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Tocando a nuestros seres queridos dentro del Cuerpo de Cristo

Ron Rolheiser, omi -
Mistério de encarnación

Hace veintiocho años,  cuando comencé a redactar esta columna,
escribí un trabajo que titulé “Atando y desatando dentro del Cuerpo de Cristo”. Entre todos los artículos que he escrito en todo este tiempo, éste fue probablemente el que más reacciones provocó.

¿De qué se trata?
¿Cómo podemos atarnos y desatarnos unos a otros dentro del Cuerpo de Cristo? Aquí van las líneas esenciales:

Imagina que eres un padre o una madre que tiene un hijo que ya no va a la iglesia, que ya nunca reza, que ya no cumple los mandamiento morales de la Iglesia, que ya no respeta tu fe y es hasta abiertamente agnóstico o ateo. ¿Qué puedes hacer tú?

Puedes seguir orando por él y vivir responsablemente tus convicciones de fe, con la esperanza de que el ejemplo de tu vida ejerza poder eficaz donde tus palabras son ineficaces. Puedes ciertamente hacer eso, pero puedes hacer más todavía.

Puedes seguir amando y perdonando a tus hijos
y, en la medida en que reciben ese amor y perdón, están recibiendo el amor y el perdón de Dios. Tu toque de afecto es el toque de Dios. Ya que eres parte del Cuerpo de Cristo, cuando los tocas, es Cristo quien los toca. Cuando les amas, es Cristo quien les ama. Cuando les perdonas, es Cristo quien les perdona, porque tu toque de afecto es el toque de la Iglesia.

Parte de la maravilla del misterio de la Encarnación consiste en el hecho asombroso de que podemos hacer unos por otros lo que Jesús hizo por nosotros. Jesús nos otorga ese poder: ‘Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo’.  Quedan perdonados los pecados de aquellos a quienes perdonéis.

Si formas parte del Cuerpo de Cristo, cuando perdonas a alguien, él o ella queda perdonado. Si amas a alguien, es Cristo quien le está amando, porque el Cuerpo de Cristo no es simplemente el cuerpo de Jesús, sino que es también el cuerpo de los creyentes. Sentirse tocado, amado y perdonado por un miembro del cuerpo de los creyentes es ser tocado, amado y perdonado por Cristo. El infierno es posible solamente cuando alguien se coloca a sí mismo completamente fuera del alcance del amor y del perdón, de modo que se vuelve incapaz de sentirse amado y perdonado. Y esto no es tanto una cuestión de rechazo de enseñanzas explícitas religiosas y morales, como de rechazo del amor tal como se nos ofrece en la comunidad de los que creen sinceramente en Jesús.
 
Más claro todavía:
 
Si algún ser querido tuyo se descarría y se aleja de la Iglesia en el campo de la práctica de la fe y de la moralidad, mientras tú sigas amando a esa persona y manteniéndola en tu amor y perdón, está ella tocando la “orla del manto de Cristo”, se mantiene unida al Cuerpo de Cristo y Dios la perdona, independientemente de su relación oficial y externa con la Iglesia. ¿Cómo?

Esas personas están tocando el Cuerpo de Cristo porque
tu toque afectivo es toque de Cristo. Cuando tocas a alguien, a no ser que esa persona rechace activa y abiertamente tu amor y tu perdón, esa persona se está relacionando con el Cuerpo de Cristo.  Y esto es así incluso más allá de la muerte: Si alguien muy cercano tuyo muere en un estado en el que, al menos externamente, se muestra reñido con la iglesia visible, tu amor y tu perdón seguirá “atando” a esa persona al Cuerpo de Cristo y seguirá ofreciendo perdón a esa persona, aun después de la muerte.

El famoso pensador y escritor inglés G.K. Chesterton expresó esto en una curiosa parábola: “Un hombre totalmente descuidado en asuntos espirituales y religiosos murió y aterrizó en el infierno. Y sus viejos amigos en la tierra le echaron mucho de menos. Su agente de negocios bajó a las puertas del infierno para ver si habría alguna posibilidad de recuperar al amigo. Pero, aunque suplicó que se abrieran las puertas, las barras de hierro nunca cedieron. Su párroco fue también y arguyó así:  ‘Realmente no era él un mal hombre; si se le hubiera dado tiempo, habría madurado. ¡Déjenle salir, por favor!’  La puerta permaneció tercamente cerrada contra todas sus presiones. Finalmente se acercó al infierno la madre del pobre hombre; no pidió que liberaran a su hijo. Con calma, y con una extraña inflexión en su voz, le dijo a Satanás: ‘Déjame entrar’. Inmediatamente el enorme portalón se abrió girando sobre sus goznes…, porque el amor baja al infierno y  penetra por sus puertas  y… allí redime a los muertos”.

En el misterio de la Encarnación Dios se hace hombre: en Jesús, en la Eucaristía y en todos los que son sinceros en su fe. El poder y la misericordia increíbles que vinieron a nuestro mundo en la persona de Jesús están todavía con nosotros, al menos si optamos por activarlos. Somos el Cuerpo de Cristo. Lo que hizo Jesús por nosotros podemos hacerlo también nosotros, los unos por los otros. Nuestro amor y perdón son los cables que conectan a nuestros seres queridos con Dios, con la salvación y con la comunidad de los santos, aun cuando ya no caminen por el camino de la fe explícita.

¿Demasiado bonito para ser verdad? Sí, sin duda. Si no, ¿de qué otra manera podemos describir el misterio de la Encarnación?
 
Traducido por: Carmelo Astiz, cmf
    
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