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¿Pacientes o patentes?

JOSÉ IGNACIO RIVARÉS - Revista Misioneros -
El Gobierno brasileño adoptó el pasado 5 de mayo una decisión de gran trascendencia para los cerca de 750.000 supositivos que hay en aquel país.(JPG) Ese día, el presidente "lula" Da Silva firmó un decreto que suprimía la patente del tímmz -el fármaco más utilizado allí en la lucha contra el VIH, propiedad de los laboratorios Merck- y autorizó la importación de "genéricos" procedentes de la India. Brasil se convierte así en el primer país de América Latina que, por razones de "interés público", suspende una patente y planta cara a las todopoderosas multinacionales farmacéuticas. Mozambique, Malasia, Indonesia y Tailandia habían tomado antes decisiones similares.

Desde hace unos días, el niño se encuentra mal: tiene fiebre alta, apenas come, está muy débil... La madre, desesperada, ya no sabe qué hacer. Finalmente, la pobre mujer decide dejar a sus otros hijos al cuidado de las vecinas y se pone en camino con la criatura. Tiene que caminar un buen pura$fl do de kilómetros, pero no le importa, ya está acostumbrada. En el fondo, incluso, se siente afortunada; hasta hace nada, en su región ni siquiera había médico y ahora jentan con un pequeño dispensario. El joven doctor que examina al muchacho no tarda en emitir su diagnóstico: malaria. El niño necesita medicación. Si no, seguramente morirá. Expende las recetas correspondientes pero... la familia es pobre y no puede pagarlas.

Casos como este se repiten todos los días a millares en decenas de países subdesarroliados. La escena podría transcurrir perfectamente en Uganda, en donde casi el 50% de sus enfermos de malaria no pueden pagarse los medicamentos, muy costosos para sus precarios salarios; o en Camerún, país en el que 35% de los muertos por paludismo (el otro nombre con el que se conoce a esta enfermedad trasmitida por el mosquito anofeles) son niños menores de cinco años. La malaria es la “epidemia olvidada” de África, continente en el que se registran el 90% de los casos.

La otra gran emergencia sanitarioa del continente Negro –y de un buen puñado de países del Tercer Mundo— es el sida. El informe de ONUSIDA correspondiente al año 2005 era muy claro: de los 40,3 millones de infectados por el virus del VIH que había entonces, el menos 28,5 millones eran africanos. El 70% del total.

Este mismo año fallecerían en el mundo más de trel millones de personas por enfermedades vinculadas al sida; 570.000 de ellas, niños. En Kenia, según la últimas estadísticas, hay más de trel millones de portadores del VIH; en Mozambique, el virus inicide sobre el 16% de la población; en Tailandia, los infectados, suman medio millón, en Brasil, 750.000... La lista resultaría interminable.

La pobreza que mata

La madre de nuestra historiaq y su hijo pertecene a esa tercera parte de la humanidad que no tiene acceso a los medicamentos indispensables para poder disfrutar de una buena salud. Las estadísticas dicen que 300.000 niños mueren cada dia por enfermedades que se ’pueden prevenir. El arzobispo Silvano Tomasi, observador permanente de la Santa Sede ante la Oficina de Naciones Unidas en Ginebra (Suiza), denunciaba el pasado mes de mayo en ese foro que cada año pierden la vida 10,5 millones de crios menores de cinco años por un hecho tan escandaloso como que "todavía no hay dosis ni fórmulas apropiadas de tratamiento pediátrico" para enfermedades que sí son tratables en adultos.

La falta de acceso a las medicinas por los pobres de este mundo constituye un drama de proporciones gigantescas. Aunque pueda resultar una exageración, para millones y millones de personas el mero hecho de poder ir al médico es ya todo un lujo. En Benín, por ejemplo, más de la mitad de sus cerca de siete millones de habitantes no acuden a los servicios de salud pública y optan por la medicina tradicional. La razón básica es que no pueden permitirse pagar los fármacos que les recetan.

En Madagascar, a un enfermo de malaria la medicación le puede suponer la cuarta parte de sus ingresos. Si se tiene en cuenta que los salarios muchas veces apenas alcanzan para comer -el 83% de sus habitantes se ven obligados a sobrevivir con dos dólares diarios-se entenderá mejor que esas medicinas no estén a su alcance. Y también, que la esperanza de vida en la gran isla sea tan sólo de 53 años.

Para millones de personas, por tanto, el hacerse con medicamentos para combatir el paludismo o la tuberculosis supone una odisea. Y adquirir los costosos anti-retro-virales contra el VIH es ya casi misión imposible. El último informe de la Organización Mundial de la Salud confirma este último extremo al constatar que sólo el 28% de los seropositivos de los países pobres reciben la medicación que necesitan, un porcentaje que en Mozambique se reduce a menos del 15%. Ello quiere decir que cientos de miles, seguramente millones, de infectados por el virus del sida en el mundo quedan cada año abandonados a su suerte.

La salud de millones de pobres depende de un juicio

Hasta hace nada, un enfermo de sida africano tenía que pagar 10.000 dólares anuales por el llamado "cóctel" anti-retroviral. Ahora, en cambio, a ese mismo paciente la medicación le cuesta tan "sólo" 136 dólares. Este portentoso "milagro" ha sido posible gracias a la importación de los citados "genéricos". Los medicamentos "genéricos", que a España llegaron en 1997, son copias de la marca original. Es decir, se trata de fármacos que contienen los mismos principios activos que los originales, pero mucho más baratos debido a que en ellos no se paga la "marca" ni, por consiguiente, derechos de patente. El caso del mencionado Efavirenz nos puede servir de ejemplo. Los laboratorios Merck, fabricante del producto original, estaban vendiendo a Brasil cada unidad de este medicamento a 1,59 dólares, por lo que el gobierno de este país -que desde hace una década tiene en marcha un programa de distribución gratuita de fármacos contra el sida- tenía que desembolsar cada año cerca de 43 millones de dólares. Los genéricos que ha empezado a comprar ahora a los laboratorios indios cuestan 0,45 dólares la unidad, casi cuatro veces menos.

La India es el mayor productor de genéricos, con cerca del 30% del mercado mundial, motivo por el que el país está considerado "la farmacia de los pobres". En el gigante asiático se fabrican, en efecto, más de la mitad de las medicinas de bajo coste que se utilizan contra el sida en el mundo desarrollado; cerca del 50% de las que distribuye Unicef; y el 70% de las que utiliza el programa anti-si-da de Estados Unidos.

Pues bien, desde hace meses los ojos de todo el mundo están puestos en aquella nación a causa de un juicio: el que enfrenta a la compañía farmacéutica Novartis y al Gobierno indio. Esta multinacional suiza ha planteado una doble demanda por la negativa de las autoridades locales a patentar su anticancerígeno Glivec. Los procesos en el Tribunal Supremo de Chennai (la antigua Madras) han quedado ya vistos para sentencia. Y los menos favorecidos de este mundo contienen la respiración ante el inminente fallo. La razón es muy simple. Si la resolución judicial favoreciese al laboratorio, millones y millones de personas, pobres en su mayoría como la mujer y el niño de nuestra historia, recibirían un brutal golpe a sus esperanzas, toda vez que Nueva Delhi debería modificar su legislación sobre propiedad intelectual, que data del 1 de enero de 2005 -fecha en la que India se integró en la Organización Mundial del Comercio (OMC)- y que sólo concede la patente a aquellos medicamentos que suponen una novedad con fecha posterior a 1995.

Se vería obligada a reconocer los derechos de gran parte de los entre 7.000 y 9.000 fármacos viejos -muchos de los cuales se cree son modificaciones sin importancia de otros anteriores- que se hallan ahora a la espera de revisión, con la consiguiente repercusión en el coste de los genéricos.

No es de extrañar, por tanto, que la demanda de Novartis haya tenido repercusión mundial. Alemania, como presidenta de turno de la UE, pidió a la farmacéutica -sin éxito, como ha podido verse- que reconsiderase su postura y retirara el pleito. En España, tanto el Congreso como los parlamentos regionales de Andalucía, País Vasco, Cantabria, Navarra y Extremadura emitieron declaraciones similares. Novartis registró en el primer trimestre del año en curso un beneficio neto de 2.200 millones de dólares (unos 1.600 millones de euros), un 11% más que en el mismo período del año anterior. El año pasado las ventas de Glivec aumentaron casi un 20%, hasta alcanzar los 540 millones de euros.

El problema de fondo

(PNG) La impugnación que Novartis ha hecho a la legislación india en materia de propiedad intelectual ha sacado a la luz el verdadero problema de fondo, que no es otro que la resistencia numantina de las multinacionales farmacéuticas a perder sus cuotas de poder y monopolios, y, en suma, los privilegios de que disfrutan con el actual sistema.

Un ejemplo. El diario Le Monde informaba el pasado 29 de marzo de la "decisión unilateral" del gobierno tailandés de suspender la compra del Kaletra (anti-retroviral de los laboratorios Abbott) para procurarse versiones genéricas más baratas... Hasta allí todo normal. Pero el periódico se hacía eco igualmente de la represalia de la farmacéuti-T ca estadounidense, que ha decidido suspender la comercialización en aquel pais de siete de sus medicamentos más recientes: un antibiótico, un anticoagulante, fármacos contra la hipertensión, la insuficiencia renal, el sida... "Tailandia no forma parte de los países más pobres del mundo. Y este país debe contribuir a financiar la innovación", justificaba un portavoz de la compañía.

En principio, ni Tailandia, ni Brasil, ni el resto de países que han suspendido patentes de fármacos originales para importar genéricos, han hecho algo ilegal, toda vez que en 2001 los países de la Organización Mundial del Comercio acordaron que la legislación en materia de patentes dejaría de tener vigor en caso de crisis sanitaria. Y éste, precisamente, es el principio que esgrimen los gobiernos afectados: que con los carísimos fármacos originales no pueden atender a sus enfermos. Antes de revocar la patente del Efavirenz, el gobierno brasileño estuvo negociando un nuevo precio con la empresa fabricante. Merck sólo aceptó una rebaja de un 30%, muy lejos del 60% que pedía el Ejecutivo de "Lula", que, por otra parte, no aspiraba más que a conseguir el mismo precio que el laboratorio había otorgado a Tailandia.

Incluso aunque incumpliesen la legislación vigente, estas supresiones de patentes tampoco podrían ser consideradas inmorales. Más al contrario, la inmoralidad, hoy por hoy está en el hecho de que un desmedido deseo de enriquecimiento haga imposible el tratamiento de millones de enfermos. La Conferencia Episcopal de Nicaragua, por ejemplo, no lo ha podido decir más claro en un reciente documento sobre el sida. "La absolutización del derecho a la propiedad intelectual que impide el acceso a los medicamentos necesarios para millones de enfermos es inmoral, así como el lucro exagerado de los laboratorios farmacéuticos internacionales".

La Iglesia en ningún momento ha dejado de denunciar esta injusticia. "Hace falta -decía el pasado mes de mayo a la Asamblea Mundial de la Salud el ya citado arzobispo Tomasi- que la tecnología médica y farmacéutica y los tratamientos sean asequibles, sin imponer condiciones legales o económicas".

El pasado 16 de diciembre, el Papa escribía a la canciller alemana Angela Merkel, presidenta de turno de la Unión Europea, en estos términos: "Se necesitan importantes inversiones en el campo de la investigación y del desarrollo de medicinas para el tratamiento del sida, de la tuberculosis, de la malaria y de otras enfermedades tropicales. Los países industrializados tienen que afrontar la urgente tarea de crear finalmente una vacuna contra la malaria. Asimismo, es necesario poner a disposición tecnologías médicas y farmacéuticas, así como conocimientos derivados de la experiencia en el campo de la salud, sin pretender a cambio exigencias jurídicas o económicas".

Benedicto XVI insistía en la vacuna contra la malaria. ¿Por qué, a estas alturas, no existe todavía? Las ONG lo tienen claro. Porque esta enfermedad sólo la sufren los países del Sur. "Sin embargo, cada año surgen nuevos productos contra la obesidad, la celulitis y la caída del cabello", denuncian, con toda la razón del mundo.

Motivos para la esperanza

Los pobres no interesan, porque no tienen poder adquisitivo. Y como no compran, los laboratorios tampoco investigan sus enfermedades. "Sólo 21 de las 1.556 nuevas sustancias comercializadas entre 1975 y 2004 estaban dirigidas al tratamiento de enfermedades exclusivas de los países pobres como el paludismo", corrobora Belén de la Banda, de Intermón-Oxfam.

Pues eso. Alguien, algún día, tendrá que explicar a la madre de nuestra historia por qué, finalmente, su hijo murió de malaria, ¿más métodos Je los laboratorios dejan a veces mucho que desear. El 26 de junio comenzó en Abuja (Nigeria) el juicio contra la multinacional estadounidense Pfizer, acusada de experimentar un nuevo fármaco con 200 niños afectados por meningitis. Los ensayos, realizados hace once años, mataron a 18 crios y causaron daños irreversibles, malformación, ceguera, daños cerebrales y parálisis- a los otros 182.

No obstante, de África no siempre llegan noticias trágicas en relación con la sanidad. Las dos siguientes lo demuestran. El pasado 28 de mayo, el obispo de Kisan-tu, en la República Democrática del Congo, monseñor Fidéle Nsielele, era premiado por los farmacéuticos de su país por su empeño en combatir la venta ilícita de fármacos, un verdadero problema para muchos países, que ven cómo en sus mercados negros proliferan medicinas falsificadas o adulteradas que en el mejor de los casos resultan ineficaces, y en el peor conducen directamente a la tumba a quien las toma. Los medicamentos que se falsifican son, sobre todo, aquéllos que se utilizan para combatir el sida, la tuberculosis y la malaria.

El segundo motivo de esperanza es otro premio. El que el gobierno de Be-nín acaba de conceder, por su perseverancia y profesionalidad, al médico local Jéróme Fagla Médégan, que ha descubierto un fármaco para curar drepanocitosis o anemia falciforme, una grave enfermedad en la sangre de origen genético. El doctor Médégan es el primer africano que ve aceptado su descubrimiento por el Instituto francés para la propiedad intelectual en el campo médico. La noticia, como siempre, ha pasado sin pena ni gloria.     
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