Transformemos el caos interior en un pacífico jardín

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    Casi todas las espiritualidades reservan un lugar especial para desiertos, selvas y otros lugares semejantes, donde nos sentimos desprotegidos y en peligro, a merced de la indómita naturaleza, de animales salvajes y de espíritus amenazantes. Este concepto tiene profundas raíces tanto en el interior de antiguas religiones como dentro de la misma psique humana. En la antigua Babilonia, por ejemplo, el terreno salvaje, sin cultivar, se percibía como algo  inacabado por Dios y que participaba todavía del caos amorfo y de la “ausencia-de-Dios” de la pre-creación…  El terreno salvaje se consideraba a la vez como inacabado y como lugar donde estaban al acecho fuerzas peligrosas, bestias y demonios. Por eso, cuando la gente tomaba posesión de tierra baldía, todavía sin cultivar, sentía que había que realizar ciertos ritos religiosos que, en esencia, reivindicaban la tierra para Dios, para la civilización y para la seguridad. Para la antigua Babilonia, un jardín o un huerto cultivado era un lugar seguro y sagrado, mientras que un  desierto o una selva todavía sin cultivar eran peligrosos y, de alguna oscura manera, como opuestos a Dios.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Ideas semejantes se encontraban también en otras culturas, que percibían el desierto o la selva como un lugar habitado por sátiros, centauros, duendes y espíritus malignos. El mundo del mito y del folklore está lleno de estas imágenes. La Europa Medieval, como puede percibirse en nuestros cuentos de hadas, añadió a este concepto la idea de “profundos y oscuros bosques”. Éstos  también se consideraban como lugares sin cultivar, peligrosos, áreas donde los malos espíritus o personas malvadas pudieran secuestrarte, o como lugares en los que pudieras extraviarte sin esperanza de salir. Los bosques selváticos, impenetrables, oscuros,  eran lugares donde no podías aventurarte sin guía adecuada.   

    Pero se comprendía también, por otra parte,  que estos lugares salvajes no tenían que permanecer para siempre intocables por nosotros y por Dios. Esta idea estaba presente en la espiritualidad cristiana: nosotros, hombres y mujeres de fe, teníamos que ayudar a Dios a acabar la creación, dominando y “domando” estas regiones salvajes, exorcizando allí los malos espíritus y convirtiendo el desierto y la selva en un verdadero huerto o jardín. Y así el cristianismo desarrolló la consistente idea de que hombres y mujeres, armados de una manera especial con luz y protección divinas, monjes y monjas, podrían y deberían ir a esos lugares sin cultivar y convertir el peligroso desierto o la temida selva en huerto y jardín seguros. Entre otros,  éste fue seguramente uno de los  motivos por el que monjes y monjas medievales eligieron con frecuencia lugares yermos o baldíos para comenzar sus monasterios y conventos.

    Este miedo a las regiones salvajes, desérticas o baldías, alimentaba en parte el temor de la iglesia a la investigación y a la exploración del espacio exterior. Galileo conoció esto de primera mano. La iglesia había estado advirtiendo: Manteneos lejos de ciertos lugares lóbregos…

    De manera sutil, tanto este concepto como sus miedos correspondientes conviven todavía con nosotros. Lo que nos asusta hoy no es  la indomable geografía (a la que percibimos hoy  como invitándonos a la paz y a la calma). Más bien muchos de nosotros visualizamos ahora lo indómito, lo salvaje, más como un área infestada de bandas peligrosas dentro de la ciudad, casas de vicio, bares de alterne; áreas de clubs de striptease y de “luz roja”. [Visualizamos también lo indómito en otras áreas infectas donde pululan vigorosos los demonios y bestias salvajes de la codicia por el poder y el dinero. Y nos asusta también explorar  -aun con toda cautela y valentía-  el bosque salvaje de la cibernética, esa telaraña múltiple y enmarañada de la red informática, auténtica selva virgen para el hombre de hoy, donde crece y se entremezcla lo más santo y sagrado con lo más mundano y profano…]. Comprendemos que todas estas áreas se asientan fuera de nuestras vidas cultivadas, separadas de la seguridad del hogar y de la religión, lugares-sin-Dios, peligrosos, selva virgen e impenetrable…

    Pero lo que nos asusta más todavía son los desiertos y bosques indómitos dentro de nuestros propios corazones, las áreas inexploradas y oscuras dentro de nosotros mismos. Como  los antiguos, tenemos miedo de lo que pueda haber ahí escondido, lo vulnerables que podamos ser si penetramos ahí, qué bestias  salvajes y demonios caseros puedan atraparnos, y si un remolino caótico pueda tragarnos en caso de arriesgarnos a entrar ahí. Tenemos también miedo de lugares inexplorados; salvo que nuestro miedo no sea motivado por nuestra seguridad física, sino por nuestra cordura y sensatez y por nuestra santidad.

    Y no se da este miedo sin su cuota correspondiente de sabiduría. Es de sabios no ser  ingenuo. Durante siglos los padres contaron a sus hijos cuentos de hadas que provocaban miedo de cosas o situaciones malignas que están al acecho en bosques oscuros, buscando devorar niños chiquitos o cocerlos al horno. No se contaban a los niños estos cuentos para provocarles pesadillas nocturnas, sino más bien para advertirles que no deben ser demasiado ingenuos sobre quién o qué encuentren en su camino. No todos los seres humanos son dignos de confianza, y es sabio, sobre todo cuando eres joven, vulnerable y desarmado, el estar juntos, mantenerse lejos de lugares lóbregos, y estar a salvo, fuera de peligro.

    Sin embargo, nuestra fe cristiana nos invita a ir a esos lugares, a confrontar las fieras salvajes que allí habitan y transformar esas regiones peligrosas en tierra cultivada, en jardines seguros. Después de todo, eso es lo que hizo Jesús: Se dirigió a todos los lugares oscuros, desde los lugares de mala reputación de su tiempo hasta la muerte y hasta el mismo infierno, y llevó allá  la luz y la gracia de Dios. Pero él no era ingenuo. Prestó atención a la advertencia de los viejos cuentos de hadas y no se arriesgó a ir allá solo. Entró en ese inframundo (en esos “bajos fondos”) agarrado, de forma segura, de la mano de su Padre; no caminando solo.
 
    Se supone que la fe nos libra a nosotros también del miedo, incluso del miedo de los animales salvajes y demonios que acechan dentro de los desiertos de nuestras mentes, corazones y energías. Tenemos que transformar esas áreas salvajes y oscuras en jardines pacíficos y seguros. Pero deberíamos hacer caso, a la vez, a nuestros propios instintos y al instinto que se vislumbra detrás de los viejos cuentos de hadas: ¡Nunca arriesgarse a entrar en esos bosques lóbregos y siniestros de forma ingenua y sin compañía! Asegúrate de armarte con una fe robusta y de caminar de la mano de tu Padre.