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Testigos de la vida

Antena Misionera -


     Antes de adentrarnos en la experiencia del testigo vamos a señalar algunos convencimientos y actitudes que brotan en él desde la experiencia que vive de Dios y desde la fuerza del Espíritu que ha sido derramado en su corazón.
 

Enraizado en la vida
♦ El testigo vive en la realidad de hoy.
♦ Está dónde está el ser humano.
♦ Su vida no discurre al margen de los problemas, interrogantes y sufrimientos que se viven hoy en el mundo. Su visión de la vida está enriquecida por la experiencia que vive de Dios, pero no vive en otro mundo, en otro tiempo, en otra esfera.
♦ Está en la vida. La ama y la vive apasionadamente. Sabe leerla con mirada evangélica. Se esfuerza por descubrir los «signos positivos emergentes», intuye las «huellas de Dios» acompañando a la gente en sus gozos y en sus penas.
♦ Sufre cuando, a veces, ve que la Iglesia se sitúa como «desde fuera» y «por encima» de todos, como juzgando y condenando a un mundo en el que ella no parece reconocerse como si fuera depositaria de una «santidad» especial y exclusiva que la colocara fuera de la condición común, débil, vulnerable y pecadora de los seres humanos.
♦ El testigo del Dios de Jesucristo no sabe vivir sin compartir las incertidumbres, crisis y contradicciones del mundo actual pues vive habitado por una convicción inamovible: «Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo unigénito» (Jn 3,16).
♦  Al testigo de Dios no le preocupa sólo la crisis religiosa o los retos a los que se enfrenta hoy la Iglesia. Sufre los retos, crisis y sufrimientos de la humanidad entera: la fuerza del mal y de la injusticia, el hambre y la miseria en el mundo, el sometimiento de la mujer, la impotencia ante el sufrimiento y la muerte, la crisis de esperanza.
♦  Comparte la incertidumbre propia de la condición humana: sabe que no hay evidencias ni certezas para nadie, ni para el que pertenece a una tradición religiosa ni para el que vive de otras convicciones.
♦ Entiende, comparte y sufre la «ausencia de Dios» tan generalizada en la sociedad occidental pues la padece también en su propia carne.

♦ El testigo del Dios de Jesucristo termina situándose en el mundo y en la vida desde una actitud amplia y universal. No le basta plantearse, ¿qué retos ha de asumir la Iglesia en el mundo actual? El siente y vive las cosas de otra manera: ¿a qué retos, sufrimientos y amenazas hemos de enfrentarnos las mujeres y los hombres de hoy? y ¿qué es lo que podemos vivir, contagiar y proponer los creyentes en ese mundo?

Simpatía con las víctimas de la incredulidad
 ♦ El testigo sabe que vive en una sociedad fuertemente marcada por la increencia. Está en contacto con hombres y mujeres que han abandonado «algo» que un día vivieron. Nosotros los llamamos «increyentes» porque no aceptan nuestra fe religiosa; en realidad son personas que viven de otras convicciones. Detrás de cada vida, en el fondo de cada manera de vivir hay una manera de creer: fe en Dios, fe en un Misterio último, confianza en unos valores, defensa de la persona como valor supremo, búsqueda de amor...
Nosotros reservamos el término «fe» para hablar de la fe religiosa pero quienes abandonan esta fe viven de convicciones, difíciles a veces de expresar, pero que los sostienen y ayudan a vivir, luchar, sufrir y morir con un determinado sentido.
♦  El testigo de Dios no los ve nunca como adversarios a los que hay que rebatir o convencer. Con frecuencia se pregunta en qué creen las personas cuando dejan de creer en Dios, y descubre que las gentes tienen sus convicciones, compromisos, fidelidades, solidaridades, su decisión de vivir de una determinada manera. Aunque la fe religiosa está en crisis, sigue viva la «confianza fundamental en la vida».
♦   Desde su propia experiencia, el testigo cree que Dios está en el fondo de cada vida y sigue comunicándose a cada persona por caminos que no pasan necesariamente por la fe religiosa ni por la Iglesia. Por eso vive atento a esa acción del Espíritu que se le regala a cada persona juntamente con la vida. No hay nadie que esté abandonado por Dios, olvidado por su Espíritu. El testigo vive con esta convicción: todos «vivimos, nos movemos y existimos» en Dios; todos «lo buscamos y encontramos a tientas aunque no se encuentra lejos de cada uno de nosotros» (Conf. Hch 17, 27-28).
♦  El testigo no se siente mal entre quienes no creen en Dios. Se siente cercano, en «simpatía mística con las victimas de la incredulidad». Comprende los sentimientos de Jesús al ver a la gente, «sentía compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6,34).

La vida está en buenas manos
♦  Esta convicción es fundamental en la experiencia del testigo de Dios: la vida está en buenas manos. Dios acompaña a todo ser humano; nadie está abandonado. El Reinado de Dios sigue abriéndose camino como «una pequeña semilla de mostaza» (Mt 13,31), como un poco de «levadura» (Mt 13,32). Nuestro pecado y mediocridad no pueden bloquear la acción de Dios.
Todos seguimos buscando y luchando, sufriendo y gozando, viviendo y muriendo sostenidos por el perdón y la misericordia de Dios. Por eso, el testigo se mueve con libertad. No tiene que defender nada; no tiene que rebatir, disputar ni combatir; no tiene nada que perder. Puede ser testigo sin miedos ni recelos, sin pretensiones ni intereses. Sencillamente vive y comunica la experiencia que lo ha transformado.

Lo que mueve al testigo de Dios
Nadie se propone un día convertirse en testigo. Sería ridículo organizarse la vida para «dar testimonio» o para dar a conocer mi fe. Sencillamente vive su experiencia, trata de ser fiel a Dios, a veces tiene alguna ocasión para comunicar el secreto de su vida.
El testigo no pretende convertir a otros: vive convirtiéndose él; no trata de salvar a los demás: vive su propia experiencia de salvación; no se esfuerza por hacer crecer la Iglesia mediante la adhesión de nuevos miembros: vive abriendo camino al Reino de Dios en la vida de las gentes.
                                                                                                              Antena Misionera
 
    
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