-obediencia, sino, también, en una peculiar dimensión de su misterio, que es en lo que consiste esencialmente el carisma y la experiencia del Espíritu Santo (cf MR 51, b).
  • La misma misión a realizar entre todos, en la Iglesia y para el mundo.
  • La misma espiritualidad o conjunto de rasgos y de actitudes derivados del carisma y de la misión común.
  • El mismo estilo de vida-misión, que es un modo de ‘ser’, de ‘actuar’ y de ‘comportarse’: "Un modo de santificación y de apostolado" (MR 11).
  • Los mismos derechos y deberes fundamentales, expresados en las Constituciones.
  • La misma autoridad, que significa y promueve la unión entre todos y coordina las actividades en orden a la vida y misión del Instituto en la Iglesia.
  • La subordinación del proyecto personal de vida-misión al proyecto comunitario.

Cuando uno tiene suficientemente claro todo esto, se solucionan fácilmente -o ni siquiera surgen- determinados y graves problemas, entre lo universal y lo particular, entre las necesidades y urgencias de la Congregación y de la Iglesia y las de una concreta Provincia o una comunidad local. No se puede olvidar -y, menos todavía negar- que somos Iglesia antes que Congregación y que somos Congregación antes que Provincia. Y que, en consecuencia, si hubiera algún ‘conflicto’ entre una instancia y otra, habría que decidirse por lo más universal, como prioritario.

Hoy, por desgracia, no pocos Institutos están cayendo en un peligroso ‘regionalismo’ que les hace carecer de miras auténticamente eclesiales, y les está haciendo perder la abierta disponibilidad misionera que está en la entraña misma del carisma y de la consagración religiosa.