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Sacerdote de Cristo en camino con los hermanos

Pedro Belderrain -
Quizá debería escribir menos ‘en caliente’, pero hace meses que me pidieron estas líneas y las semanas han ido pasando. Hace unos días recorrí las calles de Madrid, junto a miles de personas, para protestar contra las nuevas leyes españolas que plantean el aborto como un derecho merecedor de ayudas y mediaciones públicas que ya quisieran para sí muchos de los llamados habitualmente ‘derechos fundamentales’ y para mostrar mi rechazo como ciudadano a una mentalidad que frivoliza la vida y que creo está haciendo mucho daño a nuestras sociedades, sobre todo a la gente más joven.
 
No es la primera vez que me manifiesto. Más aún, me cuesta hacer memoria de las anteriores. He salido a la calle muchas veces: bastantes para decir que la violencia y el terrorismo no son camino para nada; otras para rechazar guerras como la emprendida contra el pueblo iraquí, para defender los derechos de los llamados ‘sin papeles’, de los desempleados o de grupos castigados por políticas económicas injustas como los trabajadores del campo o de la siderurgia; otras para protestar contra la tortura, la pena de muerte o el castigo penal a quienes se negaban a hacer el servicio militar… A veces he caminado con miles de personas, como el otro día; otras, no pocas, con poco más de una o varias docenas.
 
Alguien puede preguntar qué tiene que ver todo esto con mi sacerdocio. A mí me parece que mucho; sobre todo con mi condición de religioso sacerdote (una especificidad de la que en este Año Sacerdotal se está hablando bastante poco). Desde el día de mi ordenación diaconal, muy ayudado por los Obispos que me ungieron para la Confirmación, el Diaconado y el Presbiterado (D. Gabino Díaz Merchán, D. Mauro Rubio y D. José Sánchez), he querido tener muy presente que quien es llamado a participar del ministerio de Cristo Pastor y Maestro no puede olvidar que siempre será discípulo -‘oveja’- y que no ha de caminar con el Pueblo de Dios, sino con el resto del Pueblo de Dios. Esa es también lección que me enseñaron mis mejores educadores, empezando por mis padres y abuelos y siguiendo por mis formadores, compañeros de camino y profesores. Desde mi ordenación presbiteral, y así quedó escrito en los papeles que la recuerdan, me he sentido muy llamado a colaborar con el Señor en su empeño por “reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52). Veinte años después el tono y el contenido del Mensaje que los Obispos de España nos han dirigido a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal me ha llenado de alegría: ¡gracias!
 
La gracia de compartir la Vida en la vida
 
Para mí hay dos momentos del año especialmente significativos para mi servicio. Uno acontece el Viernes Santo, cuando el resto del Pueblo de Dios se acerca a adorar la Cruz que a mí me toca sostener después de haber pasado un rato postrado en el suelo en la misma postura en la que escuché pedir para mí solemnemente los dones del Espíritu el día de la ordenación. Otro tiene lugar en el Tiempo de Navidad, cuando mis hermanos y hermanas hacen también fila, esta vez para adorar al Niño. En ambos casos veo sus rostros según se acercan y en la medida en que he podido compartir con ellos vida, intuyo la ilusión, la preocupación, el esfuerzo, y los profundos y hermosos sentimientos con los que vienen.
 
La vida del presbítero es dura; la de algunos de mis hermanos sacerdotes muy dura. También lo es (¡y no pocas veces mucho más!) la de quien ha sido llamado a vivir como seglar en medio del mundo. Pero en mi opinión y experiencia, la vida sacerdotal tiene en ese compartir en profundidad la vida de las personas una de sus principales gracias y satisfacciones. Quien abre su corazón al presbítero -a aquel al que una campesina boliviana hablando a su hija definía como “el hombre encargado de hablar a Dios de nosotros”- muestra muchas veces sus pecados, su impotencia, la cara oscura de su vida, que llenan al ministro de dolor y tristeza; pero también le da a conocer realidades, sueños, empeños e ilusiones a menudo ignorados por la inmensa mayoría de la gente, que permiten percibir de modo privilegiado las semillas de Reino que Dios ha puesto en el corazón de tantos millones de personas.
 
Con muy buenos maestros
 
La formación que muchos ordenados después del Concilio Vaticano II hemos recibido, no carente de fallos pero globalmente tan sobresaliente, nos ha enseñado que nada es comparable a la grandeza de Dios y que nosotros, sus pobres siervos, nos limitamos a secundar lo que su Espíritu hace, a participar del infinito amor que Él tiene por el mundo y por su pueblo. Hemos podido aprender que no llevamos al Señor a ningún sitio donde Él no haya llegado antes ni tenemos gracia alguna que nos permita sentirnos superiores a los demás o creer que ya estamos convertidos del todo. Lejos de nosotros pensar que hemos sido ‘elevados’ a dignidad alguna distinta de la que nace de la Cruz a la que Jesús fue alzado para salvación de todos. ¡Quiera el Espíritu que nunca se nos olviden estas enseñanzas!
 
Cientos de sacerdotes, despreciados a veces en la misma comunidad cristiana como si no hubieran sabido vivir su ministerio por contemporizar demasiado “con el mundo” o fueran responsables de la increencia que nos rodea, nos han enseñado todo esto con su vida, su amor a la Iglesia y su entrega callada y generosa: ¡gracias! Perdonad que no hayamos alzado lo suficiente la voz para agradecer todo lo que nos habéis aportado. ¡Qué buenos sacerdotes regaló el Espíritu a la Iglesia de España durante el siglo XX! Quiera el Señor que los presbíteros de los dos últimos tercios del siglo XXI (¡qué los habrá, y buenos!) puedan decir que han visto en nosotros, las generaciones del cambio de siglo, por lo menos algún destello de vuestra categoría ministerial y creyente.
 
Pedro Belderrain - 45 años; 20 de ministerio
Misionero Claretiano. Madrid (España)
    
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