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Siéntate y no hagas nada

Nicolás de Ma. Caballero, cmf. -

Las primeras preguntas que se le ocurren a alguien que quiere conseguir un objetivo, son: ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo lo tengo que hacer?

- ¡Nada! -es la respuesta en este caso. ‘Simplemente estás ahí, sentado, sin hacer nada... y todo es silencio, todo es paz, todo es bendición. Has entrado en Dios, has entrado en la verdad1.
 
La vida de oración requiere gran energía para poder afrontar la naturaleza y la situación de nuestra mente. La mente no sabe ‘estar’ ante un acontecimiento que no ve, ni toca, ni controla; ante un acontecimiento en el que el cuerpo no responde; la mente se revuelve inquieta, siempre a la expectativa y a la espera de resultados inmediatos, rápidos, tangible y de reducir la relación silenciosa a alguna forma de sensación o de sentimiento afectivo.
 
Afirma alguien que a penas se encuentran personas que quieran afrontar el hecho de su propia ‘inquietud y confusión mental’; que acepten en paz la oscuridad ‘normal’ de lo que es misterio. Apenas se encuentran personas que acepten trascender su propia mente, vivir al margen de la utilidad inmediata. No hacer nada es un reto; no es necesariamente pereza porque ‘no hacer nada’ cuesta más que ‘hacer’. No hacer nada es tratar de ponerse silencioso al lado del acontecimiento: asumirlo como tal y esperar a que se revele.
 
Refiriéndose a su maestro, cuando lo encontró, Toni Roberson cuenta:
“Con ojos resplandecientes me invitó a entrar y a tomar lo que tenía para ofrecerme. No comprobó mis credenciales, no revisó mi karma, no midió mis méritos. Vio en mis ojos que estaba emocionada de verle y preguntó:
-Dime qué quieres.
-Quiero la libertad -respondí-: quiero ser libre de todos mis enredos y errores conceptuales. Quiero saber si la verdad final y absoluta es real Dime qué tengo que hacer.
-¡Estás en el lugar adecuado! -respondió, y después añadió-: No hagas nada. Tu principal problema es que no paras de hacer. Abandona todo hacer. Detén todas tus creencias2, toda tu búsqueda, todas tus excusas, y ve por ti misma lo que ya está ahí y siempre ha estado ahí. No te muevas. No te muevas hacia nada, ni te alejes de nada. En este instante, aquiétate.
No sabía qué quería decir, porque estaba sentada y quieta.
Entonces me di cuenta de que no se refería a la actividad física. Estaba pidiéndome que detuviera toda actividad mental. Podía oír las dudas en mi mente, el miedo de que la detención del pensamiento implicara el abandono del cuidado de mi cuerpo, la imposibilidad de salir de la cama, de conducir mi coche, de ir a trabajar... Estaba aterrorizada. Sentí que si dejaba de buscar, perdería todo el terreno que creía tener ya cubierto en mi búsqueda, que podría perder parte de lo conseguido.
Pero él era una presencia enorme, y en el momento en que le miré a los ojos, reconocí una fuerza, una claridad y una amplitud de visión que me pararon en seco. Había pedido un profesor, y, por suerte, en ese momento tuve el buen sentido de reconocer a ese profesor que había pedido. La faceta indagadora de mi espíritu me permitió ir sacudiéndome los pensamientos responsables de mi terror y, creyéndome inmersa en lo que inicialmente parecía ser un abismo de desesperación implacable, comenzaron a revelarse la plenitud y la paz tanto tiempo buscadas. En realidad, siempre habían estado aquí, y nunca hubo peligro de que dejaran de estarlo. ¡Lo más sorprendente de todo fue darme cuenta de que eran viejas conocidas! En ese instante supe que cualquier cosa que pudiera haber deseado ser, ya formaba parte de mí: era el fundamento de mi ser puro y eterno. Todo el sufrimiento que había llamado «yo» y «mío» había tenido lugar en el puro ser resplandeciente. Y, lo que es más importante, vi que lo que verdaderamente soy es este ser. Este mismo ser está presente por doquier, en todo lo visible y lo invisible.
Con esta toma de conciencia se produjo un notable cambio de orientación de mi atención, que pasó de estar ubicada en mi historia a hacerlo en la interminable profundidad de ser que siempre había existido por debajo de ella. ¡Qué paz! ¡Qué descanso! Previamente había experimentado momentos de unidad cósmica o de dicha sublime, pero esto tenía otra naturaleza. Era un éxtasis sobrio, el momento de reconocer que ¡no estaba limitada por la historia de mi «yo»!
 
La simplicidad de la toma de conciencia que se había dado en ese momento era difícil de creer. Nunca pensé que podía ser así de sencillo. Me habían enseñado que a menos que estés libre de pecado, de avaricia, agresividad, odio y karma, no puedes llegar a este lugar, y yo creía en lo que me enseñaban. Finalmente, me di cuenta de que cualquier cosa que pensara no era más que un pensamiento, y de que no podía confiar en él pues estaba sujeto al condicionamiento y la desaparición. El descubrimiento de la verdad conllevaba la pérdida de confianza en éL El pensamiento ya no podía ser el maestro. El miedo que antes me producía no saber se transformó en la alegría de no saber. No saber era tener la mente abierta a lo que no podía ser percibido por el pensamiento. ¡Qué alivio! ¡Qué profunda liberación!
Pasé algún tiempo con mi maestro, durante el cual me cuestionó y me puso a prueba hasta que comprobó que mis pensamientos se habían detenido. Cuando vio el resultado de ese aquietamiento, me pidió que fuera «de puerta en puerta» y hablara a otros de mi experiencia. Yo le dije:
-Maestro, no sé cómo hacerlo -y él me respondió:
-Bien. Así sólo podrás hablar de tu propia experiencia”.
Gracias, Tony por haberme dejado copiarte y decir con tus palabras lo que yo siento y quiero contar a otros.
 
Un ‘pequeño’ apéndice bíblico; un programa, en el fondo: ‘Dichoso el hombre que escucha, velando ante mi puerta, guardando las jambas de mi entrada’ (Prov 8, 34). Pero, cuántos no saben esperar; y menos cuando el misterio no entra por los ojos…y se revela en una espera lenta, muy lenta, a veces; casi siempre…
 

1 osho, Meditación. La primera y última libertad, Gaia, Madrid, 1995, 217.
2 Creer en Dios no sirve de nada si no soy consciente de que ‘vivo en Dios’.
    
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