Porque Él nos amo primero

Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email

Dios nos ama

La revelación no intenta decirnos lo que Dios es en sí mismo, sino lo que él es para nosotros. No pretende manifestarnos su naturaleza, su ser y su identidad, sino, más bien, su comportamiento con nosotros. Tiene, por lo mismo, un sentido que podríamos llamar ‘funcional’. Al decir, pues, que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), quiere afirmar simplemente que Dios nos ama. Y que el amor es la única razón y el motivo único de toda su actuación con respecto a nosotros. Nos crea por amor, nos conserva en el ser por amor, nos elige y nos llama en Cristo por amor, y por amor nos predestina, desde toda la eternidad, a ser hijos suyos en su único Hijo, por una real configuración e identificación mística con él. Claro está que, al manifestarnos lo que Dios es para nosotros, nos dice también, y al mismo tiempo, lo que Dios es en sí mismo. Su comportamiento con nosotros, revela, de hecho, su verdadera identidad.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.La máxima expresión del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene, se llama Jesucristo. El es la manifestación suprema, la epifanía y la demostración definitiva de que Dios es amor y nos ama. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 9-10). “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único” (Jn 3, 16). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom 5, 8).

Jesús nos revela a Dios en su más genuina identidad, en su verdad más profunda, en su plena autenticidad, que es la misericordia: bondad difusiva, amor que se entrega, fidelidad inquebrantable a sí mismo y a los demás. El gran mensaje de la revelación, que se convierte en Evangelio, es decir, en la Buena Noticia, que encuentra su máxima realización y expresión histórica en Jesucristo.

Ahora, podríamos preguntarnos: ¿Por qué nos ama Dios? Y tendremos que responder que la razón y el porqué de su amor a nosotros no están en nosotros mismos, sino en él. Dios nos ama porque él es el Amor, y es muy digno del amor amar. El amor de Dios no supone, sino que crea en nosotros la bondad y la belleza Su mirada nos hace buenos y gratos a sus ojos, porque imprime en nosotros la imagen del Hijo de sus complacencias. Por eso, conocer de verdad a Cristo y creer en él, es conocer verdaderamente a Dios y creer en su amor. Y creer de verdad en el amor de Dios, es creer en Cristo. “Nosotros, confiesa Juan, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16). Toda la vida espiritual cristiana se reduce, en última instancia, a creer de verdad que Dios nos ama, reconociendo agradecidamente y aceptando con temblorosa libertad ese amor.

“El nos amó primero” (1 Jn 4, 19)

El amor de Dios es, sin duda posible, anterior al nuestro. “El nos amó primero”, afirma el evangelista Juan (cf 1 Jn 4, 19). La iniciativa no es nuestra, sino suya. Y nos ama a nosotros “por nosotros mismos”, buscando sólo nuestro bien. El concilio afirma que la persona humana es la única criatura terrestre “a la que Dios ama por razón de ella misma” (GC 24). Dios nos ama a nosotros porque somos nosotros. Y somos nosotros porque nos ama, ya que su amor nos crea y nos recrea. “El nos ha amado primero- recuerda oportunamente Benedicto XVI, en su encíclica “Deus caritas est” (25-I-06), – y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor…El nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios, puede nacer también en nosotros el amor como respuesta” (DCE 17).

Decir amor es decir gratuidad. Y decir Amor absoluto es decir absoluta gratuidad. El amor es razón de sí mismo, fin de sí mismo, fruto y premio de sí mismo. Cuando se ama de verdad, se ama simplemente por amor. No se busca nada a cambio. Lo expresó muy bien san Bernardo: “El amor se basta por sí mismo, agrada por sí mismo y por su causa. El es su propio mérito y su premio. El amor excluye todo otro motivo y otro fruto que no sea él mismo. Su fruto es su experiencia. Amo porque amo; amo para amar”1.

El verdadero orden: ontológico y pedagógico

Al fariseo que le pregunta cuál es el mandamiento principal de la Ley (cf Mt 22, 36), Jesús le contesta, remitiéndose al Antiguo Testamento (Dt 6, 5 y Lev 19, 18). Pero conviene advertir que Jesús da esta respuesta después de haber afirmado: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único” (Jn 3, 16). Si el amor se expresa con el don, el amor total se expresa con el don total: es decir, con el don de sí mismo en su Hijo. Y este amor, rigurosamente infinito, capacita al hombre para responder con amor total, con la donación cabal de sí mismo.

Hablando del amor de Dios y del amor a Dios, hemos de reconocer un orden que es, a la vez, ontológico y pedagógico, y que podríamos formular así: a) Ser amados. b) Saber que somos amados. c) Dejarnos amar. d) Amar. Y, en ningún momento y por ninguna razón, deberíamos intentar cambiar este orden, pues sería desconocer y contradecir la realidad, y perdernos en un laberinto de confusiones.

Este orden se realiza, con absoluta perfección, en Jesucristo. El es “el Amado del Padre”, su “Predilecto”, “el Hijo de su Amor”, en quien encuentra todas sus complacencias. Y él es plenamente consciente de ello, pues lo sabe con total certidumbre. Se deja amar, acogiendo activamente ese amor y consintiendo en él, y ama con el mismo amor infinito con que es amado2. Algo similar, aunque a escala de simple criatura, podemos decir de la Virgen María. Ella es y se sabe excepcionalmente amada -“colmada de gracia” (cf Lc 1, 28.30)-, cree en ese amor, se deja amar, vive en adhesión total a la voluntad de Dios, prorrumpe en alabanza agradecida (cf Lc 1, 38.47-55) y ama con el mismo amor que recibe, convirtiéndose, para nosotros, en un “signo sacramental” del amor femenino y maternal que Dios nos tiene.

Benedicto XVI, en su encíclica, vuelve a lo absolutamente esencial y primario de toda la revelación: Dios es Amor, y se nos manifiesta como Amor. El Papa nos recuerda lo más nuclear, decisivo y original de la fe cristiana, que se convierte en nuestro primer derecho y en nuestro primer deber. Dios es Amor, en sí mismo y para nosotros. Es decir, Dios nos ama y nosotros lo sabemos porque él mismo nos lo ha revelado y demostrado, sobre todo, en la Persona de Jesús.

a) Ser amados.-El principio objetivo de todo es que somos amados. Esa es la realidad histórica, el hecho primario y más fundamental de todos, que debe convertirse en el primer dato de nuestra conciencia. Todo parte de ahí y todo encuentra ahí su última razón de ser. Existimos, porque somos amados. Somos personas, porque somos amados. Somos creyentes, cristianos, religiosos, porque somos amados. El hecho de ser amados constituye la raíz viva de todo lo demás, porque todo brota lógicamente de ella y de ella recibe su savia vivificadora. Como afirma el concilio, “el hombre existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador” (GS 19).

“Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras -como dice Benedicto XVI- expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino” (DCE 1).

Sin embargo, nos acecha siempre la misma peligrosa e inveterada tentación: creernos protagonistas y comportarnos como si lo fuéramos. Es la vieja herejía pelagiana. Olvidamos, con demasiada frecuencia, que todo lo bueno es ‘gracia’, porque no viene de nosotros, sino de Dios: porque nos es ofrecido y dado amorosamente, y sin mérito alguno de nuestra parte. Ser amados por Dios y de forma enteramente gratuita, personal y entrañable, es lo absolutamente primero, fuente y origen de todo lo demás. Su gracia nos transforma por dentro. Y, al transformarnos realmente, nos capacita para responder en ese mismo orden de amor. Sin ese amor transformante, nada podríamos hacer, y seríamos como sarmientos desgajados del tronco de la vid, irremediablemente muertos (cf Jn 15, 4-5).

b) Saber que somos amados.-Dios nos ama, y quiere que lo sepamos. Porque sólo cuando uno es amado de verdad y se sabe de verdad amado, siendo plenamente consciente de esa realidad, ese amor se convierte en la experiencia más gozosa y transformadora de su vida. Se podría decir que la revelación entera es la pedagogía histórica de Dios para demostrarnos su amor. Toda la revelación es el sincero y gigantesco esfuerzo de Dios para convencernos de su amor, para hacernos sabedores y conscientes de que nos ama. Y este ‘esfuerzo’ culmina en la máxima prueba y demostración de su amor hacia nosotros, que es Jesús: en su Encarnación-Vida-Pasión-Muerte-Resurrección. Y Jesús mismo, para convencernos de su infinito amor, que es la expresión suprema del amor del Padre, da la vida por nosotros3.

Podemos dudar de muchas cosas, comenzando por nosotros mismos. Pero, honradamente, “no podemos dudar de ser amados por el Amor” (VFC 37). Y se trata de un amor estrictamente personal, pues se dirige a cada uno de forma inmediata, de tú a tú, sin posible confusión. Dios ama a cada persona en particular y la ama por ella misma y para ella misma, aunque siempre en relación con las demás personas. Su amor nunca separa ni aísla. Su amor une y congrega siempre. Por eso, crea siempre lazos, crea verdadera comunidad. Para Dios, cada persona es única, no en el sentido de exclusiva, que sería pobre y empobrecedor, sino en el sentido de inconfundible. Porque el amor verdadero saca definitivamente del anonimato a la persona amada. Ya no la confunde con nadie. La quiere porque es ella misma. Y es, en realidad, ella misma porque la ama. Cada uno tiene, para Dios, un nombre absolutamente propio y, por eso, inconfundible. No es nunca un ‘número’, un ‘caso’ o una ‘función’. Es una persona, un tú, un hijo, un amigo, un rostro original. Como dijo Benedicto XVI, en la Eucaristía con que iniciaba su ministerio pastoral, como Papa: “No somos producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno es necesario”

Ser alguien para alguien y, en definitiva, ser y saberse amado de verdad con amor estrictamente personal, es una experiencia no sólo gozosa, sino también creadora de autenticidad, porque es principio activo de autorrealización. Y esto vale, sobre todo, cuando ese Alguien se escribe con mayúscula, porque sólo él es capaz de colmar infinitamente los infinitos anhelos del corazón humano. Benedicto XVI ha recordado: “El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida” (DCE 1).

d) Dejarnos amar.-Pero el amor no se impone. El amor se ofrece. Pertenece a la dignidad misma del amor, que no se imponga. Y pertenece a esa misma dignidad y a su nobleza el que la persona humana haga el gesto de abrirse a ese amor, de acogerlo libremente, de creer y de consentir activamente en él. Por eso, el amor es lo más fuerte y, al mismo tiempo, lo más débil del universo. Lo más fuerte, porque se está ofreciendo permanentemente, sin posible cansancio, porque nunca se decepciona ni se bate nunca en retirada, porque es siempre fiel, ya que es enteramente gratuito y no busca una respuesta, aunque siempre la espera. Y el amor es también lo más débil, porque nunca emplea la fuerza para imponerse, nunca entra a saco en la vida de nadie, y es pura y paciente esperanza.

Todo nuestro quehacer, en relación con el amor que Dios nos tiene, es dejarnos amar. Esta actitud no es pasividad, sino pasión; no es espera, sino esperanza; no es cruzarse de brazos o cerrarse sobre sí mismo, sino abrir el alma de par en par y creer con todas las fuerzas en ese amor que Dios nos ofrece, pero que no impone nunca.

El verdadero amor es respeto. Y el amor infinito es infinito respeto. Tiene un tembloroso miedo a molestar y a importunar. Sólo espera que se le permita entrar y que se le acoja gozosa y confiadamente. Dios sólo quiere que nos dejemos amar por él, que reconozcamos que él nos ama con amor gratuito, personal y entrañable -que son tres características esenciales del verdadero amor-, que creamos de verdad, con fe inquebrantable, en el amor que él nos tiene. Sabiendo, por otra parte, que dejarnos amar es la manera mejor y más eficaz de amarle y de responder a su amor.

Dios espera de nosotros y nos pide, sobre todo, que creamos en su amor, que nos dejemos amar por él. Por supuesto, no sólo cuando las cosas nos salen según nuestros planes, sino también -y de un modo especial- cuando los acontecimientos son adversos y las circunstancias contradicen nuestros deseos y nuestras ilusiones. ¿No hay que creer en la luz, cuando es de noche? Es éste el mejor homenaje que podemos tributarle y el único servicio que le complace de verdad. Pero, resulta que nosotros nos empeñamos en ofrecerle lo que no nos pide y en darle lo que no le agrada. Este curioso fenómeno ¿no se deberá a que, en el fondo, no queremos tanto agradar a Dios, cuanto sentir la satisfacción egoísta de haber hecho algo por él? Porque si, de hecho, quisiéramos agradarle de verdad, haríamos lo que de verdad le agrada, que es fiarnos de él absolutamente, sin otra garantía que él mismo.

Esta actitud, que es esencialmente mística, porque reconoce y respeta la iniciativa absoluta de Dios y la absoluta primacía de su gracia, desencadena en nosotros la máxima cooperación activa, la colaboración más estrecha y la acción más eficaz. Por eso, no nos permite cruzarnos de brazos o dormitar en la indolencia o en la mediocridad. Es un fermento vivo que transforma, desde dentro, toda nuestra existencia. Es un revulsivo interior que nos mueve y nos urge vigorosamente a la donación total y al servicio más desinteresado.

“Convendría recordar algo que normalmente se olvida o se ignora. Resulta que amar a Dios es dejarse amar por él. Y progresar en el amor es dejarse arrastrar por esa fuerza magnética que procede de él. Y entender algo sobre Dios es dejarnos iluminar por él. En términos generales, alcanzar algo no es otra cosa que dejarnos obsequiar”4. Y en esto consiste la esencia más genuina de la oración cristiana. “Hemos creído en el amor de Dios: Así puede expresar el cristiano -recuerda oportunamente Benedicto XVI- la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristianos por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE 1).

d) Amar.-Sólo desde la certeza inviolable y desde la gozosa experiencia de ser amados por Dios, podemos nosotros amar de verdad. Y amar con el mismo amor que recibimos, con el mismo amor -gratuito, personal y entrañable- con que somos amados. Ser amados por Cristo -realización y expresión máxima del amor de Dios a nosotros-, nos capacita para amar y nos urge a amar “como él ama”. Esa es la raíz viva, de donde brota el árbol, con su tronco, sus ramas, sus hojas y sus frutos. Ese es el reino y su justicia, y todo lo demás es “añadidura” (cf Mt 6, 33).

La certeza de ser amados infinitamente, se convierte en certeza de poder amar sin límites (cf VFC 22). El amor que gratuitamente recibimos, y que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cf Rom 8, 5), crea en nosotros no sólo la doble certeza de ser amados y de poder amar con ese mismo amor, sino también la capacidad real y la apremiante urgencia de amar a Dios y a los hombres, al Padre y a los hermanos, con igual medida sin medida.

El hecho de ser amados, de saber que somos amados y de dejarnos amar, consintiendo activamente en ese amor, es fuente viva y principio eficaz y, también, la mejor pedagogía para aprender a amar. “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (c 1 Jn4, 10), ahora el amor ya no es sólo un ‘mandamiento’ -como afirma Benedicto XVI-, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (DCE 1). “El mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser mandado porque antes es dado” (DCE 14).

Es oportuno recordar unas palabras luminosas y profundas: “Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la Cruz de Cristo puede dar de un modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. Gracias a ellas, la persona consagrada se libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de todo y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende, más bien, a amar como Cristo ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado en su corazón y la hace capaz de olvidarse de sí misma y de darse como ha hecho el Señor” (VFC 22).

Dios, por ser constitutivamente Amor -en sí mismo y para nosotros-, es la raíz viva y permanente y la máxima garantía de nuestra capacidad y necesidad de amar. Sólo un amor, fundado en el amor de Dios, que brota ininterrumpidamente de ese hontanar primero, puede permanecer siempre fiel y superar victoriosamente todas las pruebas, abriéndose a la eternidad y a la infinitud

4.-“Amamos porque somos amados”

El amor de Dios no es sólo anterior al nuestro, sino causa y origen, raíz viva de nuestro amor a él y a los demás. “Amati, amamus: Nosotros amamos, porque somos amados”, recuerda san Bernardo, recogiendo una espléndida lección de san Juan: “Podemos amar nosotros, porque él fue el primero en amarnos” (1 Jn 4, 19). ”). “Y puesto que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf Rom 8, 5), nosotros amamos, porque somos amados. Y, al amar, nos hacemos acreedores a un mayor amor”5.
A este respecto, nos ha recordado Benedicto XVI: “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto -como nos dice el Señor- que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primaria y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios” (DCE 7). “Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta” (DCE 17).
Es significativo que, hasta hace poco, la mayor parte de los exegetas y traductores de la Biblia hayan traducido ese versículo de la primera carta de san Juan (cf 4, 19), en sentido meramente exhortativo: "Amemos nosotros". En cambio, y por fortuna, son cada día más los que prefieren emplear el presente de indicativo ?amamos?, por creer que no se trata de una simple exhortación, sino de una constatación y de un hecho. Nosotros amamos, podemos amar -al Padre y a los hermanos-, porque Dios nos amó primero: porque somos amados y el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original, que él ha convertido en mandamiento suyo. (El verbo griego agapomen está en presente de indicativo, lo mismo que el verbo latino diligimus. No es, pues, una simple exhortación a amar, sino la firme constatación de que amamos precisamente porque somos amados, es decir, porque nos ama Dios).

Dios nos ama y se nos ha revelado como Amor en Jesucristo, y en él nos ha dado la máxima demostración de su Amor. De ahí que nuestro fundamental quehacer, nuestro deber primero ?y también nuestro primer derecho? sea creer en el amor de Dios y dejarnos amar por él. Sabiendo, por otra parte, que ?en buena lógica de amistad? creer en el amor de una persona, es la mejor manera de amarla. Y que dejarse amar es la más eficaz pedagogía para aprender amar de verdad.

En este sentido, podemos afirmar que decirle a Dios: 'Creo en tu amor', es la forma suprema de decirle: 'Te amo'. De este modo, el edificio de nuestra vida espiritual cristiana ya no se apoya en la arena movediza de nosotros mismos o de nuestra relación con Dios, sino en la roca firme de Dios o de su relación con nosotros.


  1. San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 83, 1 4, en “Obras Completas”, BAC (491), Madrid 1987, t. V, p. 1031.
  2. Cf  Mt 3, 17; Lc 9, 35; Mc 1, 11; 2 Pe 1, 17; Ef 1, 6; Col 1, 13; Jn 13, 1.34; 15, 9.12; 17, 24.26; Rom 8, 37; Gál 2, 20; 1 Jn  4, 9-11.16; etc.
  3. Cf  Jn 15, 13; Rom 5, 8; Gál 2, 20; Ef 5, 2.25; etc.
  4. J. Mª Cabodevilla, Orar con las cosas: Voces y acompañamiento, BAC (634), Madrid, 2003, p. 229.
  5. San Bernardo, Carta 107, 8: PL 182, 247.

    

¡No hay eventos!

Destacados