Transmitir la Palabra: la familia y los profetas

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Antes que pueblo del libro, Israel es el pueblo de la palabra vivida, predicada, trasmitida y celebrada. Un espacio principal del anuncio es la familia. El padre es el ministro de la palabra. Otro espacio es la liturgia comunitaria.

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La palabra tiene su grandeza propia y su pequeñez peculiar. La grandeza es solemne y excelsa como la realidad. La pequeñez es algo inherente a la palabra misma: apenas un hilito de viento articulado que existe mientras la palabra es proferida. Después desaparece como aura que se desvanece. Hija del viento como es, la palabra se pierde en el torbellino del aire. Decimos en nuestra lengua que las palabras se las lleva el viento.

Transmitir la Palabra: la familia y los profetas

En la palabra existe, sin embargo, un algo que permanece, desafiando el soplo del aire y el murmullo del viento. En nuestra cultura hablamos de «cosa», aludiendo a la realidad, y de «palabra», como denominación de la misma realidad. Otras culturas, como la hebrea, cuentan tan sólo con un vocablo para designar la realidad y para nombrarla. Tal vez este dato testifique la consistencia que tiene la palabra en sí. Aun prescindiendo de la fusión y confusión entre realidad y nombre, la palabra tiene su propia grandeza por ser el carruaje de la idea y del sentimiento, sobre los que viaja señorial y menesterosamente la interioridad humana.

El señorío de la palabra puede ser incluso creador. De esta índole son las diez palabras pronunciadas por Dios durante la semana creacional. Dios pronunció una palabra, y las cosas comenzaron a ser: «Dijo Dios: ‘Haya luz’, y hubo luz» (Gn 1,3). Hermana de la palabra divina creadora es aquella otra que se intercambian los humanos entre sí: un sí recíproco, nacido del amor, origina una nueva realidad, un «nosotros», que no es mera suma de un «yo» y de un «tú» sino que infunde en los interlocutores un de-seo irrefrenable de fusión y un aliento de eternidad. Un «sí», grávido de amor, es el fundamento de toda familia. Es una breve palabra cuasi-creacional, cuya floración y fruto son los hijos. Por fugaz que sea el «sí» recíproco, ha generado algo que permanece a lo largo del tiempo, y allende la losa sepulcral.

Sí en la palabra se cela otra realidad que es divina, cuan angostas resultan las fronteras verbales para abarcar tan sublime realidad. Una vez más se aúnan la pequeñez de la palabra y su grandeza. La palabra fluye en el tiempo y en él se desvanece. Es imprescindible por ello resucitarla generación tras generación. La grandeza de la misma palabra se agiganta, sin embargo, puesto que en ella se alberga nada menos que la excelsa realidad divina. Tal vez porque así se funden y confunden grandeza y pequeñez, el cuarto evangelista comienza la proclamación de la Buena Noticia con esta frase lapidaria: «En el principio existía la Palabra» (Jn 1,1). Porque existía en el principio, persiste para siempre. Basta conjurarla al calor del hogar familiar o en el templado regazo de la asamblea litúrgica para que ella acuda al lado de los humanos. Veamos cómo sucede.

UN SUSURRO EN FAMILIA

Ha transcurrido tanto tiempo que se cuenta ya por siglos. Un recién llegado a la familia, sin vinculación alguna con el pasado, asiste perplejo a la celebración de la pascua. ¿Qué sabe este pequeño de las vicisitudes de sus antepasados en Egipto? Nunca ha estado en Egipto, ni ha sufrido la opresión. Cuanto ahora ve le resulta extraño: el sacrificio de las reses menores, el manojo de hisopo, la unción de las puertas de casa con sangre, la reclusión en el hogar, siendo día festivo… Una serie de ritos extraños, desacostumbrados ante la mirada ¡nocente del niño. La pregunta es inevitable: «Cuando os pregunten vuestros hijos: ¿Qué representa para vosotros este rito?’». He aquí una pregunta que suena a provocación para la generación de los mayores. Al conjuro de la misma el pasado adquiere corporeidad en el presente.

El padre, memoria heredada del pasado, tiene la noble tarea de despertar los acontecimientos antiguos, que dormitan bajo la cálidas cenizas de palabras nunca olvidadas. Es el momento de recrear un pasado que siempre ha estado presente. Aquellos cuatrocientos treinta años de esclavitud egipcia, sufrida por los antepasados, han marcado indeleblemente a sus descendientes. En aquella salida precipitada de la tierra de servidumbre sonó la hora cero que lanzó a este pueblo por rutas de libertad. La noche de vigilia es normativa para todos los hijos de este pueblo. En las tinieblas de aquella noche intervino Dios en persona. Dios fue el padre que engendró al hijo que es este pueblo, o la nodriza que le sacó del estrecho seno de la madrastra -Egipto, donde el pueblo comía el pan de la aflicción-, para confiarlo al seno amplío de la tierra santa, tierra que mana leche y miel. Todos estos acontecimientos del pasado reviven en el momento presente. Son un susurro familiar.

El pasado adquiere tal vitalidad en el presente que puede decirse con ver-dad: «Vuestros mismos ojos han visto toda esta gran obra que Yahweh ha realizado». En las palabras del padre de familia resucitan las obras antiguas, y se despliegan ante la mirada del pequeño que pregunta. Este pequeño, que hasta ahora no tenía pasado, ya es hijo del pasado. También él ha estado en Egipto. También él ha sido sacado de Egipto y traído a la tierra. Dios se ocupa de la generación presente, como veló por las pasadas generaciones.

Con la presencia divina toman cuerpo también los dictámenes y prescripciones que han de regular la vida de los hijos de Israel. «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ‘¿Qué son estos dictámenes, estos preceptos y estas normas que Yahweh nuestro Dios os ha prescrito?’». Nuevamente la pregunta del hijo hace de eslabón que une el presente con el pasado glorioso. Cuando éramos esclavos, Dios «nos sacó de Egipto con mano fuerte». Los signos y los prodigios contra el Faraón, el camino a través del desierto tras los pasos del guía divino y la donación de la tierra son, ciertamente, acontecimientos del pasado, que adquieren toda su actualidad en el momento presente: en los dictámenes, preceptos y normas que Dios prescribe hoy. Es inconcebible una norma ética o moral sin una historia que la respalde; historia que es santa porque Dios actúa en la misma.

Pues bien, la palabra -apenas un susurro hogareño- tiene la grandeza de dar identidad a la generación de los hijos, bien porque los convierte en con-temporáneos de los hechos pasados, bien porque motiva su conducta. Las nuevas generaciones no son planta espúrea y desarraigada. Pertenecen a un pueblo santo cuyo Dios es el Señor. La palabra, la humilde y pequeña palabra, se ha tornado seno gestante para las sucesivas generaciones de este pueblo. En el seno maternal que es la palabra son engendrados los nuevos hijos del pueblo de Dios. Serán alimentados también con la palabra.

EN EL REGAZO DE LA LITURGIA

El niño que interrogaba al padre ha crecido. Ya adulto, todos los años ha de presentarse ante el Señor, en el lugar elegido para morada de su nombre. Ha de llevar en las manos los frutos de la tierra, y en el corazón, el recuerdo ancestral de la historia santa. Este ritmo ha prendido en él a ritmo de preguntas y de respuestas. Unido a la fe generacional, ha de decir: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto… Los egipcios nos maltrataron… Clamamos entonces a Yahweh Dios de nuestros padres… Y Yahweh nos sacó de Egipto… Nos trajo aquí y nos dio esta tierra… Y ahora yo traigo las primicias de los productos de la tierra que tú, Yahweh, me has dado» (Dt 26,5-10). He aquí un credo aprendido en familia, vertido ahora en palabra, en el transcurso de un acto litúrgico. El israelita, que así confiesa a Dios, sabe que cada uno de los enuncia-dos de este credo es el título de los dis-tintos capítulos de la historia general, que ya es su historia personal. La palabra, de suyo tan fugaz, tiene la solidez y grandeza de actualizar la historia santa generación tras generación. Es una palabra confesada, que obliga a todos los adultos del pueblo de Dios.

Necesitamos comunicar nuestras vivencias y experiencias sin miedos ni recelos