Testimonio de uno de los Soldados

15 de abril de 2006
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  Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

     Aquella noche regresé al campamento bastante afectado. Me había tocado estar en una crucifixión y tenía el estómago revuelto. Quise disimularlo para que nadie lo notara. Mis compañeros parecían haber disfrutado participando activamente en aquella tortura. Pero yo estaba cansado de ver tanta muerte y tanto sufrimiento inútil.

    Desde que salí de Roma, siendo un joven cargado de ideales y sueños de gloria, lo único que había hecho era hacer correr la sangre y las lágrimas de los que se cruzaban conmigo. Y todo para qué. Para que unos pocos privilegiados se creyeran los dueños del mundo, y se sirvieran de ilusos como yo para mantenerlos en su buena vida. Todo para gloria de Roma.

    Estaba ya harto de que me utilizaran. Harto de cumplir siempre órdenes, de matar, dominar y pisotear a gente inocente, porque así le interesaba al César y a sus arcas. Aquel viernes de Pascua judía había sido la gota que colmaba el vaso. Me habían obligado a clavar en la cruz a un hombre inocente. Le conocía de oídas y sabía que era un hombre justo. Pero qué podía hacer yo sino cumplir órdenes.

    Sus últimas palabras de agonía se clavaron en mi mente y no dejaban de repetirse una y otra vez: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Pero yo sí sabía lo que hacía, como tantas veces que mataba a gente inocente cumpliendo órdenes. Era un cobarde.

    Mis ideales y sueños de gloria me habían llevado a ser una marioneta repugnante en manos del sistema. En aquellos momentos cayó sobre mis hombros todo el peso de mi culpa. Quedé aplastado, hundido en mi miseria. sin posibilidad de salvación. No la merecía. Estaba manchado de sangre inocente y no había perdón posible.

    Pasé la noche sin dormir. Al amanecer escapé del campamento para nunca más volver. Me dirigí hacia el desierto para que él fuera el que acabara conmigo. Estuve un par de días vagando sin rumbo fijo. hasta que caí desfallecido esperando mi final.
    Pero estando en aquel estado tuve una especie de delirio o visión. No sabría cómo explicarlo. Sólo sé que vi ante mí a ese hombre al que yo había crucificado y visto morir en la cruz. Tenía las señales de los clavos en los pies y en las manos. Y me dijo:

    — La Paz esté contigo, amigo. Descarga tu pesada culpa sobre mí y recibe mi perdón. Para eso he dado la vida, para que tú puedas vivir de una forma nueva, como hasta ahora nunca lo has hecho. Déjate llevar por el Espíritu que te ha llevado hasta este desierto, y desde ahora, confía en mí. Así descubrirás cuál es la verdadera Gloria que debes perseguir.

    Es todo lo que recuerdo. Después, unos camelleros me recogieron del desierto y salvaron mi vida. Pronto me enteré del revuelo que se había formado en Jerusalén, porque algunos decían que aquel crucificado había resucitado, Dios le había devuelto a la Vida.

    Me quedé sin habla. No fue entonces un delirio lo que tuve en el desierto. Era verdad. Aquel que yo mismo había crucificado, vino al desierto para encontrarse conmigo y hablarme de Paz y Perdón. Una gran alegría invadió mi corazón. Yo mismo era testigo de todo aquello que decían. Era verdad; el Dios de los judíos lo había resucitado.

    Y no sólo eso; de alguna manera también me había resucitado a mí. Porque yo estaba muerto, aplastado por el peso de mi culpa, y sin embargo, me había regalado la Paz y el Perdón, haciéndome participar gratuitamente de su Nueva Vida Resucitada.

    Desde aquel momento, mis pasos se dejaron guiar por ese Dios; el único Dios que habitaba en mí, el que al resucitar a Jesús también me resucitó a mí. Y los que ahora se cruzaban conmigo en el camino de la vida, ya no derramaban más lágrimas ni sangre porque una Nueva Vida había comenzado a latir en mí.     

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