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Padre que estás en el cielo

Enrique Martínez de la Lama, cmf (MISIÓN ABIERTA) -

Con la expresión «Padre que estás en el cielo» Jesús anima a los discípulos a una confianza incondicional fundada en la incomparable bondad del Padre que está en el cielo hacia sus hijos. Siempre emerge la imagen de un Dios compasivo y misericordioso, dispuesto a escuchar las súplicas de sus hijos, pero extremadamente exigente en lo que se refiere al perdón. Además, Dios habita también en el templo de carne que es el hombre, luego, el cielo también existe en la tierra, donde habita con sus hermanos.

Según los estudios de los exegetas, podemos admitir como la original la invocación mateana del Padre Nuestro. Es típicamente judía, y permitía distinguir entre el padre terreno, e incluso Abraham (nuestro padre: Mt 3, 9; Le 3,8; 16, 24.30) y el Padre celestial a fin de evitar toda ambigüedad. Pero puede que también la usaran para evitar pronunciar el nombre divino, según la costumbre judía. Así por ejemplo, en Mt 5,12: «Vuestra recompensa será grande en los cielos», podríamos traducirlo: «Dios será vuestra recompensa» o bien «Dios os recompensará».

El cristiano tan sólo quiere resaltar la trascendencia del Padre celestial. Si bien la expresión «Padre nuestro» usada por Jesús proviene del mundo judío, su contenido lo renueva evocando y subrayando el amor, la bondad, la solicitud del Padre con los hombres, para que sus discípulos perciban mejor su rostro.

En los cielos

En los evangelios, esta expresión va con frecuencia unida a la dinámica del perdón (Me 11, 25; Mt 18, 35). El Padre es un Dios compasivo. Pero es, al mismo tiempo, juez severo con esos hijos que, abusando de su misericordia, incluso habiendo experimentado su perdón, rechazan conceder el perdón a sus hermanos.

La expresión «vuestro Padre celestial» la encontramos de nuevo en el sermón de la montaña cuando Cristo exhorta a los discípulos a abandonarse a la providencia (Mt 6, 26, 32). «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso»... El cielo, pues, está al corriente de lo que pasa en la tierra. Las cosas de la tierra, que son además las cosas de los hijos, interesan al Padre celestial.

En distintas ocasiones los evangelios subrayan un gesto de Jesús: elevando los ojos al cielo, antes de la multiplicación de los panes (Me 6, 41), de la resurrección de Lázaro 0n 11, 41), durante la cena de despedida al introducir la oración sacerdotal 0n 17, 1). Estamos siempre en un contexto de oración.

Levantar los ojos al cielo significa desplegar las alas, descubrir que el infinito está a nuestro alcance por puro don, que podemos atravesar las compuertas del castillo divino, que es posible lo imposible. Pero indica también el compromiso del Padre en los asuntos de la tierra, en las necesidades de sus hijos. Como en Babel (Gn 11, 5) el Padre tiene interés en bajar a ver nuestra ciudad, nuestras construcciones, nuestras pequeneces. Expresa la posibilidad de comunicarnos con Él. También sigue diciendo el Señor: ¿Cómo voy a ocultarle a Abraham lo que pienso hacer? Lo he escogido para que enseñe a sus hijos y a su familia a mantenerse en el camino del Señor... voy a bajar... y Abraham se acercó al Señor para decirle... (Gn 18,17-23).

El gesto quizá quiere expresar también una postura fundamental del creyente y del orante: poner a Dios sobre todas las cosas, sobre nuestras preocupaciones, pensamientos, intereses inmediatos... Saber que Dios «está en el cielo» para poder cubrir con su azul a todos los hombres; que es cielo para poder llovemos de misericordia y seguir enviando su Palabra que empape y fecunde la tierra, que seguirá haciendo salir el sol sobre buenos y malos para demostrarnos que nuestra injusticia no le hace dejar de ser bueno y cariñoso con todos.

En definitiva: un Padre que está en el cielo para que miremos arriba y descubramos que lo nuestro es subir, crecer, volar, soñar. Que está en el cielo para que podamos, desde cualquier sitio, mirar y saber que está esperando lo mejor de nosotros cada día, y que está esperando para subimos en el día de nuestra Ascensión, para sentarnos a su lado. Que, aunque reconozcamos nuestra extrema debilidad, podemos repetir el mismo gesto de Sansón, que cogió las hojas de las puertas de la ciudad en la que estaba preso con sus dos jambas, las arrancó junto con el cerrojo, se las cargó al hombro y las subió hasta la cumbre del monte 0ue 16, 1-3), y llegar con todas nuestras pequeneces y estorbos hasta el encuentro con Dios.

Pero no podemos olvidar que Dios habita en el templo de carne que es el hombre. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en e'l (Jn 14,23). Que estamos habitados, que nosotros somos el cielo de Dios. Porque desde que la palabra de Dios se hizo carne y puso su tienda entre nosotros, nos hemos enterado de que la Tienda del Encuentro es el hombre, el otro, y también yo mismo.

Nuestro

Para entender del significado de «nuestro», nos vamos a los orígenes. Caín oye que el Señor le hace una pregunta inquietante: -¿Dónde está Abel, tu hermano? (Gn 4, 9). Él cree evadirse, con una cierta dosis de descaro: -No lo sé, ¿soy acaso el guardián de mi hermano? Cada uno de nosotros, le guste o no, no puede escapar a esta pregunta: ¿Dónde está tu hermano? Si no lo sabemos, si rechazamos dar cuenta de él, no sabremos nunca dónde está el Padre. No se llega a Dios aislándose del hermano, separándose de él. Rechazar la comunión con los otros significa separarse de la comunión con el Padre. Dios no se deja encontrar por quien no se deja encontrar por el-hermano. Y lo primero que nos pregunta al comenzar nuestra oración es eso precisamente: ¿Dónde está tu hermano? Claro: un Padre siempre está preocupado por todos sus hijos, sobre todo por aquellos que lo pasan peor. Y tendremos que preguntarnos y compartir con él por los que no tienen el pan de cada día, ni

la salud, ni la paz, ni la serenidad interior, ni una vida con sentido, ni... Recordemos aquel hijo ejemplar del evangelio: toda una vida dedicada a la casa y al trabajo, o sea, un excelente trabajador y ejecutor de órdenes, que se ha detenido en el umbral de la casa paterna y ni quiere entrar (Le 15, 28). Y se entabla un diálogo con el padre, que ha salido a suplicar-

le: -Ese hijo tuyo, que ha devorado su hacienda con prostitutas... El padre replica: -Ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.

Osea, el hijo ejemplar, irreprensible, impecable, no reconoce, no acepta a su hermano que se ha equivocado. Lo rechaza y se lo encasqueta al padre -ese hijo tuyo...-. Y el padre se lo remite, no como hijo suyo, sino como hermano que hay que acoger con alegría y perdonar. Como diciendo: si éste no es tu hermano, yo no puedo ser tu padre. Otra vez nos sale Caín con el síndrome de «hijo único». Si el hijo se separa del hermano, cesa automáticamente de ser hijo, y queda sin padre. Si no pasas ese umbral, si no entras en el espacio de la comunión fraterna, no encontrarás al Padre, y estarás fuera de su casa.

Rezar a Dios diciendo «Padre nuestro» es a la vez reconocernos hijos de Dios y miembros de una misma familia. De este modo, se crea una comunidad nueva, formada por todos los que se abren a la predicación de Jesucristo y a la acción salvadora de Dios en los últimos tiempos y en la que se manifiesta como Padre. Convertidos en hermanos/as de Jesús por la fe, somos los hijos adoptivos de Dios (jn 1,12; Rm 8,14-17; Gal 1, 5; 4,4-7). Al aceptar como suya esta oración, aunque esté él solo ante Dios, el cristiano se encuentra inmediatamente en comunión con todos los que le rezan a Dios del mismo modo. Por eso, quien sabe rezar el Padre Nuestro no entiende nunca a esos ¿hermanos? que dicen entendérselas a solas con Dios, sin necesitar la comunidad, la iglesia porque la casa del Padre es la casa de una familia numerosa, y quedarse en la puerta aquí abajo es rechazar nuestra habitación» allá arriba (Jn 14,1).

    
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